¿Podéis vernos? ¿Podéis oírnos?: el grito de los sordociegos
Las personas sordociegas reclaman atención. Gritan que existen. Socialmente invisibilizadas desde siempre, son un subgrupo marginado dentro de la dimensión de por sí excluida de la discapacidad. Hoy luchan por sus derechos y nos invitan a un reto colectivo: romper las barreras de la incomunicación.
Las personas sordociegas se caracterizan por tener a la vez sustanciales limitaciones de vista y oído. La otra característica que las define, y que solo cabe conocer escuchándolas, es la invisibilidad. Esta no es una cualidad física imaginaria, sino el profundo dolor que les inflige, al ignorarlas, el común de las personas videntes, en buena medida incapaces de prestar atención a realidades diferentes, no digamos de darles cuidado. Es decir, el problema añadido de los sordociegos es que todos somos sordos y ciegos. “Creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”, escribió...
Las personas sordociegas se caracterizan por tener a la vez sustanciales limitaciones de vista y oído. La otra característica que las define, y que solo cabe conocer escuchándolas, es la invisibilidad. Esta no es una cualidad física imaginaria, sino el profundo dolor que les inflige, al ignorarlas, el común de las personas videntes, en buena medida incapaces de prestar atención a realidades diferentes, no digamos de darles cuidado. Es decir, el problema añadido de los sordociegos es que todos somos sordos y ciegos. “Creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”, escribió en Ensayo sobre la ceguera José Saramago. Valdría también sordos que oyen, sordos que, oyendo, no oyen.
Los sordociegos quieren ser vistos y oídos. Reclaman una cosa por encima de todas: comunicación. Aquello que dijo Aristóteles que definía la naturaleza humana y sin lo que no se puede sobrevivir. Las personas sordociegas enseñan que se puede vivir viendo y oyendo poco, incluso sin ver ni oír, pero no sin contacto. Enseñan lo esencial y lo reivindican como un derecho. Son un espejo retador de un problema antropológico de nuestro tiempo: la desconexión, el aislamiento personal.
De entrada, saltemos un prejuicio base. Imaginamos la sordoceguera como un enclaustramiento total. Es erróneo. Raquel Jiménez, de 43 años, sordociega: “Una persona sordociega no es una persona incomunicada. Lo único que hace falta es saber cómo se comunica”. Con apoyo de la guía-intérprete Cristina Fernández, habla en Madrid en la sede central de la ONCE, que cede una oficina a la Asociación de Sordociegos de España (Asocide). Jiménez acude a la entrevista con su pareja, Javier Barrero, de 39 años, también sordociego. Se conocieron hace dos décadas en una actividad de grupo. Con el tiempo se hicieron de la misma pandilla, pasando los años empezaron a sentirse atraídos. Para dar el paso de decirlo, él se sentía “inseguro”, y ella, preocupada por la dificultad que podría llegar a tener la relación: Raquel apenas oye y con un ojo ve solo parcialmente; él tampoco oye y su ceguera es severa y progresiva. Superaron el miedo y la prevención. Llevan 11 años juntos. Parecen bastante enamorados. “Javi me cuida mucho, es cariñoso y siempre me entiende”, dice Raquel. Cuando ven películas en el sofá, ella se las va signando en la palma de la mano.
La lengua de signos —en España son oficiales la española y la catalana— es uno de los sistemas de comunicación de los sordociegos. Pueden emplearla a distancia, cuando, como Raquel, el receptor posee un resto visual funcional, o de manera apoyada o táctil cuando no es así, caso de Javier. Otros recursos son el susurro al oído cuando la persona tiene resto auditivo o los dos sistemas que usan aquellos que, no habiendo nacido sordos y siendo su lengua materna la oral, no se desenvuelven en lengua de signos: estos sistemas son el alfabeto dactilológico, que adapta el abecedario a la palma de la mano, y el sistema Dactyls, una reciente combinación del dactilológico con la lengua de signos que aporta fluidez.
Este es un mundo complejo porque el de los sordociegos es un colectivo muy específico y a la vez realmente heterogéneo en capacidades, limitaciones, necesidades. Insisten: cada uno es una historia aparte.
