Joyas y hip hop: romper las cadenas para coronarse
El género musical negro que ha impuesto su hegemonía en las últimas cuatro décadas es también un escaparate de exceso joyero. Pero detrás de tanto oro y diamantes, hay además una lucha por la identidad y el poder. Un libro traza ahora su historia.
Como los diamantes, el hip hop también es fruto de cierta presión. Política, social, cultural, incluso religiosa. Su narrativa no escapa a ninguno de tales factores, ni siquiera la visual. De hecho, es su imagen la que transmite significado y poder, valor y trascendencia, identidad y riqueza, tanto —a veces incluso más— que la poesía urbana que gasta. Cuando a principios de los ochenta las insignias metálicas desaparecían a cientos de los capós de los Mercedes, era por algo más que vandálico quinquerío. Había mucho de aspiracional en lucir aquel símbolo automovilístico tintineando sobre el pec...
Como los diamantes, el hip hop también es fruto de cierta presión. Política, social, cultural, incluso religiosa. Su narrativa no escapa a ninguno de tales factores, ni siquiera la visual. De hecho, es su imagen la que transmite significado y poder, valor y trascendencia, identidad y riqueza, tanto —a veces incluso más— que la poesía urbana que gasta. Cuando a principios de los ochenta las insignias metálicas desaparecían a cientos de los capós de los Mercedes, era por algo más que vandálico quinquerío. Había mucho de aspiracional en lucir aquel símbolo automovilístico tintineando sobre el pecho. Si la calle es tu pasarela, no te queda otra: la necesidad psicológica de mostrarse y demostrar resulta imperiosa. Como cultura/sociedad en la que nadie te da nada y todo hay que ganárselo, el hip hop ha tenido que establecer sus propios códigos iconográficos, no solo como forma de (auto)expresión, sino además como evidencia de una historia común que va de los antiguos reinos africanos a las calles de Brooklyn y Harlem. Por eso las joyas supusieron desde el principio uno de los mejores, más veloces y efectivos vehículos de transmisión del mensaje. Ice Cold. A Hip-Hop Jewelry History (editado por Taschen en lujoso formato coffee table) es el libro que ahora cuenta este relato, en el que subyace mucho más de lo que brilla.
“Pensar en esos pedruscos brillantes y metales refulgentes como mera ornamentación es un ejercicio reduccionista, porque se simplifica su simbolismo y poder. El amor del hip hop por la joyería se cimenta sobre una historia de pistas visuales que refieren estatus”, señala Vikki Tobak, autora del monumental volumen. La periodista de origen kazajo se crio en las calles del Detroit de finales de la década de los setenta, justo cuando la lírica rap comenzó a tomar el relevo del soul y el funk como expresión musical afroamericana, caldo de cultivo perfecto para despertar su interés por un fenómeno que viviría de primera mano en cuanto se mudó a Nueva York con 19 años y consiguió un puesto de relaciones públicas en Payday Records, el sello discográfico que editaba a Gang Starr, Mos Def y Jeru The Damaja. “Por la noche era portera en un club llamado Nell’s, muy frecuentado por raperos, así que entre ambos trabajos quedé atrapada por la música. Como directora de marketing me ocupaba además de las relaciones con la prensa, y así descubrí cómo forjaban sus identidades los artistas de hip hop y el papel primordial del estilo en la construcción de sus imágenes”, cuenta.
Aprovechando tamaño bagaje, en 2018 publicó Contact High: A Visual History of Hip-Hop, repaso a los 40 años del género a través de más de un centenar de descartes de algunas de las sesiones fotográficas más emblemáticas de sus primeros espadas, del que este Ice Cold puede considerarse continuación natural. Normal que muchas de aquellas instantáneas (firmadas por Barron Claiborne, Danny Hastings, Matt Gunther, Phil Knott o la sensacional Janette Beckman) se repitan aquí.
Dice Tobak que, desde su origen, el hip hop ha demostrado al mundo que la joyería es otra forma de documentar su tiempo, testimonio de individualidad pero también de orden social. “Una vez fueron los faraones, los reyes, los dioses inmortales los que se cubrían de oro. Hoy, los nuevos dioses centellean en la esquina del bulevar Adam Clayton Powell Jr. y la calle 125 Oeste”, afirma en su libro. No es fácil, para el caso, ponerle fecha al inicio de semejante fiebre del oro.
Hay quien cita a Slick Rick como referente primigenio, a tenor de lo que el propio rapero, uno de los productores y MC (maestros de ceremonias) más influyentes de los primeros días de las block parties neoyorquinas, expone en Ice Cold: “He contado historias a través de mis atuendos y adornos de la misma manera que a la vez las he contado con ritmos y rimas”. Y están quienes lo apuestan todo a Kurtis Blow, disc-jockey y MC acreedor del primer disco de oro del género, conseguido por The Breaks, incluido en su disco de debut de 1980 y en cuya portada ya aparecía cargado de cadenas doradas al cuello. El gesto/alarde fundacional que llevaría a las siguientes generaciones de raperos y emcees a empoderarse de joyerío para demostrar los hitos logrados en sus carreras. En 1987, cuando el tándem Eric B. & Rakim lanzó su primer álbum, Paid in Full, los quilates de sus medallones, eslabones y anillos amarillos los habría hundido hasta el fondo de haberse caído al río Hudson. Solo los cadenones estaban estimados en 100.000 dólares. Cada uno.
