Leticia Rodríguez de la Fuente: “El miedo paralizante es peor que cualquier enfermedad”
Historiadora del arte, empresaria y horticultora, la hija de Félix Rodríguez de la Fuente ha revivido tocando tierra. Cultivando flores orgánicas, ha logrado encontrarse. Lo cuenta en un libro
Uno olvida de quién es hija Leticia Rodríguez de la Fuente (Madrid, 54 años) en cuanto ella abre la boca y te habla directa, con su voz de fumadora, atravesándote con los ojos. Desinhibida y sin filtros aparentes, igual suelta una carcajada que esconde una lágrima. Su presencia es magnética. Es alguien que llena el espacio incluso cuando no habla, aunque esto no sea lo habitual en ella. La entrevista se inicia en el ático de Madrid, cerca del Congreso, donde vive con su perra Cósima, ...
Uno olvida de quién es hija Leticia Rodríguez de la Fuente (Madrid, 54 años) en cuanto ella abre la boca y te habla directa, con su voz de fumadora, atravesándote con los ojos. Desinhibida y sin filtros aparentes, igual suelta una carcajada que esconde una lágrima. Su presencia es magnética. Es alguien que llena el espacio incluso cuando no habla, aunque esto no sea lo habitual en ella. La entrevista se inicia en el ático de Madrid, cerca del Congreso, donde vive con su perra Cósima, rodeada de plantas e invadida por las flores. Concluye en un hotel de Barcelona, donde está de promoción de su libro Tocar tierra (Planeta).
¿Cuándo y cómo tocó tierra?
Me ha costado mucho aprender a vivir. Toqué tierra literalmente cuando abrí un puesto de flores en el mercado de Antón Martín de Madrid. Aprendí de las floristas inglesas a trabajar con flor orgánica y sostenible, que en Madrid no había.
¿Una flor sostenible no sería la que no se corta?
Ese es mi último planteamiento. Me di cuenta de que guillotinar la flor de corte antes de que se haya abierto, porque se cortan cerradas, no tenía sentido. Me parece que arrasar el campo, que es lo que requieren las flores anuales, es como tener gallinas en jaulas. Decidí naturalizar estas flores mezclándolas y dejando que se autosemillen. Lo he hecho con los cosmos y las centaureas. Es milagroso. Vuelven a brotar en el campo arado desde las semillas que dejaron.
¿La flor orgánica dura más?
No, pero envejece mejor. Su vejez es bonita, como sucede con las arrugas en las personas. Las industriales se caen en dos horas. El de las flores es un placer efímero, como el de una comida. Queremos la vida eterna en cada cosa que hacemos o tenemos y, si sucediera, no la apreciaríamos.
¿Qué ha buscado en las flores?
Las ideas se me ocurren siempre en agosto, cuando paro. Tenía una empresa de alquileres. Y a cada nuevo inquilino lo recibía con un ramo. Pensé: si tanto te gustan las flores, ¡abre una floristería!
¿Alquila pisos?
De otras personas. Soy la primera que se puso a alquilar pisos para estancias cortas.
Una historiadora empresaria.
Estudié Historia del Arte y trabajé en la galería Elba Benítez. Pero con 26 años monté la empresa Orden en Casa.
Antes que Marie Kondo.
Mucho antes. Me gusta saber dónde están las cosas y pensé que eso le podía servir a alguien.
Con tanto orden, ¿por qué le ha costado vivir?
Me agotaba la vida. Vivía con la sensación de que todo dependía de mí. Tenía miedo a soltar. De pequeña era coleccionista patológica. Coleccionaba sellos, muestras de perfumes, colas de conejo de los que cazaban las aves de mi padre… Luego lo he visto: era necesidad de control. Si el lunes no tenía planes para todos los días de la semana, sentía ansiedad. Me di cuenta de que estaba atando la vida por el vértigo que me daba. El control me quitaba la ansiedad.
¿De dónde le venía la ansiedad?
Con 33 años tuve cáncer de ovarios. Pero antes ya había visitado el infierno. El puto infierno. El miedo es el infierno. Tenía la empresa de orden. Empezó a comprarme hasta El Corte Inglés y ante una de las reuniones me dio un ataque. Di varias vueltas a la manzana. No podía entrar. Cogí fobia social. No podía ir a ninguna cena ni a ninguna reunión. Me moría: palpitaciones, tartamudeaba…, como si me hubiera puesto en pelotas delante de todo el mundo. Me sentía observada. Parece surrealista, pero duró dos años con siete trankimazines al día. Probé todo tipo de terapias antes de aceptar que tenía algo en la cabeza que no estaba funcionando bien.
