Francisco Goldman: “Hay una nueva manera de leer con el afán de una policía moral”
Con ‘Monkey Boy’, el escritor estadounidense refrenda su maestría para la novela autobiográfica y explota la memoria como espacio literario: lugar de los hechos y también de la ficción. Fue golpeado en su hogar, humillado en la escuela y, como hijo de judío y de latina católica, un objeto étnico no identificado en los suburbios del Boston de aquel tiempo. A través de un ‘alter ego’, remonta su vida con valentía y con un sentido del humor que echa en falta en la era de la corrección política
No hay mucha gente con el don salvífico de reírse a carcajadas. Francisco Goldman (Boston, 68 años) tiene la fortuna de ser uno de ellos. Sin él quizá no hubiera podido soportar tanto horror: el desprecio y las palizas de su padre; la cobertura de las guerras de Centroamérica; la muerte de su primera esposa, la escritora Aura Estrada, por una ola que la batió contra la arena y le seccionó la médula espinal. Su historia de...
No hay mucha gente con el don salvífico de reírse a carcajadas. Francisco Goldman (Boston, 68 años) tiene la fortuna de ser uno de ellos. Sin él quizá no hubiera podido soportar tanto horror: el desprecio y las palizas de su padre; la cobertura de las guerras de Centroamérica; la muerte de su primera esposa, la escritora Aura Estrada, por una ola que la batió contra la arena y le seccionó la médula espinal. Su historia de amor con ella y la tragedia final las contó en una obra memorable, Di su nombre (Sexto Piso, 2011). El duelo posterior lo volcó en El circuito interior (Turner, 2014), crónica de su catarsis en su patria adoptiva, Ciudad de México. En Monkey Boy (Almadía; traducción de Daniel Saldaña París) explora sus traumas de infancia y completa con los dos libros anteriores una trilogía que es una alta cota de la novela autobiográfica. Reconocida en 2022 con el American Book Award y finalista del Pulitzer, es un mosaico de recuerdos que el autor pone en boca de un alter ego llamado Frankie Goldberg, un nombre calcado al suyo con el que se burla de nuestro prurito de saber qué parte de un libro —y de uno mismo— es verdad o mentira.
Frankie, como Francisco, hoy un dichoso padre de familia que nos atiende en una visita a Madrid, es un crío de los suburbios de Boston al que en el colegio apodaban “niño chimpancé”, hijo de madre guatemalteca, católica, dulce y divertida, y padre de origen ucranio, judío laico, protésico dental, votante demócrata, amante de la horticultura y enemigo furibundo de su propia familia. Se llama Bert Goldberg, como el de Francisco, que, igualmente, hacía dientes falsos.
¿Bert Goldman también fue una mala persona?
Pues no sé si diría que fue una mala persona. Más que nada lo veo como una persona enferma, con una rabia que no podía controlar, contra la vida, contra nosotros, contra sí mismo. Sin embargo, a los demás les daba la impresión de que era un hombre recto y bondadoso. Todos los niños del vecindario lo adoraban y venían a ayudarle con el jardín. Mi mamá decía: “A tu papá le gustan todas las familias menos la suya”.
Usted no trabajaba con él en el jardín.
Nunca.
¿Porque no le dejaba o porque no quería?
Yo no quería y él no me dejaba.
¿Lo odiaba?
No de niño, de niño sobre todo le tenía miedo. Empecé a odiarlo de verdad cuando era adolescente.
Y le pegó, igual que Frankie Goldberg en el libro —”como llevado por el impulso de acabar con él de una vez por todas”—.
Sí, exactamente como en esa escena. La novela está llena de cosas inventadas, pero esto quise contarlo literalmente, y fue muy fuerte revivir aquellas emociones. Como la noche que me dio una golpiza delante de unos polis en una estación de policía. Al llegar a casa sentía tanto odio que, si alguien me hubiera dado un cuchillo, en ese momento lo hubiera matado, y quizás hubiera matado también a mi mamá por ser tan pasiva frente a él. Fue terrorífico. Mientras escribía no lo vi venir, llegué ahí y me espantó. Toda esa ira guardada durante años.
¿Qué le pasaba a su padre?