Pongamos por caso: sordociegos son José León Ramírez y María García-Lomas, pero lo son de una forma que no tiene comparación. José es un niño de 13 años sordociego de nacimiento por una malformación craneofacial. Nunca ha oído. Su ceguera es completa desde los seis años. Del mundo que lo rodea solo reconoce a su madre. “Me debe de oler. Cuando lo voy a recoger al cole, le doy un beso y se pone contento”, explica Dori Ramírez en su apartamento de Leganés, donde vive con José y dos hijas más pequeñas. La madre habla en la mesa de la sala. José está en el sofá tumbado boca arriba. A veces hace sonidos guturales. Se da toques en la cabeza. Esto se llama estereotipia. Son movimientos repetitivos que, se supone, realiza como una forma de autoestimulación. Sus progresos son mínimos, toman años. Hace meses, por primera vez desde que nació, su madre logró que la abrazase. El de José es un ejemplo extremo de sordoceguera congénita, una de las dos grandes categorías clínicas en que se subdivide la sordoceguera. La otra es la adquirida, posterior al nacimiento, y cuyo desarrollo afecta a una persona que ya tiene conocimiento del mundo. Es el caso de María García-Lomas, de 30 años. Nació sorda, pero hasta los 18 años no empezó a perder vista. Fue perdiendo más y a los 24 le diagnosticaron síndrome de Usher, causa principal de sordoceguera adquirida y materia de una investigación en curso con terapia génica intraocular en la Fundación Jiménez Díaz. Actualmente María tiene un campo de visión reducido, pero conserva agudeza visual. Se comunica mediante lectura labial y expresión oral —o en lengua de signos con personas sordas—. Trabaja de técnica de traducción en la Confederación Estatal de Personas Sordas, es graduada en Conservación y Restauración del Patrimonio Cultural y cuenta con tres másteres en la materia, aunque su enfermedad la haya apartado de su vocación; le gusta leer, la naturaleza, estar con amigos y tiene un perro llamado Sora que le ayudó a salir de la depresión que le provocó el diagnóstico. Forma parte de Asocide. José y su madre están en la Asociación Española de Familias de Personas con Sordoceguera (Apascide), que se ocupa de problemáticas muy severas, en muchos casos con discapacidades añadidas a la sordoceguera.
Las organizaciones de María y de José atienden distintas necesidades y atestiguan también distintas formas de discriminación que suceden, a menudo, en el ámbito médico. En su piso de Madrid, Jacqueline Torres recuerda lo que le dijo el doctor cuando dio a luz a su hija Silvia Fuertes: “Va a ser un vegetal”. Junto a ella está Silvia, de 30 años, miembro de Apascide. Nació con una malformación congénita, sorda y con dificultades visuales. Con rehabilitación desde el primer año hasta entrada la adolescencia, su nervio óptico fue madurando y logró ganar cierta visión periférica, no central. También ha logrado un manejo básico de la lengua de signos. “De vegetal, nada’, dijimos”, recuerda su madre.
Otro ejemplo sanitario lo ofrece Begoña Bascués, guía-intérprete de Asocide. En una consulta, el médico hablaba y ella traducía en lengua de signos a distancia a la persona a la que acompañaba. El doctor se impacientó, le cogió las manos a la guía-intérprete y se las bajó, pidiéndole que le dejase seguir hablando para acabar y que se lo contase a su paciente luego, cuando saliesen. La guía-intérprete levantó las manos y continuó haciendo su trabajo, pues, dice, cualquier paciente tiene derecho a comunicarse con su médico y plantearle dudas, independientemente del sistema de comunicación que tenga que usar el paciente y de la paciencia del facultativo.
A Sara Crespo, de 45 años, le diagnosticaron síndrome de Usher cuando tenía 26 y era ya sorda. El médico le dijo: “Te vas a quedar ciega”. No apareció ningún psicólogo ni le dieron cita para ello. Se fue a su piso compartido en Madrid, se metió en su cuarto y se pasó dos días llorando.