¿Cómo salió?
Cuando me encontraron cáncer de ovarios —que se fue agrandando hasta infiltrarse por un diagnóstico equivocado en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid— fui a una psiquiatra de Barcelona. Una terapia necesita tiempo. Es importante saberlo. De lo contrario, no consigues entender que los médicos se pueden equivocar. Mi ginecólogo se equivocó, pero también me ayudó muchísimo.
Que te quiten medio cuerpo y pienses en el dolor del médico parece ciencia ficción.
Es sabiduría. Y llega tras tocar tú misma fondo.
¿El cáncer le quitó el miedo?
Quedaría bien decirlo, pero me lo quitaron las pastillas. Nunca había sido miedosa. ¡Vivo sola en el campo! Era miedo patológico. El miedo paralizante es peor que cualquier enfermedad que haya tenido. Es una enfermedad.
¿Tocar tierra es tocar fondo?
Es bajar del mundo de las ideas y conectar con lo que uno es y necesita. Hasta hace poco, yo era el último mono en mi vida. Me importaban más mis ideas que yo. Tocar tierra es volver a mi cuerpo. Me había alejado de mí.
¿Por qué tenía necesidad de ser empresaria?
Siempre he sido muy fenicia. De pequeña planchaba los billetes que me regalaba mi abuela Marcelina por Navidad. En casa decían que tenía sangre judía: vendía las horquillas que hacía al peluquero de mi madre. Siempre he tenido ese rollo: si lo que hago lo vendo, me pone muy cachonda. Podría ser rica, pero… cuando domino una cosa, empiezo otra. Cuando encontré el jardín fue la primera vez que me enamoré de algo inesperado, no planificado. Algo que rompió un patrón en mí. La naturaleza me dio humildad.
¿Lo bueno no era elevarse?
El que vive en el mundo de las ideas está evitándose.
¿Se evitó?
Empecé a desaparecer cuando murió mi padre y no sentí nada. Me pinchaban y no sangraba. Ahí es donde me fui de mi cuerpo. No estaba. Fuimos durante mucho tiempo a todo tipo de homenajes. Recuerdo poner cara de triste, porque no sentía nada, por el qué dirán. Aprendí a llorar si tocaba llorar.
¿Y sus hermanas?
No lo sé. En mi casa nunca hemos hablado de cómo hemos vivido esto. Cada uno ha protegido su dolor.
Su hermana Odile escribió un libro rescatando la figura de su padre.
El de su padre, Félix Rodríguez de la Fuente, fue un duelo colectivo, como la muerte de Paquirri.
Era una muerte de toda España. Yo no soy una persona muy equilibrada, pero dudo que alguien de mi familia lo esté. La exposición pública de la muerte es peor que la muerte. No puedes salir del agujero. Creo que los ataques de fobia vinieron de eso.
¿No tiene miedo a exponerse de nuevo con su libro?
Sí. Pero estoy en otro lugar. Era una hija-niña. Ahora la exposición es mía y no de mi dolor, sino de lo que me ha curado.
Odile decidió proteger el legado de su padre. Y recuperarlo como un hombre con capacidad de transformar la vida de la gente. Lo comparó con Gandhi. ¿Cómo evitar mitificarlo?
Es un peligro. Mi padre era un personaje, pero también una persona inmensa, un padre muy presente, y mira que se pasaba la vida viajando. Si mitificas, te quedas sin padre. Mi hermana tenía siete años cuando murió mi padre. No sé cuánto lo conoció. La memoria es una construcción. Yo desconfío. Uno inventa su pasado. ¿Mi padre fue la persona que me cuenta toda España o la que yo sentí? Solo me puedo fiar de la memoria que tengo de su olor. Eso es mío.
¿A qué olía?
A campo. A jara. A cuero.
No se escolarizó hasta los 10 años. ¿Era el buen salvaje?
Mi abuelo era notario. Y creo que tanto él como mi tía Mercedes mamaron cultura, aunque no fueran al colegio.
Él estudió Medicina.