Pues mi libro no es un trabajo de psicoanálisis ni nada parecido, pero uno puede especular. Su rabia podía venir de que estaba atrapado en una vida que odiaba, podía venir del autoodio, podía venir de que es muy posible que fuera homosexual, y en aquel tiempo un padre de familia corriente no podía salir del closet… No había nada de amor en su vida. Yo no vi en mi vida a mi papá acariciar a mi mamá, ni a ella acariciarlo a él, y eso que mi mamá era la persona más tierna del mundo. Pero no con él. Obvio, ¿cómo iba a ser tierna con un hombre que la insultaba, igual que a mi hermana, y que llegó a pegarle? Él creó su propio infierno y no tuvo el valor de divorciarse y dejarnos ir. Lo justo hubiera sido que se dijese: “Estoy creando una familia tóxica. Soy un infeliz. Debo irme y dejar a esta pobre gente en paz”.
En la escuela, como a Frankie, ¿también le hicieron bullying?
No tanto. Pero sí hubo un momento extremo, que trato en la novela. Cuando con 13 años besé a una chica y el lunes, al llegar a la escuela, un tipo supercarismático y nefasto, misógino, creído y supernarcisista se inventó que ella había dicho que cuando la besé se sintió como una banana devorada por un chango. Se volvió la burla del año en la escuela y destruyó mi adolescencia. Hace unos años supe que él se había hecho millonario y presidía el club de seguidores de Trump de Tampa.
¿Cuánto tardó en superarlo?
No me volví a atrever a besar a una niña. Me temblaban las rodillas. Estaba convencido de que era realmente feo y ridículo, me convirtió en un personaje monstruo de Kafka. Cuando llegué a la universidad y alguna mujer me tiraba la onda, pensaba que me estaba tendiendo una trampa. Al principio no me creía que pudiera ser atractivo. Me costó perder ese miedo horrible.
¿Qué buscaba escribiendo Monkey Boy?
Quería explorar mis raíces y pensaba que para entender quién era tenía que explorar la relación con mi padre. Pensaba que toda mi vida había consistido en huir de él, que de ahí lo de escapar de Estados Unidos, sumergirme en América Latina durante las guerras centroamericanas, vivir en México, casarme solo con mexicanas, que todo iba de ser el opuesto de mi padre; pero con el libro descubrí que no huía de él, sino que recorría el camino hacia mi madre, que volví a su mundo, volví al nido de mi madre. Monkey Boy me ayudó a descubrir que no era el hijo de mi papá, sino el hijo de mi mamá. Aun viviendo bajo la sombra de la violencia de mi papá y con todas sus debilidades, siguió siendo una mujer positiva, y me identifico con ella. Además, mi mamá se reía. Ella y yo siempre nos reímos mucho. Mi papá nunca reía, ni siquiera sabía cómo reír.
“Ella tenía una risa maravillosamente jovial, a veces boba, pero mi padre se ría menos. En vez de ello, a veces ululaba y aullaba como fingiendo, imitando a los felices animales de un granero”. ¿No hay nada de él en usted?
Sí, su escepticismo ante la gente privilegiada, muy clase obrera bostoniana; se burlaba del nouveau riche, no le gustaban nada los vanidosos.
Por la relevancia de la experiencia en su escritura, ¿diría que es un escritor realista?
Sí y no. Sí en la materia prima que uso, pero lo que hago son novelas con mucha ficción, fantásticas incluso. En Monkey Boy desde el principio juego con una ilusión de realismo, con ese personaje que durante un viaje en tren se va narrando a sí mismo su propia vida de manera casi cronológica. ¿Quién haría eso? No es nada realista. Y la última parte es como un cuento de fantasmas: lo hice con toda la intención, porque me apetecía terminar rompiendo de forma obvia con la cuarta pared del realismo.
Y el cuento de fantasmas completaría el círculo de la memoria, porque toda memoria necesita elementos fantasmagóricos para funcionar.
Bien visto. Si quieres, ponlo y finge que lo he dicho yo.
García Márquez dijo que escribía para que le quisiesen sus amigos. ¿Usted?
