Un año en la vida de un queso
Hace 22 años, a 1.200 metros de altura y de casualidad, nació el Teyedu, un queso asturiano único. Visitamos los recónditos parajes donde madura y seguimos su elaboración durante las cuatro estaciones
Aquí, alguien, hace tiempo, comió una ciruela. A 1.200 metros de altura. En el hayedo que ocupa la ladera norte del monte Camba, en el macizo oriental asturiano de los Picos de Europa. El hueso de aquella fruta fue a caer diez metros más allá, germinó y se convirtió en un ciruelo. También en una señal natural para indicar dónde está la entrada a la cueva del Teyedu, que da nombre al queso cabrales que madura en su interior durante meses y que está considerado uno de los mejores quesos azules del mundo.
A 5 kilóm...
Otoño
Nadie diría que son cabrales
Aquí, alguien, hace tiempo, comió una ciruela. A 1.200 metros de altura. En el hayedo que ocupa la ladera norte del monte Camba, en el macizo oriental asturiano de los Picos de Europa. El hueso de aquella fruta fue a caer diez metros más allá, germinó y se convirtió en un ciruelo. También en una señal natural para indicar dónde está la entrada a la cueva del Teyedu, que da nombre al queso cabrales que madura en su interior durante meses y que está considerado uno de los mejores quesos azules del mundo.
A 5 kilómetros de allí, 510 metros más abajo, el 28 de noviembre, día de Santa Catalina, Tielve amaneció frío y húmedo. En esta localidad del concejo de Cabrales viven 28 vecinos. Hay dos bares. Ninguno de ellos está hoy abierto. La previsión meteorológica dice que la mínima será de 7 grados, pero las rachas de viento, que superan los 61 kilómetros por hora, hacen que la sensación térmica sea inferior.
De una de las esquinas de la plaza del pueblo parte una empinada pista de cemento. Jorge González (47 años, Bruselas) y Borja Trapero (29 años, Arenas de Cabrales) cargan el maletero de un Ford Ranger Rojo con 140 quesos redondos . Nadie diría que son Cabrales. Ni por el color: son totalmente blancos. Ni por la textura: están duros como una goma de borrar. Ni por el olor: emiten un aroma suave. Pesan 2,2 kilos cada uno. Acaban de salir de la quesería y están a punto de iniciar la segunda parte del proceso: el viaje hasta la cueva y su permanencia allí hasta, al menos, dentro de seis meses. Saldrán convertidos en un queso cremoso y de tonalidad azul.
Jorge y Borja son empleados de una empresa en la que Pepe Bada, ya jubilado, ejerce de guía. Es el hombre que revolucionó la historia del emblemático queso azul asturiano. Nacido en Tielve hace 61 años, recuerda estar metido en el proceso de elaboración del queso desde muy pequeño. “Aquí todas las familias hacían queso en casa, y a los niños nos tocaba participar en el mismo momento en el que podías hacer algo”, explica. Así fue hasta 1981, año en el que se formó el Consejo Regulador de Cabrales y comenzó el proceso de profesionalización de la elaboración. El Principado de Asturias adquirió una cueva —que hoy también es museo— y la remodeló. “Era mucho más cómodo llevar allí los quesos. Trabajábamos menos. Pero añorábamos el Cabrales de antes”.
En 2001 metió doce quesos en una mochila y los subió hasta el Teyedu. La cueva, que había sido descubierta en 1968, llevaba varios años sin utilizarse. “Estuvieron ocho meses. Ese invierno nevó mucho y no pude ir a verlos. Cuando por fin los bajé, eran crema pura. Los fui regalando. A los pocos días, la gente me paraba por la calle y me pedía ese queso. Yo les explicaba que no podía ser, que daba mucho trabajo. Tú cobra por él lo que tengas que cobrar, pero queremos ese queso, me decían”. En las respuestas de la gente encontró un nuevo camino. El que lleva a la cueva del Teyedu.
