La palabra balompié
El parto de una palabra es un momento de luz extraordinaria; su muerte, una larga agonía balbuciente
Las palabras no nacen, se hacen. En general no sabemos cuándo y dónde: llegan desde las brumas y bromas de la historia. Pero unas pocas son inventadas por alguien. Ya decía un señor Borges que no podía imaginar nada más satisfactorio que agregar una palabra al idioma —y se lamentaba por no haberlo hecho. Tan falsa, como siempre, su modestia: la palabra que agregó a la lengua fue borgiano.
En cada palabra inventada hay un relato, una esperanza: alguien que la va moldeando hasta que, ...
Las palabras no nacen, se hacen. En general no sabemos cuándo y dónde: llegan desde las brumas y bromas de la historia. Pero unas pocas son inventadas por alguien. Ya decía un señor Borges que no podía imaginar nada más satisfactorio que agregar una palabra al idioma —y se lamentaba por no haberlo hecho. Tan falsa, como siempre, su modestia: la palabra que agregó a la lengua fue borgiano.
En cada palabra inventada hay un relato, una esperanza: alguien que la va moldeando hasta que, un día, supone que ya está lo bastante madura como para lanzarla a la crueldad del mundo con la ilusión de llenar bocas y más bocas, líneas y más líneas. Algunas lo logran, pero tantas no: se van desvaneciendo. Así fue la historia de la palabra balompié.
Primero, por supuesto, estaba el foot-ball. Etimologistas, historiadores y otros plastas dicen que, en realidad, el foot ball era un juego inglés y medieval donde los participantes usaban sus manos para llevarse la pelota pero lo hacían descalzos: on foot. (De más está decir que Adidas, Puma, Nike y compañía atacan a puntapiés esta versión bestial, ligeramente comunista.)
En cualquier caso, tras multitud de reyertas y querellas, a mediados del siglo XIX el football empezó a parecerse a lo que conocemos. Y hacia 1880 dio en difundirse por el mundo y la palabra se volvió global: empezaba a transformarse en fútbol, futebol, fotbal, fussball, voetbal, futbolas, , , fulbo. Ahora parece lógico que una palabra inglesa se use en tantas lenguas; en esos días no sucedía demasiado.
Así que football fue una especie de pionera. Quizá no se le haya reconocido suficiente su carácter de vanguardia de la anglización lingüística del mundo: tras ella vinieron las demás. Pero la España irredenta, san Santiago en su cuadrúpedo radiante, defendiose. Y su paladín fue un señor Mariano de Cavia, retoño de un carlista, discípulo jesuita. El hombre había nacido en Zaragoza en 1855; allí empezó a trabajar de periodista pero a sus 25, cuando el padre de su novia le dijo que no estaba a la altura, hizo sus dos maletas y se vino a Madrid. Aquí viviría el resto de su vida en un hotel, escribiendo sobre todo para un diario que se llamaba —por si acaso— El Imparcial. En él publicó, el 1 de agosto de 1908, una columna que tituló “El balompié”, donde anunciaba que había inventado esa palabra.
“Varios jóvenes amables se proponen organizar una nueva sociedad de football; desean darle un nombre español y, no acertando con él, me hacen la merced de apelar a mis cortas luces, porque tienen por intraducible el vocablo inglés con que se denomina este deporte”, empieza Cavia. Y dice que “el término football no solamente no es intraducible, sino que al traducirlo al pie de la letra —ya que el pie toma tanta parte en ese juego— nos encontramos con un vocablo español de la más clara significación y de la más castiza estructura”, dice, y propone “balompié” que, por varias razones, le parece mucho más castellana que “piebalón”.
Días más tarde don Jacinto Benavente —a quien, poco después, intentaron callar con un Premio Nobel— escribió otra columna en el mismo diario ratificando la palabra; balompié llegó a usarse y después se fue arrumbando poco a poco: era un poco tosca, casi bolacoz. Así que el resto de la lengua habló de fútbol y ganó partidos y torneos; España no, y resistía encarnizada, ensangrentada. El 17 de mayo de 1940, mientras seguía matando y rematando, el Régimen —franquista— se alarmó: había “vicios de lenguaje que permiten en la vida pública (…) la presencia de modas con apariencia de vasallaje o subordinación colonial. Es deber del poder público, en la medida en que ello es posible, reprimir estos usos, que contribuyen a enturbiar la conciencia española, desviándola de la pura línea nacional, introduciendo en las costumbres de nuestro pueblo elementos exóticos que importa eliminar. En su virtud, este Ministerio dispone: Art. 1°. Queda prohibido (…) el empleo de vocablos genéricos extranjeros…”.
Ni así las fuerzas del cielo consiguieron que balompié reemplazara a fútbol; sí que football desapareciera de una vez por todas. Y fútbol se ha vuelto una de las palabras más usadas del idioma. Designa la actividad a la que más personas dedican más tiempo propio, el que no necesitan para conseguir cómo comer y vestirse y joderse la vida. Un dato es claro: nunca nada en la historia de la humanidad reunió a más gente haciendo lo mismo al mismo tiempo que los 1.500 millones que miraron la última final mundial —y nadie estaba viendo balompié. El parto de una palabra es un momento de luz extraordinaria; su muerte, una larga agonía balbuciente.