Yo escribo siguiendo un impulso que viene de adentro. Y también para que me quieran mis amigas. Nada me hace más feliz que cuando lo que he escrito les gusta a las escritoras a las que admiro, como Rachel Kushner, Lauren Groff, Valeria Luiselli… Nadie lo hace mejor que ellas ahora. Los hombres gringos ya no escriben buenos libros…, o, no sé, a mí no me gustan sus libros, quizá sea solo eso, que para mi gusto lo mejor que se ha escrito en EE UU recientemente lo han escrito mujeres. De los de antes amaba a Saul Bellow, Isaac Bashevis Singer, John Cheever. De América Latina para mí ha sido importante Roberto Bolaño, admiro a Alejandro Zambra, a Yuri Herrera, a César Aira. Aunque mis dos iconos literarios contemporáneos son Toni Morrison y Natalia Ginzburg, a la que adoro como a una santa.
¿Por qué ella?
Me enseñó todo. Por cómo escribe y de dónde viene. Fue testigo de cosas horribles, los nazis mataron a su esposo, la dejaron viuda con tres hijitos, y escribe desde ahí, pero sin sentimentalismo, con dignidad y elegancia, poniendo los traumas en su sitio y a la vez dejando espacios libres para la creación. Me inspira muchísimo.
Después de todo por lo que ha pasado en su vida, del maltrato infantil, de los años de soledad, de la brutalidad que atestiguó en la guerra, de la muerte de Aura…, ¿no es un poco increíble que haya llegado tan bien a estas alturas, feliz en Ciudad de México con su esposa, Jovi, y sus dos hijas?
Sí, es muy loco. A veces me ronda la idea inquietante de que estoy demasiado feliz y de que es algo que todavía no entiendo del todo y tengo que aprender a trabajar. Pero también tengo mis preocupaciones, como el dinero, porque con hijos sientes más la presión de tener seguridad económica; o la edad, no me gusta estar envejeciendo, y hay tantos libros que quiero crear.
¿Ha tenido suerte?
No, creo que finalmente he sabido tomar buenas decisiones y no ser siempre tan autodestructivo.
Lo fue.
Siempre.
¿Cómo lo consiguió controlar?
El duelo te enseña todo, no hay nada más sabio e instructivo que un terrible duelo del que solo tú puedes sacarte. Y de ahí sales sabiendo mejor qué quieres, qué necesitas y de qué cosas debes huir.
Dedica el libro a cuatro mujeres. Hábleme primero de su madre, Yolanda Molina.
Qué te voy a decir, la amaba como loco. Es una de mis personas favoritas de todos los tiempos y la más importante de mi vida, sin duda.
Su agente, la mítica Amanda Binky Urban.
Fue clave para este libro. Cuando entregué el primer borrador a la editorial tenía más de 800 páginas y estuvieron a punto de abandonar. Ya no podían conmigo. Además, había tensión por cosas que querían censurar. Mi agente sabía que en aquel punto la novela era un auténtico desastre, pero estaba convencida de que ahí había una buena obra, así que me empujó y yo la rehíce hasta tener un libro completamente nuevo.
¿Qué querían censurar?
Cosas como que la novia de Frankie no fuese 20 años más joven que él o que los gais de los setenta, de los tiempos de antes del sida, no pareciesen tan superdesinhibidos. Las editoriales piensan que están protegiendo el libro de la atmósfera complicada en que estamos, pero mi posición fundamental es que para escribir ficción necesitas libertad total y que no hay que confundir lo incómodo con lo realmente ofensivo. Yo no quiero herir ni ofender gratuitamente, no lo hago. Así que defiendo lo que escribo e ignoro a quien quiera limitarme. Eso hice con las sugerencias de mi editora. Ella fue ejemplar: lo respetó y, al final, hasta me dio la razón.
¿Cree que la corrección política perjudica a la calidad de la literatura?