Fue estomatólogo. Mientras vivió mi abuelo, fue un tío serio. Cuando murió, de un tumor cerebral con 54 años, se convirtió en el salvaje. El peso de la familia es acojonante. La palabra del padre en Castilla no se cuestionaba. Mi padre empezó muy tarde a hacer lo que le gustaba. Solo lo hizo durante 10 años y fíjate lo que movió.
Su padre crio dos halcones para que Franco se los regalara al rey Saud de Arabia Saudí.
No, fue el rey de España quien los regaló, Juan Carlos. Mi padre consideraba la política un mal necesario, pero era experto en cetrería.
¿Conocían al rey?
Seguro. Yo iba al colegio con las infantas. A mí me criaron para ser la más pija de España. Lo que pasa es que la vida luego va por donde quiere.
¿La buena salvaje era usted?
Pues igual. También era amiga de Felipe. Por respeto no voy a contar, porque de jóvenes hacíamos tropelías. Éramos colegas de juergas nocturnas.
Elegante y cuidadora de gallinas, ¿quién ha sido Marcelle Parmentier, su madre, más allá de la viuda de Rodríguez de la Fuente?
La contención de mi padre. Mi padre no hubiera hecho nada sin ella. Mi madre es parisiense, de asfalto. Con 18 años vino a trabajar a España en General Electric. En una fiesta conoció a mi padre y fueron novios 10 años, antes de casarse. En mi casa, mi madre decidía todo. Todo es todo. Ella negociaba los contratos con televisión. Llamó a la productora de Charlton Heston cuando vino a rodar El Cid para decir que el mejor cetrero que había en el mundo era su marido y lo iban a necesitar. Mi madre es la que vendió a mi padre, la lista. La que organizaba la casa y la que lo mandaba a África cuando veía que necesitaba ir.
Y su padre les decía: “Cuidado, que viene mamá”.
Es un sargento. Tiene un carácter fuerte. Pero lo hizo todo. Mi padre no freía un huevo. Mi madre era el sostén que mi padre necesitaba para luego hacer su vida. Me parezco a ella en nuestra independencia. No depende de nada ni de nadie. El otro día le sentó fatal que yo dijera en una entrevista que cuida gallinas.
Pero lo hace, ¿no?
Para ella, da mala imagen.
La Fundación Rodríguez de la Fuente desapareció. ¿Por qué?
Por problemas financieros. Pidieron unas ayudas al Ministerio de Industria que luego resultaron ser un préstamo.
¿Cómo gestionar el legado de su padre?
No lo sé. Tengo tal conflicto con el aspecto público de mi padre… La sensación que tengo es: ¡dejad a mi padre en paz! Su legado está en todas partes. Yo solo quiero al ser humano que había detrás de la imagen de mi padre. No quiero saber nada de su aspecto público. Lo respeto y aprecio. Me parecía un ser único, de los cuatro que hay en el mundo que son canales que cambian paradigmas y mentes. Esos cuatro que hacen ver a los demás. Eso lo aplaudo. Y entiendo. Pero yo quiero a mi padre.
A usted y sus hermanas les daba miedo el lobo o la abuelita.
¡La abuelita! Siempre nos contaban el cuento al revés: el lobo era buenísimo y la abuela, una hija de puta.
Su hermana se dedicó al rescate de su padre y usted, al de sí misma.
Había tenido demasiadas enfermedades autoinmunes: cáncer, lupus… La enfermedad autoinmune no te deja ver dónde acabas tú y empieza el otro. Con 10 años, desperté escuchando en la radio cómo se había matado mi padre. Soñé con él anteanoche. Me hacía selfis con él. Y se los enviaba a mis amigos: “Mira con quién estoy”.
¿Cultivar un jardín es cultivarse uno mismo?
Sí. Y es un proceso lento.
Es un clásico en el otoño de la vida. ¿Por qué no lo hacemos antes?
Por falta de paciencia. El jardín requiere un tempo que está reñido con la urgencia de la juventud, a no ser que seas un niño viejo, que también los hay. Yo lo era: hacía punto, me iba con las señoras a hacer clases de cocina…
¿Va a ser una vieja joven?
Sí, ¿no? En algún momento hay que desmadrarse.
Pero lo suyo no es un jardín. Es un campo de producción… Como si no supiera dejar los negocios.