Ese camino se recorre entre dos y tres veces por semana. Llueva, nieve, haga frío o calor. Los primeros tres kilómetros en coche —siempre que no haya nieve o desprendimientos en la pista—. Los dos últimos, a pie. “Hay que estar encima de los quesos cada semana. Son como seres humanos, cuanto más jóvenes, más cuidado necesitan. Hay quien piensa que esto es dejar los quesos en la cueva e ir a recogerlos meses después. Puedes hacerlo, porque evolucionan solos, pero el resultado no va a ser el mismo”, explica Jorge mientras va cambiando las marchas del vehículo y maniobra para tomar algunas de las curvas. Un alto en el camino para sacar a la yegua del establo y engancharla al jeep. Assia, una Border Collie gris y blanca, completa la expedición.
Al llegar a la majada de Valfríu, donde resisten las cabañas a las que subían a pasar el verano los habitantes de Tielve, la yegua toma el testigo del coche. En los dos cajones de madera que le cuelgan a ambos lados del lomo irán en cada viaje 36 quesos. El espacio está optimizado al máximo. Las piezas van encajadas a presión. Desde aquí arriba, Tielve, rodeado de montañas, parece una postal de Navidad.
Ahora, toca bajar una ladera en la que predomina la piedra caliza. Al llegar al riachuelo que marca el punto más bajo del valle, el decorado cambia. También el suelo. Bajo las ramas de un bosque de hayas y arces blancos —hoy con sus ramas desnudas, las primera nieves y el aire se llevaron las hojas— avanza un camino en zigzag ascendente. La orientación norte se traduce en la humedad del suelo, convertido en barro. Una alfombra marrón de hojas húmedas aumenta las posibilidades de un resbalón. El continuo ir y venir de la yegua —hace al menos tres viajes de ida y vuelta hasta el jeep en cada jornada— ha horadado agujeros de unos 20 centímetros de profundidad.
De repente, llega un suave aroma a Cabrales. Se ve la puerta metálica que cierra la cueva. Un poco más allá, el ciruelo, desnudo, parece preguntarse cómo ha llegado hasta aquí.
Invierno
Las vueltas del Teyedu
“Muy buenas. Dan temperaturas bajo cero todo el día. En Tielve hay 10 centímetros de nieve, así que arriba habrá unos 30 centímetros más. Van a hacer falta raquetas. La sensación térmica estará en torno a los menos cinco”, dice Jorge en una nota de voz.
El 27 de febrero, día de San Baldomero, amaneció encapotado y frío en Cabrales. Quizás para restarle un poco de épica al asunto, el destino puso en la carretera un ciclista en bermudas y manga corta. Iba sonriendo.
En Tielve está nevando. Hoy los bares no abren. Tampoco tendría sentido. No hay nadie. Solo se escucha el sonido de los copos posándose sobre la ropa. Al alzar la vista, el blanco de las nubes se une con el de las montañas nevadas. Ni el todoterreno ni la yegua podrán subir. A la ida se optará por una ruta alternativa, para acortar el trayecto.
Tras un kilómetro y medio de caminata en ascenso, el grosor de la nieve obliga a calzarse las raquetas. Caminar con ellas es una suerte de lotería binaria: o te hundes o no. Ni tan siquiera pisar sobre las huellas marcadas garantiza firmeza. El tiempo de ascenso hacia la cueva alcanza las dos horas y media.
Una línea de puntos negros avanza por una ladera. Es una familia de jabalíes. Se escuchan el viento y los jadeos propios. Las numerosas capas de ropa hacen que, en los instantes en los que asoma el sol —esto es Asturias—, surja también la tentación de quitarse algo de ropa. Pero el calor, irónicamente, llegará al entrar a la cueva. La del Teyedu está siempre a una temperatura entre 6 y 10 grados. Con una humedad del 100%. Y hoy, en comparación con lo que hay fuera, es como llegar a casa.