La discriminación también se da en el ámbito laboral, espacio sagrado de la funcionalidad y la productividad normativas. Javier Barrero, la pareja de Raquel, hizo cursos de informática, intentó encontrar un empleo adaptado y nunca lo consiguió. “Me hubiera encantado trabajar, pero siempre encontraba barreras. Mandaba mi currículo y no respondían o respondían que no. Alguna vez tuve una entrevista. Me preguntaron si lo mío no sería mucho problema y yo les explicaba qué cosas podría hacer. ‘Bueno, ya te llamaremos’. No me llamaron nunca. Al final, no tuve otra que gestionar mi pensión”. Así como Raquel transmite sosiego, Javier es muy enérgico. Da la sensación de que, con las condiciones adecuadas, sería un trabajador concienzudo.
Sigamos con la universidad. Una Facultad de Medicina debiera ser un lugar sensible con la diversidad. María García-Lomas la dejó en un año. “Algunos profesores me dijeron que una persona sorda no podía ser médica y había compañeros tan competitivos que no me pasaban apuntes”, dice en la oficina de Asocide. Dada su alta capacidad para la lectura labial, no le pusieron el intérprete que solicitó. Las dificultades que esto le generó las detalla tiempo después de la primera entrevista, escribiendo por WhatsApp: “Las clases eran muy grandes y el profesor se movía. Aparte, atender seis horas leyendo los labios es un martirio; si con 10 minutos ya te mueres, imagínate. Y no todos vocalizaban como necesitaba, y no podía leer los labios a una larga distancia ni de espaldas cuando escribían en la pizarra, o si se ponían de lado, o si se tapaban la boca. Además, en medicina se utilizan términos muy técnicos. Luego en las prácticas había que usar mascarillas por el formol, y en ese caso, como es obvio, no podía leer los labios”.
—Muchas complicaciones.
—Las encontramos a diario en todas partes.
—¿Son discriminación?
—Claro. A los demás no les costaría ningún trabajo adaptarse, tienen capacidades y privilegios que nosotros no tenemos. Nosotros, que no tenemos capacidades auditivas y/o visuales, nos esforzamos en adaptarnos. Llevamos toda la vida sobreviviendo. Al final te cuestionas el concepto de discapacidad…
Volveremos a sus puntos suspensivos.
Continuamos con formas de discriminación menos estructurales. Las cotidianas, que pueden parecer leves, pero que no lo son tanto para quien las padece.
Discriminación puede ser tener que costearte 43 euros de tu exigua pensión para ir en taxi hasta la sede de Asocide desde tu residencia para mayores porque necesitas —no por antojo; solo había que fijarse en lo frustrado y demandante que estaba aquella tarde aquel hombre— poder conversar en lengua de signos; en especial con la compañera, también sordociega, con la que mantienes un noviazgo de madurez.
Discriminación puede ser que te echen de tus clases de baile de salón, como le pasó a Gema Iniesta y a su marido, Ramiro, no sordociego. Cuando se intercambiaban con otra pareja, se miraban bailar y les daba la risa. “Nos invitaron a irnos”, cuenta él en su casa de Barajas, “y la verdad es que a Gema le venía muy bien”.
Las miradas son discriminación. Porque a veces el problema no es la invisibilidad, sino la manera en que te ven. Es un día cualquiera y Dori Ramírez va con José al Mercadona. Al llegar a la caja, él se tira al suelo y se pone a darse golpes en la cabeza y a morderse. La gente se aparta, los mira. Dori consigue controlar a su hijo, paga y sale del supermercado con una bolsa en una mano, agarrando a José con la otra y llorando.
“Entiendo que la discapacidad da miedo, mucho respeto, porque no sabemos qué hacer, pero también hay veces que dices: ‘Joder, si veis que hay alguien que está desbordado, ¿qué tal echarle una mano?”, dice. Otro día, una amiga la acompañó a la compra con José y le dijo: “Pero ¿esto siempre es así?”. Se refería a las miradas, a los ojos que se dirigen a José de lado y de inmediato se apartan de él. De él y de su madre.