Es mi parte fenicia. Aunque no es rentable, mantiene los gastos. La gente se cree que estoy forrada. Pero todo lo que he hecho ha sido empezando de cero.
¿No heredó de su padre?
Mi padre era un empleado de Televisión Española. Presentaba, editaba, escribía… Era el hombre orquesta. Pero tenía un sueldo. Si hubiese tenido su propia productora… A ver, vivíamos en Puerta de Hierro. Tenía un buen sueldo. Escribió una enciclopedia para Planeta que se vendió muchísimo. Y mi madre había negociado derechos de autor para lo que se exportaba. Pero, vamos…
Las flores, ¿son adornos o valores?
Son seres vivos. Me acerqué a ellas por estética: la flor comercial no da lo que ofrece la orgánica, su bellísima imperfección. La perfección es muerte. Cultivando he aprendido paciencia y generosidad.
¿Ha plantado árboles?
Sí. El primero fue un tilo. Cuando están en floración en el Retiro, el olor es una maravilla: sutil y mucho menos invasivo que un jazmín. No sé por qué no se han hecho perfumes con ese olor. Me he hecho un bosquecito de tilos.
La niña coleccionista.
Tengo también un bosque de avellanos para separarme del vecino.
Vive entre su campo y Madrid por la cultura. ¿Tierra y cultura no es lo mismo?
No. La cultura la hace el hombre.
¿Los libros son tan refugio como la tierra?
Los dos se leen. Supe lo que me daba un libro con 13 años. En Escocia. Estando sola también descubrí la música clásica. Y la pintura. Venía de una familia científica y deportista: las mejores en natación, las mejores esquiando, las mejores bailando sevillanas, y de repente se me abrió otra puerta.
¿Le interesa la parte erótica de las flores que explotaron Mapplethorpe o Georgia O’Keeffe?
Las flores son órganos sexuales. Parecen diseñadas para la mirada del hombre. Pero lo que tienen que atraer es la mirada de un insecto que solo ve un milímetro cuadrado. Es fascinante. Me pregunto: ¿a quién quieren atraer las plantas, a los insectos o a los humanos?
¿Va a intentar resolverlo?
Cuando tenga una relación con una flor lo cuento [risas]. Creo que el hombre se enamora de la flor y la cultiva. Es una manera muy inteligente que tienen ellas de mantener la especie: seduciendo.
Considera la enfermedad una escuela de vida.
Cada uno aguanta hasta donde puede aguantar. Por eso a las brutas nos da más duro la vida. Hasta que te enteras. Cuando tomas conciencia, ya no tienes que aguantar más. He aprendido que el sol solo entra por las fisuras. Si no hay, el sol no entra. Claro que las fisuras generan desgarro, pero son necesarias para que entre la luz. En el macropuzle que es la vida tiene que haber de todo. Y hay gente que pasa por el mundo sin sentir ni padecer. Son necesarios para que las cosas funcionen. Pero no tienen fisuras y tampoco les alcanza la luz. Los de las fisuras vivimos en los extremos: el desgarro y el deslumbramiento. Nos ha tocado vivir así.
Simona y Cósima, sus perras, tienen nombre de niña.
Simona era mi bisabuela. Para que veas lo que soy de esteta y de mental, siempre las nombro antes de tenerlas. Son personitas, sí. No he podido tener hijos. Cuando se pudo dar, con el cáncer de ovarios quedó descartado. Nunca lo he echado de menos. Ahora incluso me alegro de no haberlos tenido. Infinito. Ponlo. Traer niños al mundo en el que estamos pone los pelos de punta. Soy muy maternal. Muy de tribu. Y muy dadora. Con niños, no hubiera podido hacer este camino con la tierra. Y creo que este es mi camino.
¿Se ha hecho a sí misma?
Aunque vayas en contra de tu familia, eso ya es un vínculo. Soy la niña que fui. Siendo muy pequeña mi madre nos hizo una habitación de juegos. Y yo decidí que la tela rosa de la pared no me gustaba y la arranqué. Y tiré el tabique. Lo hice y me di de bruces con el vecino. Esa soy yo, a esa edad y ahora.
Una mujer emprendedora, capaz de vivir sola en el campo y tirar tabiques, ¿da más miedo que el lobo feroz?
¡Qué va! Soy una flor de pitiminí. Mi especialidad es coger almas perdidas y amarlas. Soy amor puro.