Dentro de la Denominación de Origen Cabrales hay 35 cuevas censadas. Son propiedad de los Ayuntamientos. La maduración en cueva es obligatoria. Su uso es gratuito. El requisito básico para poder utilizarlas es la inscripción previa en el Consejo Regulador. En 2022 se produjeron 441.505 kilos. La cueva de Teyedu es un espacio de 288 metros cuadrados —136 de ellos útiles— repartidos en dos galerías principales. Con una altura de unos 8 metros en su punto más alto. Del techo penden estalactitas y manojos de raíces de los árboles de la ladera. Hay vetas con fósiles. “Si os resbaláis, el culo al suelo, nada de agarraros a las estanterías”, advierte Jorge.
Para entrar, una persona de 1,80 tiene que agacharse un poco. Dentro no hay luz, así que se hace necesario una linterna frontal. Al enfocarla hacia el interior, unos metros más abajo aparece un manto de tejados de uralita. Debajo están las estanterías. Hasta 19 en la galería principal. En cada una de ellas hay cinco baldas de madera. Pepe tiene aquí, ahora, 1.500 quesos. En la cueva hay otros 1.000, de otras queserías. Cada año, alberga 8.000. El precio medio de venta al público de los Cabrales de Tielve es de entre 22 y 26 euros el kilo, los reservas —los que maduran en cuevas altas—, desde 32. El Teyedu se vende a 52 euros el kilo.
Jorge echa un vistazo rápido. Coge un cepillo y un caldero lleno de agua. Está a punto de comenzar una jornada de al menos seis horas dentro de la cueva -con una breve salida para comer- trabajando con los quesos. “No hay planificación. Porque no sabes lo que te vas a encontrar. De una semana a otra hay un mundo. Llegas aquí, los miras… y empiezas”. Los quesos comienzan a girar en sus manos. Los mete en el agua. Los saca. Los cepilla “para abrir los poros y que entre la cueva. Mato los hongos con la mano, para que no repelan la humedad. El hongo es necesario dentro. Fuera, lo daña. Luego lo dejamos en la estantería dado la vuelta, porque la cara que está hacia arriba se oxigena más. Es importante fijarse en los detalles. Que no toquen la madera [tienen un plástico debajo] o que no rocen los pilares de las estanterías”.
Uno a uno, los quesos van pasando por sus manos. Vigila cada mancha fuera de lo previsto. Después del chapuzón, regresan a su sitio. “Los quesos me hablan. Tratas con ellos casi a diario durante meses. Son seres vivos que evolucionan. A veces están como aletargados, los oxigenas un poco y es como si revivieran. Y no todos necesitan seguir el mismo proceso. Hay que saber interpretarlos”. Y siempre hay algún ojito derecho: “Estos cinco de aquí son mis mimados”, dice.
La cueva tiene su propia banda sonora: el sonido de las gotas de agua que golpean contra los techos de las estanterías. Un peculiar sistema de canales conduce ese agua hasta el cubo en el que se limpian los quesos.
Jorge lleva cinco años en este puesto. Antes, había trabajado con su padre en un taller mecánico. Ha sido conductor de camiones y de autobuses. Su conocimiento del mundo del queso era “nivel usuario”. Fue aprendiendo con Pepe. “Yo le preguntaba la de Dios de cosas. Él me lo iba explicando todo. Como un libro abierto. Al principio, todas las tardes nos pasábamos una hora hablando por teléfono de los quesos. Prueba a hacer esto, prueba a hacer lo otro, me decía. Si tienes una persona encima de ti que te anima a hacer cosas nuevas…”. Le gusta el contacto con la montaña. Hace carreras de ultra Trail. “Al final es como un día de entrenamiento. Te cargas la mochila y subes hasta aquí. Si te gusta la montaña, es entretenido”.
—¿Y en qué piensas los días en que subes solo?
—¿Yo? Pues supongo que en lo que todo el mundo, que tengo que acordarme de llamar al fontanero para que venga a casa.
