Jean-Michel Othoniel, el escultor que seduce al lujo: “Intentar ser artista no era sexy. Ahora hay mucha presión”
El artista francés es famoso por sus esculturas de gran tamaño. Ahora, por primera vez, se atreve a crear algo pequeño para el tocador: el frasco de un perfume para Dior
“Si hubo una época en que el arte debía ayudar a las personas a evadirse, esa época no es la nuestra”. Lo dice Jean-Michel Othoniel (Saint-Étienne, 59 años), que durante esta entrevista agradece varias veces “ser un viejo” y acumular suficientes experiencias analógicas para completar lo que en su opinión es hoy la misión del artista: traer a la gente de vuelta a su realidad, ayudarle a recuperar el disfrute de su mundo físico, el gusto por las cosas que ocupan un espacio, que no pueden medirse en ...
“Si hubo una época en que el arte debía ayudar a las personas a evadirse, esa época no es la nuestra”. Lo dice Jean-Michel Othoniel (Saint-Étienne, 59 años), que durante esta entrevista agradece varias veces “ser un viejo” y acumular suficientes experiencias analógicas para completar lo que en su opinión es hoy la misión del artista: traer a la gente de vuelta a su realidad, ayudarle a recuperar el disfrute de su mundo físico, el gusto por las cosas que ocupan un espacio, que no pueden medirse en gigas, ni almacenarse en esa entelequia que ahora llamamos la nube. Las cosas que pesan, huelen y se pueden tocar. También romper.
Nos encontramos en su taller de Bas-Montreuil, en la periferia de París. La altura de los techos y la generosidad de metros cuadrados —4.000— anuncian que aquí no se construyen cosas pequeñas. Othoniel, conocido por sus monumentales esculturas de burbujas de vidrio instaladas en los jardines de Versalles o el Museo del Louvre, necesita la luz y la dimensión de esta nave de 1912 para poner en contexto su obra. Sin embargo, estamos aquí por lo único pequeño que se construye en este espacio: el frasco de la última edición limitada de J’adore, la fragancia creada en 1999 por Calice Becker para Dior, cuya botella original diseñó Hervé van der Straeten.
Aunque desde 2021 Jean-Michel Othoniel es uno de “los inmortales” de la Académie des Beaux-Arts, aún conserva el aura de artista desamparado que no encajaba en ninguna corriente creativa, y sentía que París lo invitaba a marcharse. Así fue hasta que en 2000 ganó el concurso para intervenir la estación de metro Palais Royal, un templo del art noveau venerado por los parisienses, donde no se deja meter mano a cualquiera.
Nació en Saint-Étienne, en una familia de clase media, con madre profesora y padre ingeniero. “Era una ciudad triste y aburrida del centro de Francia donde había muchas huelgas”, resume. Dos cosas lo salvaron: sus amigos y las visitas de los miércoles a un excepcional Museo de Arte Moderno y Contemporáneo, el segundo mejor de Francia después del Pompidou, que por extrañas circunstancias estaba en Saint-Étienne. “Vi cuadros de Jim Dine y de Francis Picabia, esculturas de Tony Cragg, una exposición nocturna de Robert Morris. Intuitivamente entendía que el museo era un universo paralelo, una ventana para ser libre”. A los seis años ya sabía que sería artista, por eso defiende que a los niños hay que llevarlos cuanto antes a los museos. “Lo entienden todo, siempre encuentran el camino porque tienen la mente abierta y la imaginación despierta. La misión de los adultos es cuidar esa mirada fresca”, dice.
A los 18 años llegó a París para estudiar en la École Nationale Supérieure d’ Arts de Paris-Cergy. Eran los años ochenta y la escuela, un centro emergente de arte conceptual, un experimento que mezclaba las clases de pintura y escultura con las de escritura, inglés y literatura. Sus profesores eran los entonces jóvenes y también emergentes Christian Boltanski, Sophie Calle y Jean-Claude Silbermann, exsecretario de André Breton. El chico de Saint-Étienne descubrió a Louise Bourgeois en la Bienal de París, bailó en las fiestas locas del Palace y viajó a Nueva York. La escuela le cambió la vida, y también todo lo que pasaba en aquel París ochentero donde el Elíseo estaba ocupado por François Mitterrand. En 1981 se abolió la pena de muerte y en 1982 se despenalizó la homosexualidad.