Con todo, Jacqueline Torres, la madre de Silvia Fuertes, que tiene una experiencia parecida, cree que la sensibilidad social crece paulatinamente. Su hija nació con hidrocefalia. Cuenta que un día estaba con ella en la carnicería y una mujer no dejaba de mirarlas. Le preguntó: “Señora, ¿le pasa algo?”. La señora suspiró: “Pobrecita”. Jacqueline: “Pobrecita ¿de qué?”. “Es que da tanta pena”.
“Pues no”, le dije, “a su padre y a su madre no les da ninguna pena. Es una niña como otra cualquiera y es feliz”. Su hija pequeña, Andrea, una veinteañera que hace natación sincronizada de élite y que mira a su hermana mayor con una luz especial en los ojos, cuenta que ya es más habitual que los padres y las madres de otros niños los animen a interactuar con ella. “Antes los niños se escondían detrás de sus padres y ellos decían: ‘No mires, date la vuelta”, recuerda su madre. Por entonces, si algún crío se pasaba de mirón, Andrea daba un paso al frente y se le ponía un pelín belicosa.
E igual que la mirada social se va cultivando, aun a paso lento, comienzan las instituciones a prestar atención al colectivo de las personas sordociegas, partiendo de la general adecuación legislativa al nuevo paradigma de la discapacidad. A finales de enero, el PSOE y el PP llegaron a un principio de acuerdo para eliminar del artículo 49 de la Constitución española el concepto “disminuidos”. Patricia Cuenca, asesora del Consejo Nacional de Discapacidad, explica: “Es importante. Aunque pueda parecer meramente terminológico, el lenguaje construye la realidad”. La palabra disminuido respondía al paradigma médico-asistencialista. En el modelo incipiente, jurídico-social y de potente trasfondo epistemológico, se pasa de la visión del discapacitado como objeto (de ayuda) a sujeto (de derechos).
Los marcos normativos se están ajustando a la histórica Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006), si bien en la práctica las cosas siguen siendo muy crudas.
Dori Ramírez, que se colegió como abogada, pero nunca ejerció porque lleva dedicada a su hijo desde que lo tuvo, expone su presente y su horizonte, que no están en las declaraciones universales de Naciones Unidas ni en el Congreso de los Diputados, sino en su apartamento de la periferia de Madrid: “Mi hijo y yo no estamos en la agenda de nadie. A mí me faltan manos. Necesitaría a una persona que me ayudase para no ser una madre neurótica, sin paciencia y permanentemente agotada”. Durante la semana, José va a un centro escolar de la ONCE especializado en personas con sordoceguera, el único de España, en la capital. El resto del tiempo, exceptuando algunas horas de apoyo de Apascide en verano, se ocupa sola de él y de sus dos hijas. El centro de la ONCE es exclusivo para menores de edad, así que cuando José cumpla los 18, su madre tendrá las opciones de llevarlo a Sevilla, a la residencia privada de Apascide para sordociegos, también la única que hay en España y con lista de espera, o intentar acceder a una residencia no especializada en sordoceguera; o tal vez recurrir a un centro de día, en el supuesto de que José fuese aceptado, dado su severo nivel de dependencia. Desde la perspectiva asistencialista tradicional, la situación de José León Ramírez y de su madre será mejor o peor en función meramente de los recursos disponibles. Desde la perspectiva que se va asentando a nivel teórico y legislativo, no cabe anteponer lo económico y es ineludible ofrecerles posibilidades adecuadas, según explica Jorge Cardona, también miembro del Consejo Nacional de la Discapacidad. “La cuestión no es si hay o no hay recursos. La cuestión es que tienen que ponerse los recursos para que puedan ejercerse los derechos en condiciones de igualdad. Es un tema de prioridades”, dice, y añade: “Además, una sociedad inclusiva necesita menos recursos que una que excluye, aunque llegar a este modelo requiere un cambio estructural”.