Cierra tras de sí la puerta, se calza las raquetas y emprende el camino de vuelta a Tielve bajo y entre la nieve.
Primavera
La vida en la majada
El 19 de junio, San Romualdo, las hortensias lucían esplendorosas en Cabrales. Azules, rosas o violetas. Se preveía una temperatura máxima de 24 grados y una mínima de 18. Era un día especial porque Pepe iba a subir a la cueva. Una prótesis en su rodilla derecha —y el recordatorio de Aurora, su esposa— le desaconseja hacerlo tan a menudo como quisiera. Hijo de “Xico el de Angelita” —”en Cabrales hay un matriarcado, los hombres son de las mujeres”, explica Aurora—, comenzó a venir al mundo de madrugada en la majada de Valfríu. A medio camino hacia Tielve, su padre tuvo que coger en brazos a su madre. Pepe nació un día de verano a las siete de la mañana. Tres horas después, tras palpar la barriga de Angelita, Xico dijo: “Traes otro”. Y nació su hermana Encarni.
Detrás de las gafas, en los ojos de Pepe se intuye la dureza de los inviernos, se refleja la gama de verdes de un día como hoy y se cuentan las horas en soledad caminando o cuidando las vacas, las ovejas y las cabras. No es fácil verle expresar emociones. Cuando lo hace, deja una media sonrisa. “Recuerdo un día que mis padres se fueron a llevar queso y me quedé solo en la majada. Tendría 11 años. Me dejaron la comida, con la orden de que, si no venían en una hora, me pusiera a ordeñar las vacas. Me quedé allí con más miedo que otro poco. No sabes lo que lloré. Caminaba hasta un kilómetro para ver si venían. Me dejaron un bocadillo de manteca. Todavía me acuerdo. No fui capaz a comerlo, con el disgusto que traía… Y a las seis me puse a ordeñar las vacas”.
Descendiente de una familia que siempre hizo cabrales —en 1900 un antepasado suyo dejó como herencia 200 quesos—, fue sumando tareas hasta pasar varios meses de verano solo en la majada de Maín. Sin reloj, guiándose por el locutor de turno en la radio. Pasaba horas contemplando el Picu Urriellu (2.519 metros). E iba aprendiendo a interpretar los quesos que subía a las cuevas. “No sabía por qué, pero veía que en una tabla evolucionaba de una manera diferente a la tabla de al lado. Intuí que eran las corrientes de aire. Observaba y empezaba a entender”. Recuerda cuando, en 1968, alguien dijo que se había descubierto una cueva que era “muy buena y muy amplia”. Los hombres subieron a abrir una puerta. Ayudó a su padre a cortar hayas para hacer las estanterías. Era el Teyedu.
La cueva pasó la década de los noventa abandonada. Luego, Pepe empezó a subir quesos. En cada viaje, 30 kilos en la mochila. Siguió haciendo queso con su hermano Francisco hasta 2013, cuando decidieron separar sus caminos. Pepe tenía un objetivo: “Producir 2.000 kilos de queso y vivir de ello”. Una quesería normal hace unos 10.000 kilos al año. Se instaló en la quesería de Andrea, hija de Aurora.
Andrea Fernández (Arangas, 42 años) tiene la quesería en su pueblo natal. Hasta aquí llega, tres días a la semana a las seis de la mañana, un camión que deja 1.300 litros de leche en un silo de frío en cada visita —la leche debe ser de ganado producido dentro del área de la Denominación de Origen—. Después, se calienta hasta los 26 grados. Se le añade el cuajo animal.
—¿Qué proporción?
—Pues una proporción que tenemos… Cada quesería la adapta a lo que busca. Se trata de ir probando hasta dar con la que necesitas..
