En Navidad, la memoria de la quema de libros censurados por los nazis se pierde en un mercadillo
La obra conmemorativa de Bebelplatz, en Berlín, se pierde en estas fechas engullida por la venta de adornos
Cuando voy por trabajo a Berlín, en los ratos libres me gusta visitar los lugares históricos del siglo XX: el Memorial del Holocausto, a veces el Museo de la Stasi, la villa del Wannsee donde se celebró la conferencia sobre la aniquilación de los judíos europeos. Pero lo que nunca dejo de visitar es el monumento a la quema de libros en la Bebelplatz.
Fue en un día frío y soleado de principi...
Cuando voy por trabajo a Berlín, en los ratos libres me gusta visitar los lugares históricos del siglo XX: el Memorial del Holocausto, a veces el Museo de la Stasi, la villa del Wannsee donde se celebró la conferencia sobre la aniquilación de los judíos europeos. Pero lo que nunca dejo de visitar es el monumento a la quema de libros en la Bebelplatz.
Fue en un día frío y soleado de principios de este invierno cuando caminé desde el Memorial del Holocausto por la céntrica avenida Unter den Linden. Por el camino me detuve ante una parada con banderas y objetos folclóricos ucranios: desde allí podías enviar dinero para apoyar distintas causas del país en guerra. Antes de llegar a la Bebelplatz, a mi izquierda divisé el edificio de la Universidad Humboldt, antes de 1945 Universidad Friedrich Wilhelm, de donde el 10 de mayo de 1933 salieron estudiantes y profesores para quemar libros en la pequeña plaza al otro lado de la avenida. Unos 20.000 libros ardieron aquel día, entre ellos obras de Thomas Mann, Heinrich Heine, Erich Maria Remarque, Karl Marx y Friedrich Engels.
A medida que me iba acercando a la Bebelplatz, algo oculta detrás del edificio de la Ópera, recordé la cita de Heinrich Heine, de su obra de teatro Almanzor, que se lee en una cercana placa conmemorativa: “Este no fue más que el preludio. Donde se queman libros acaban quemándose personas”.
Al llegar a mi destino pensé que me había desorientado. En el lugar de la plaza adoquinada que suele estar vacía para que resalte el monumento subterráneo había un mercadillo navideño. Quise entrar, pero unos guardas me cerraron el paso alegando que todavía no estaba abierto al público. Les expliqué que iba a ver el monumento, y esos hombres, que por su aspecto provenían de distintas partes del mundo, se encogieron de hombros. Insistí en que quería verlo y entonces llamaron a un compañero que, por fin, me acompañó al centro de la plaza, sorteando las paradas con gorras de Papá Noel y dulces navideños. No entendí nada cuando me dejó ante un gigantesco oso de muchos colores con una capa de laca brillante. Solo al mirar detenidamente, más allá del oso descubrí el monumento subterráneo que buscaba, un cuadrado de aproximadamente un metro por uno cubierto con un vidrio transparente del artista israelí Micha Ullman. Protegido por unas vallas debido a la afluencia de personas, su aspecto era el de la boca de una alcantarilla en obras. Los vendedores de los puestos cercanos arreglaban los adornos dorados y rojos, preparaban el vino caliente con especias o freían los pinchos de cerdo picante para cuando se abriera el mercadillo, mientras yo me esforzaba por distinguir a través del vidrio del monumento la biblioteca hundida con los estantes vacíos.
Me asaltaron varias preguntas: ¿tal vez el presente se impone siempre y barre irremediablemente al pasado? ¿Hay que olvidar la historia y entregarnos a las alegrías de lo que ahora vivimos? Pero entonces, ¿cómo debemos guardar la memoria, ese bien insustituible? El guarda interrumpió mis pensamientos: “¿Le ha gustado?”. Dudé cómo responder: la biblioteca sugería muchos pensamientos en su escalofriante vacío. Pero el joven abarcó con un gesto del brazo el mercadillo: “Soy turco, pero la Navidad me encanta”. Le sonreí, y mientras me alejaba del monumento con sentimientos encontrados, un vendedor de algodón de azúcar introdujo en mi mano un bastoncito con una gran nube dulce de color rosa.