El Mudo, el bar abierto por una pareja de sordos y que es una institución
Para Pepe Martínez el bar es su casa más que la vivienda que construyó sobre el local. Está allí cada día y por la noche baja a ver la tele
“Ya verás, te va a encantar. A mí, lo que más me sorprendió es la cantidad de amor que se respira en ese sitio”. Sentado en una taberna de la zona de Delicias, en Madrid, Kiko Veneno habla del Bar El Mudo, de Pepe Martínez y Esperanza Fernández, la pareja de sordos que fundó este local hace ya más de cinco décadas en Mairena del Aljarafe, localidad cerca de Sevilla. El músico es uno de los participantes en el microdocumental que ha producido la cerveza Cruzcampo sobre la historia de este establecimiento que es...
“Ya verás, te va a encantar. A mí, lo que más me sorprendió es la cantidad de amor que se respira en ese sitio”. Sentado en una taberna de la zona de Delicias, en Madrid, Kiko Veneno habla del Bar El Mudo, de Pepe Martínez y Esperanza Fernández, la pareja de sordos que fundó este local hace ya más de cinco décadas en Mairena del Aljarafe, localidad cerca de Sevilla. El músico es uno de los participantes en el microdocumental que ha producido la cerveza Cruzcampo sobre la historia de este establecimiento que es tal institución en el pueblo que incluso cuenta con una rotonda con su nombre. En la España de las últimas tres décadas no hay mejor certificación de relevancia que una rotonda. “Yo había oído hablar del sitio, pero no había ido nunca”, continúa el artista de 70 años. “Y mira, ha sido una experiencia magnífica. La comprobación de que no hay ninguna limitación física ni mental que te impida ser una buena persona que regala amor”.
Venimos de parte de Kiko Veneno, informamos en la puerta del Bar El Mudo unos días más tarde. Merchi (51 años), la mayor de los tres hijos, quienes se han hecho con las riendas del local desde la jubilación de sus padres, sonríe y nos invita a pasar. Hoy abren un poco más tarde porque Esperanza, que padece alzhéimer, no decidía qué ropa ponerse para las visitas (nosotros). Dentro, alrededor de una mesa de madera, se encuentran Pepe Martínez (79 años), la intérprete de la lengua de signos y un puñado de amigos y miembros de la comunidad sorda de Mairena. El local parece que no lo han tocado en décadas, salvo por las imágenes de la campaña y el documental que decoran algunos rincones de la diáfana sala. “Es una estrella”, señala Merchi a su padre, quien se encoge de hombros. “Está nervioso. Ya le he dicho que hable como si hablara con sus amigos y tú ya te apañas, que esté relajado”. Pepe parece todo menos relajado.
Van llegando los primeros clientes y empiezan a salir de cocina los platos de langostinos de Huelva que tan célebre han hecho al local, hasta el punto de que para diferenciar esta Mairena de la cercana Mairena del Alcor se la conoce popularmente como Mairena del Mudo. Pepe, con una pequeña ayuda de sus amigos, empieza el relato de cómo hace más de 50 años, junto a su esposa, decidió abrir un bar. Él era costurero, ganaba muy poco dinero, incluso emigró hasta Barcelona para tratar de salir adelante. Pero en aquellos tiempos y con sus limitaciones, la aventura resultó excesivamente complicada. Volvió al pueblo y un día convenció a Esperanza de que debían montar un bar. Ella no lo veía nada claro. Dos sordos al frente de un negocio de estas características no parecía la mejor de las ideas. Pero Pepe insistió, y en un espacio de la que era la casa de sus padres arrancaron esta aventura. Las mesas eran de chapa y las comandas se hacían señalando una pizarra donde estaban detalladas las cinco tapas que ofrecían: gambas, langostinos, carne en salsa, aceitunas y chuleta. Sobre la barra, Pepe iba apuntando con tiza lo que se iba consumiendo. Como no le llegaba para servilletas de papel, sacó rollos de papel higiénico y los colocó sobre las mesas.