A pesar de la libertad, o quizás por ella, el joven Othoniel empezó a ser el raro, el solitario, el que en tiempos cerebrales que buscaban el concepto pretendía hacer arte poético e intimista. Sufrió lo suyo, pero ahora aconseja a los artistas jóvenes pasar entre cinco y diez años en el ostracismo. “Hacer resistencia y no dejarse llevar es la única manera de descubrir quién eres. Siempre doy el mismo consejo: cultiva la diferencia. Será duro. No serás parte de ningún grupo. Costará un poco más conseguir becas y préstamos, pero a la larga la singularidad te llevará más lejos”.
Es hijo del ascensor social que iba como un tiro en la Francia de los años ochenta, ¿cree que es más difícil ahora para los jóvenes?
Creo que sí porque están muy expuestos. El mercado ha enloquecido y busca artistas cada vez más jóvenes con una obra consolidada. Eso es una contradicción. Hay una obsesión con la juventud que le roba a una generación el tiempo de experimentar, de cometer errores, de poner su trabajo en perspectiva. El proceso de aprendizaje no es cool. En mi época uno empezaba a ser artista a los 45 o 50 años. Intentar ser artista no era sexy. Ahora hay mucha presión y eso puede ser peligroso para los que no sepan lidiar con las galerías. Hoy me siento afortunado de ser viejo.
¿Hay algo que sea hoy mejor para los jóvenes artistas?
La tecnología es una bendición. En los años ochenta, si tenías un fax eras Dios. Ahora se trabaja verdaderamente en la Red. Puedes enseñar tu trabajo, sabes lo que se está haciendo al otro lado del mundo. En mi época era caro y frustrante mostrar tu obra, tenías que hacer diapositivas y peregrinar por las galerías donde te pedían que volvieras en dos o tres semanas. Ahora todo va más rápido. Eso es fantástico.
¿Teme el impacto de la inteligencia artificial en el arte?
Yo no, pero muchos colegas sí. En mi caso creo que será una gran experiencia porque ya conozco los grandes museos, he viajado mucho. Si has conocido el mundo real, la inteligencia artificial no será más que otra herramienta estupenda, pero si solo has vivido en un mundo de pantallas quizás tengas que empezar a asustarte. Nuestra misión como artistas es mantener la conexión con la realidad para no ser dominados por la tecnología.
¿Cómo mantenernos con los pies en la tierra si todo conspira para que nos distraigamos en universos paralelos?
Hay que traer a la gente de vuelta a la realidad, usar la tecnología digital para anclarnos aquí y ahora, y no perdernos en mundos virtuales que suelen ser creaciones interesadas. Las intervenciones que hago en jardines [este otoño, su instalación The Flowers of Hypnosis puede verse en el Jardín Botánico de Brooklyn, en Nueva York] aspiran a devolver a la gente a la naturaleza, a recuperar sus olores, a afinar el tacto y el olfato.
Su intervención en la botella de J’adore, de Dior, ¿también aspira a esa misión?
Los aromas son muy analógicos, no se experimentan frente a una pantalla. Y mi trabajo consigue que haya que tocar el frasco con las manos, oscila de un lado a otro, no se sostiene por sí solo. Es una experiencia física.
¿Qué es lo más le gusta de esta segunda vez que le dejan experimentar con un frasco de J’adore?
Que es una edición menos limitada. La primera colaboración fue muy pequeña. Para un artista como yo, acostumbrado a ocupar espacios públicos con piezas monumentales, es un desafío que mis cuentas de cristal dorado conquisten parcelas íntimas de la vida privada como los cuartos de baño o los tocadores. Es como mandar un mensaje en una botella. Viviré esperando que alguien lo conteste.
¿Cuál ha sido su gran suerte como ser humano?
Que me haya tocado vivir entre dos siglos. Tengo lo bueno del XX, y suficiente energía para disfrutar lo que traiga el XXI. Tengo suerte de haber nacido en los años sesenta y no en los ochenta, porque ahora sería demasiado joven. Sesenta años me parece la edad perfecta. Insisto, me siento afortunado de ser viejo.
¿Un objeto de lujo siempre es arte?
El arte aspira a perdurar; el lujo puede conformarse con ser efímero.