Una vez cuajado, se obtiene un yogur. Se corta. Dos horas después, el suero se irá quedando arriba y el queso irá tomando textura. Saldrán unos dados de cuajada del tamaño de una avellana. Esa pasta se amasa y pasa al molde. Comenzarán a voltearlo. Al segundo y al tercer día se salará. Estará entre 15 y 20 días en el secadero. Se inoculará el hongo Penicillium: “En realidad no haría falta, porque está en el ambiente. Si dejas una camiseta aquí, mañana la tienes con manchas verdes”, explica Andrea. El hongo tarda unos 15 días en salir.
Y entonces entra en juego Pepe con su cala. La introduce en el queso. La gira. Extrae un poco. Observa. En 10 segundos toma una decisión. Trabaja por sensaciones. A veces duda. Los saca al exterior para verlos con luz natural. En ocasiones, deja alguno para volver a mirarlo la semana siguiente. Puede estar cuatro o cinco horas revisando los 800 quesos que hay en esta sala. “No todos los quesos valen para subir al Teyedu. La cueva lo mejora, pero tienes que llevar un buen producto”, dice Pepe.
El día está soleado. El Picu Urriellu resplandece, anaranjado, a lo lejos. Pepe va enumerando las plantas y flores del camino: ttomillo, té del puerto, manzanilla, menta, hierbabuena, llantén, orégano, tila, sabugo, caledonia, helechos o diente de león. Hoy le acompañan varios empleados de Aramburu, una cadena de tiendas de productos asturianos cuyo propietario, Roberto, quiere que sus empleados entiendan por qué el Teyedu se vende a ese precio. Alguno no había salido de Tielve y ya había pillado el asunto. Fue suficiente con la primera cuesta.Hay también carniceros de Valencia y queseros de Cantabria.
A las puertas de la cueva se abre un debate:
—¿No se podría subir los quesos con drones?
—Sí, muy bien, ¿y cómo subes al paisano?
El Pepe que habla ahora parece 20 años más joven. Interviene con pasión en un debate sobre la pasteurización. Enseña la cueva. Saca un queso. Lo abre. Lo unta. Reparte entre la expedición. Está feliz. “Hay días que a lo mejor estoy un poco regular de ánimo o incluso de salud y me subo hasta aquí. Se me pasa todo. Bajo nuevo”, dice.
El día se empieza a torcer. El verde del bosque se oscurece por segundos. El ciruelo luce intensamente rojo. Dicen que hubo algún año que incluso dio frutos.
Verano
Cabrales no existe
El 19 de agosto, día de San Bernardo Tolomei, amaneció despejado en Tielve. La previsión hablaba de una temperatura máxima de 24 grados y una mínima de 19. En el camino de ida, las hortensias lucen una palidez melancólica, como si el estío comenzara a irse a través de sus hojas. Al enfocar la recta de Ortiguero, los Picos de Europa aparecen majestuosos. El paisaje se hace más y más vertical. Los riscos amenazan con abalanzarse sobre la carretera. Antes de llegar a la central eléctrica de Camarmeña, decenas y decenas de coches pueblan los márgenes del arcén. Pertenecen a turistas que se acercan a iniciar la ruta del Cares, que preguntan por Cabrales.
Pero Cabrales, como pueblo, no existe. Es un concejo con 2.015 habitantes, 18 pueblos, 9 parroquias y cuya capital es Carreña de Cabrales. El 46% de su extensión está dentro del parque nacional de los Picos de Europa. Hay días de agosto que se superan las 8.000 personas.
Hoy, en Tielve, sí abren los bares. Apenas quedan sitios para aparcar en la plaza del pueblo. Hay anuncios de servicios de taxi pegados en los postes de luz. Pepe subirá hasta la cueva para elegir los 10 quesos que presentará al Certamen del Queso Cabrales, que se celebra el último domingo de agosto. Un sorteo decidirá cuál prueba el jurado. El queso Teyedu ha ganado el título de Mejor Queso de España en 2013 o el Super Gold de los World Cheese Awards en la edición 2016-2017, pero no hay nada como ganar en casa. “Ganar aquí es lo máximo, porque compites con los que hacen lo mismo que tú”, dice Pepe. El Teyedu se llevó el premio a mejor cabrales en 2009, 2010, 2015, 2017 y 2019.