Creo que para no meterme en problemas debería responderte autocensurándome [ríe]. Es algo perniciosamente ubicuo en ciertas partes del mundo literario y universitario en Estados Unidos. Hay una nueva manera de leer con el afán de una policía moral, y la vida y las personas son complejas, apasionadamente complejas, laberínticas en sus confusiones, a veces espinosas o demoniacas, retorcidas, inofensiva o agresivamente impulsadas por el deseo, no siempre admirables, pero a veces nobles en aspectos ocultos a primera vista. Quizá sea esto lo que uno quiera tratar en su ficción, y habrá mucha gente que no querrá prestarle atención a tales complejidades, que no esté dispuesta a abrazar las ambigüedades ni a reírse aun incómodamente. Leen en busca del placer de la justa indignación. Mira, a mí me parece chido que alguien dedique su vida real, incluso su escritura, a formar parte de la avanzada del cambio, todos queremos que la sociedad progrese en todos los sentidos, y a mí, con dos hijitas, esta lucha me obsesiona; pero no quiero que la ética política se convierta en un deber literario.
Cuénteme de sus hijas.
Jojo tiene 10 años y es una belleza, toca el piano, es capitana de su equipo de fútbol y justo acaban de ganar un campeonato. Azalea tiene cuatro y es extraordinaria, con un sentido del humor innato y una autoestima que Jovi y yo no sabemos de dónde viene, porque nosotros crecimos sintiéndonos marginados, yo un niño de suburbio tan inseguro y ella viniendo de la pobreza, la primera de toda su familia en ir a la universidad y, como dice su padre, la primera en cruzar la frontera con visa y pasaporte. Jovi es una persona increíble.
En la última línea de El circuito interior escribió: “Jhoana Montes Hernández, mi Jovi, tú eres la resurrección y la luz”.
Y sigue siendo eso, y, además, mi compañera en la tarea de crear una familia, lo más cabrón que hay.
¿Duro?
Extenuante.
¿Cómo permanece en su vida Aura Estrada?
Siempre está presente, y sus valores literarios siguen inspirándome. Era talentosísima. Creo que gracias a ella me he acercado tanto a las escritoras.
Dice que no quiere que sus hijas crezcan en Estados Unidos. ¿Por qué?
Pues porque ahorita es un país hundido en el odio, con una desigualdad económica que es un cáncer, donde las élites suben más y más, y a los demás, good luck, y en el que parece que lo único importante es cuál es tu identidad; todo es identidad, identidad de raza, de género, casi nadie habla de identidad de clase y de que un puñado de gente lo controla todo y el resto está en el abandono. Me aburre esta obsesión con la identidad. Esto es parte del tejido narrativo de Monkey Boy. Hay un momento en que el narrador dice “yo quiero ser nada, ¿por qué no puedo ser nada?”. Siempre lo he deseado.
Trascender la identidad.
Sí, me he pasado la vida, especialmente de niño, teniendo que explicarle a la gente que soy mitad judío y mitad católico, que en casa celebrábamos Navidad y Janucá, cosas así. ¡Ridículo! ¿Qué es ser mitad católico, creer en un Cristo que cuelga solo de una mano, una pierna y medio tronco? Nadie es mitad nada, tú eres enteramente quien eres. Punto y final. Eres 100% judío, eres 100% católico, lo que seas eres 100% tú, y la manía de dividir y etiquetar y catalogar es… is the fucking other people problem! [el problema de los demás].
¿Por qué tituló el libro con un apodo que le hizo tanto daño cuando era pequeño?
Porque es el título perfecto. Me gusta Monkey Boy como metáfora. Era ambiguo en mi caso, también podía tomarse como algo divertido o hasta cariñoso. Si a un niño negro le llaman monkey, va a saber que eso es racista, no puede ser otra cosa; pero alguien como yo, que es a la vez guatemalteco mestizo-mulato y judío blanco, no sabe seguro si es racismo o si realmente creen que se parece a un mono. Así es la condición mestiza, y muchas veces he sentido que mi experiencia molesta porque no cuadra dentro de las vigentes discusiones de la identidad, que soy algo así como étnicamente incorrecto y que es mejor pasar de la gente como yo. Pero, la verdad, a mí me libera tener esa identidad fragmentada.
Con la trilogía que cierra Monkey Boy, Francisco Goldman considera satisfecho su impulso más autobiográfico. Ahora trabaja en una historia que situará en New Bedford, un puerto al sur de Boston con una numerosa comunidad guatemalteca y el lugar donde empieza Moby Dick, en su opinión la única novela merecedora del calificativo de gran novela americana. Precisamente con una frase del clásico de Melville decidió abrir su último libro: “Vamos, tú, mono’, decía un arponero”.