Asocide y Apascide denuncian que, pese a los progresos legislativos, la financiación para su colectivo, una minoría dentro de la comunidad ya de por sí excluida de las personas con discapacidad, no hace más que reducirse. “Somos los últimos de los últimos”, resume Dolores Romero, presidenta de Apascide, con 210 familias asociadas en toda España. “En 2023 vamos a contar escasamente con unos 380.000 euros entre ayudas públicas y privadas. Para poder cubrir un apoyo razonable a las familias necesitaríamos unos 300.000 más”. Asocide, que da servicio de guías-intérpretes, actualmente no recibe dinero público. Este año tiene un presupuesto de 127.000 euros y según sus cálculos el apropiado sería de 226.000. En la Comunidad de Madrid solo disponen de tres guías-intérpretes para apoyar sobre el terreno a 122 personas sordociegas. Apenas dan abasto para lo primordial, como visitas al médico o trámites administrativos. Estiran recursos para hacer actividades de ocio. Una vez al año, por ejemplo, van a la bolera. Hace unas semanas celebraron los carnavales. En San Isidro de 2022, en una mañana de sol, visitaban la pradera con alumnas voluntarias del centro de educación integral Ponce de León. Sonaba reguetón y olía a churrasco. “Me gusta más el olor a jazmín”, dijo una mujer sordociega. Con la vista y el oído limitados, el olfato se agudiza y se vuelve más selecto.
Las dos asociaciones, por tanto, trabajan con la mitad del mínimo que desearían.
El futuro podría depararle, quizá, un panorama de más solidaridad y menos abandono al colectivo sordociego. Este año, el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 publicará el primer estudio oficial sobre su situación en España, con un censo de población y un programa de políticas públicas específicas. El Estado responde así a un mandato concreto, relativo a los sordociegos, recogido en la Ley 27/2007 que estableció la oficialidad de las lenguas de signos, hace ya 16 años. Según el informe, en España hay 229.948 personas sordociegas sin uso de ayudas técnicas (gafas, audífonos, implantes cocleares, principalmente). La presidenta de Apascide, con acceso a este censo, considera que, cualitativamente, lo adecuado es contar como población sordociega a quienes no dejan de serlo aun con uso de ayudas técnicas: 34.137.
La mayoría no estaría recibiendo atención especializada o incluso, como indican en las asociaciones, por desconocimiento o por miedo al rechazo ni siquiera se estaría reconociendo como sordociega.
A Sara Crespo le llevó años aceptarlo. “Psicológicamente es durísimo. Pero, una vez que lo aceptas y buscas recursos, puedes empoderarte”, dice esta mujer, licenciada en Magisterio, a la que sus topes sensoriales no le han impedido trabajar cuatro años en la India, participando, entre otras cosas, en la creación del diccionario unificado de lengua de signos en telugu. Ahora busca patrocinio para su proyecto Sordociega en Ruta. Recorrerá España sensibilizando sobre el tema y compartiendo su experiencia con otros sordociegos. Con sus ahorros ha comprado una caravana y su idea es pagarles a amigos por hacerle de chófer. Otra muestra de riqueza vital es Javier García Pajares, que a sus 31 años ha sido el primer erasmus sordociego; ha coronado el monte Elbrús, la cima más alta de Europa (en Rusia), y acaba de ser padre.
Javier y Sara son ejemplos epatantes, pero el colectivo de las personas sordociegas, desde las más hasta las menos discapacitadas, Raquel y Javier, Gema, Silvia y José, es sobre todo un libro abierto de capacidades y, a la vez, una pregunta radical sobre qué es ser capaz. Cuánta capacidad hay en contarle una película a tu pareja en la palma de la mano. Cuánta en reunir a 150 amigos para tu 30º cumpleaños, como lograron Silvia, Andrea y Jacqueline. Cuánta en abrazar a tu madre por primera vez 13 años después de nacer.
“Al final te cuestionas el concepto de discapacidad…”, escribía María García-Lomas por WhatsApp. Al pedirle que vaya más allá de los puntos suspensivos, responde que es un asunto tan profundo que para debatirlo harían falta “un café y cuatro horas de conversación”. “Además, así animamos a los lectores a reflexionar un poco”. Serán capaces.