Para explicar qué define un buen Cabrales, Pepe recurre a detallar, primero, lo que no debe tener. “No puede estar duro, no puede ser astringente, tampoco amargar, ni dejar la boca seca. Debe tener todos los valores muy equilibrados: el picor, el amargor y la textura. Ser un bloque homogéneo. Tienes que disfrutar. La textura tiene que ser untable. Diría que hasta mantequilla está bien. Hay que tener en cuenta que es un producto natural y que no va a haber dos quesos iguales, pero el denominador común debe de ser la cremosidad”, explica.
En el camino hacia la cueva, hay un tramo en el que se camina sobre restos de teja. Es el recuerdo de los hornos que instalaron en su día los artesanos de Tresviso para construir los techos de las cabañas de las majadas. Sin aleros, por la nieve. Con piedras encima, por el viento.
La orientación norte de la ascensión final ayuda a mitigar el calor. También la frondosidad del bosque. Las hojas de arce son las mismas con las que, en su día, se envolvía el queso. De ahí el color verde de su envoltorio actual. En todo el proceso de fabricación del Teyedu —desde la quesería al empaquetado— intervienen cinco personas.
—¿Y a ti qué parte del proceso te gusta más?
—¿A mí? Comerlo.
Los viernes, Pepe y Aurora se hacen casi 400 kilómetros repartiendo pedidos por Asturias. “Lo más llamativo es la cueva, sin duda, pero todo el proceso es especial y cuidar todos los pasos marca la diferencia. Llega un punto en el que sabemos qué queso debe ir a un cliente concreto, porque conocemos el queso… y al cliente”. Cuando los preparan para su entrega o envío, Pepe decide el destino de cada queso sin necesidad de sacarlos de la bolsa de plástico en la que bajan de la cueva. Un conocimiento que viene de aprender y entender el entorno y el queso. También de la genética. Cuando alguien le preguntaba a su madre cómo hacía para elegir a qué cliente iba cada pieza sin necesidad de verla, preguntaba extrañada: “Pero, ¿no ves que los quesos te hablan?”.
Pepe saca dos botellas de sidra de la cueva. Están a la temperatura perfecta y, mezcladas con el queso y el entorno, componen un cuadro de sublimación de la asturianía. “Sí que recuerdo algunos quesos concretos, pero creo que lo hago porque lo uno a sensaciones. Recuerdo uno que llevé una tarde de verano a una comida familiar que hicimos en la majada…”. Mientras lo recuerda, parece que lo estuviera probando de nuevo.
El domingo 27 de agosto se celebró en Arenas de Cabrales la 51ª edición del Certamen Queso Cabrales. Competían 15 queserías. Autobuses llegados de Cantabria, Galicia y otras partes de Asturias acercaron a centenares de personas. Los 10 miembros del jurado catan los quesos. Pepe dice que no está nervioso, que no depende de él. Pero luego reconoce cierta tensión: “esta mañana tuve todas las sensaciones, que no valía para nada, que iba a ganar…”. Comienza la entrega de premios.
La Quesería Arangas —marca bajo la que compite el Teyedu— se alzó con el segundo puesto. El primero fue para la quesería Los Puertos. Una subasta entre restaurantes lleva la pieza —excepto la porción que ha probado el jurado— hasta los 30.000 euros. El anterior récord lo tenía Pepe, con 20.500 euros en la edición de 2019. De ese dinero, la quesería no se llevará nada; el 85% será para el Consejo Regulador y el 15% para una asociación benéfica.
El equipo que hace el Teyedu se abraza y se felicita. Están contentos y orgullosos. Tienen ganas de descansar. El certamen cierra el año del cabrales. Arriba, junto a la cueva del Teyedu, el ciruelo rojo espera el inicio de un nuevo curso de personas entrando a darle vueltas a los quesos. Ya sea otoño, invierno, primavera o verano.