La necesidad de la comunidad afroamericana de crear su propia representación del éxito durante la década de los ochenta (la del hazte rico o muere en el intento, el sueño americano en versión neoliberalismo salvaje que, evidentemente, no fue inventado para todos) resuena en el corazón del bling hiphopero. Sin embargo, desde los años noventa, las cantidades colosales que desembolsan los raperos por sus piezas no son sino una demostración más de las dinámicas de poder establecidas en el hip hop toda vez convertido en industria multimillonaria de alcance global, en sistema corporativo. La aristocracia del mundillo —artistas, productores, capos discográficos y camellos por igual— hizo entonces de los diamantes su herramienta de comunicación por excelencia, a exhibir preferentemente como trofeos durante los conciertos, según recordaba Mr. Cee, el DJ que ponía las bases para Big Daddy Kane, en Bling Bling: Hip-Hop’s Crown Jewels, libro de la popular locutora radiofónica estadounidense Minya Oh editado en 2005: “Todo era competición. Si uno salía con una pieza nueva, los demás aparecían al poco con otras aún más ostentosas”.
Aquella rivalidad propició la aparición de un ecosistema orfebre (y un negocio boyante) con sello y nombres propios. Al legendario Tito Caicedo, artífice de la firma Manny’s New York, fallecido en 2016, se le debe la que pasa por ser la joya entre las joyas del hip hop: el colgante de oro y diamantes con la cara de Jesucristo, encargo del malogrado The Notorious B.I.G. por el que pagó 10.000 dólares (se hizo con unos cuantos, para regalar también a los miembros de su equipo). Jay-Z lo ha usado después como amuleto cada vez que graba un nuevo álbum. El controvertido artista antes conocido como Kanye West lo ha rediseñado a su antojo en dos ocasiones: la primera, en 2004, en colaboración con Jacob The Jeweler Arabo, propietario de Jacob & Co. en el Diamond District neoyorquino al que peregrinaba todo rapero de pro; y la segunda, en 2007, con el cotizado artista japonés Takashi Murakami. Los artesanos contemporáneos (véanse Ben Baller, Alex Moss o Eliantte) trabajan hoy diseños personalísimos en nuevos materiales como el titanio o la fibra de carbón y con técnicas que van de la impresión 3D y el esmaltado a los diamantes de producción sostenible. Cuando se trata de brillar, el hip hop siempre ha ido por delante.
Con la ascensión al cielo comercial del género, las joyas asociadas a él fueron evolucionando paralelamente a mayores, más tochas, más ostentosas. Las sencillas cadenas de oro de finales de los setenta dieron paso a ristras de eslabones voluminosos (la conocida como truck jewelry, joyería tipo camión, a la manera de la que popularizó la comunidad cubana de Miami). Los medallones alcanzaron el tamaño de ruedas y los anillos y sellos prolongaron su longitud para cubrir cuatro dedos. Las habituales fundas de oro dentales se transformaron en los llamados grills, coronas removibles o no de metales nobles, en ocasiones con incrustaciones de piedras preciosas, que ponen destellos de riqueza y estatus en las sonrisas (una práctica con más de dos milenios de historia, que ya lucían las mujeres etruscas y mayas), también en las blancas, de Madonna a Rosalía, pasando por Katy Perry (en posesión de una pieza bucal valorada en un millón de dólares). Y, a partir de la segunda mitad de los noventa, el delirio recamado de diamantes, en una escalada de diseños caprichosos y extravagantes que terminó por implantar la cegadora onomatopeya bling bling en el léxico estadounidense. Por supuesto, no ha sido solo cosa de hombres empeñados en demostrar quién la tenía —y la sigue teniendo— más larga, que las mujeres del hip hop han contribuido lo suyo, con pioneras como MC Lyte o las Salt-N-Pepa y estrellas del tirón actual de Cardi B o Megan Thee Stallion. Ellas, además, han sido quienes han llevado más a gala la conexión joyera con sus orígenes africanos ancestrales, con piezas que hablan directamente del tipo de ornamentación que lucían las mujeres nubias en el siglo IV antes de Cristo significando belleza, espiritualidad y sexualidad sin ambages.
“El hip hop nunca ha sido de pedir permiso para nada. Como expresión cultural, impone sus códigos visuales como muestra de identidad y declaración de poder, dominio y riqueza en un entorno que nunca ha escapado al racismo, en especial cuando hablamos del pop”, concluye Tobak. “Y la joyería, históricamente, siempre ha estado ligada a este tipo de manifestación. Incluso si la cadena de oro es poca cosa”.