Con el paso del tiempo, esos rollos se convirtieron en una de las insignias del bar. Hasta hoy. “Era el papel del elefante”, recuerda Meli (46 años), la hija menor. “Cuando supo que la compañía iba a dejar de fabricarlo, nos mandó a comprar todo el que encontráramos”. Tanto el papel como los otros productos de intendencia, Pepe los adquiría en Sevilla. Cogía un bus por la mañana hasta el mercado de abastos de Triana. Allí hacía sus compras, dejando los bultos en el local de un conocido. Luego, por la tarde de aquellos martes, los recogía y volvía en bus a casa; no se sacó el carnet de conducir hasta 1978. Las gambas y los langostinos los traía de Huelva. “Y la gente le preguntaba todo el rato qué les hacía para que estuvieran tan ricos. Él respondía que era un secreto”, interviene Meli.
Alejandro Morillo era el delegado de Cruzcampo en el pueblo. Fue él quien le ayudó a mejorar el mobiliario del local y le facilitó tiradores de cerveza. Se convirtió en un personaje clave cuando Pepe y Esperanza decidieron mudar el bar a un espacio más grande. Para hacer las obras y levantar un piso sobre el local donde vivir, fueron guardando todo el dinero de las propinas. Hoy no solo tiene esa casa sobre el bar, sino que, cruzando la acera, cuentan con una terraza con una veintena de mesas. “Tiene la casa arriba, pero él insiste en bajar al bar a ver la tele”, apunta Merchi, quien hoy se encarga de la cocina, que se halla en fase de expansión, ampliando a la carta nuevos platos calientes que aseguren un flujo diario de comensales, más allá de ese gran plan de fin de semana que ha sido durante décadas en la zona acercarse al Bar El Mudo a comerse unas gambas. “Dice que la tele de arriba es muy pequeña, que no se ve bien. Y baja incluso por la noche a verla aquí”. El bar es su casa más que la vivienda que construyó sobre el local. Está aquí cada día. “Y nos riñe si alguien espera dos minutos de más”, comenta Pepe (49 años), el mediano de los hijos.
El bar ya se halla en pleno ajetreo. A los clientes del pueblo —hasta tres generaciones distintas han sido fieles a este establecimiento— se unen hoy curiosos y turistas. En la fachada, una pareja llegada de Sevilla nos pide que les saquemos una foto con el letrero del bar de fondo. “Estamos un poco abrumados. Sabíamos que nos querían, pero no tanto”, informa Meli, quien se ha convertido en la jefa de prensa de la familia, que acudió al completo el pasado 15 de noviembre al estreno del microdocumental dirigido por Cani Galán en el teatro Phaté de Sevilla. No cada día uno es protagonista de la secuela de una de las campañas —la de Lola Flores, el deep fake y el acento— más mediáticas y premiadas de los últimos tiempos.
“Ha sido una vida distinta, especial”, comenta Merchi en la cocina, mientras prepara unos bocadillos de carne mechada para llevar. “Con ocho años ya me tocó, y luego a mis hermanos, hacerles de intérprete”. Merchi, y luego Pepe y Meli, acompañaba a sus padres a hacer gestiones. Niños que dejaban de jugar para ayudar a sus progenitores a ir al gestor, o al banco. Y niños que luego crecieron, y paraban de hacer los deberes para recoger mesas. Y después ya tirar cañas. Y hoy, con Pepe y Esperanza jubilados, llevan un negocio exitoso que no ha perdido un ápice de autenticidad. Todo lo que sus padres idearon para poder comunicarse sigue ahí. Y el papel higiénico no es del elefante, pero no falta nunca. Cada noche, cuando cierra el bar, cenan aquí los tres juntos y hacen balance del día. Luego, baja su padre y enciende la tele. “Ya verás, cuando te cuenten la historia, te vas a emocionar”, advirtió Kiko Veneno. Y como casi siempre, no se equivocó.