La palabra literatura
Se podría decir que la literatura consiste en encontrar un modo de contar o crear un mundo con palabras | Columna de Martín Caparrós
La palabra literatura es tan confusa. ¿Qué dice alguien cuando la escribe, la profiere? ¿Qué dice alguien cuando la prefiere? ¿Qué decimos cuando la callamos?
La palabra literatura, es obvio, viene de littera, letra —y sin embargo el mundo está lleno de letras que no son literatura. Esa es la duda madre: qué es literatura y qué no lo es o, como tituló hace ya tanto el exmaestro Sartre, ¿Qué es la literatura? Sartre le reclamaba el compromiso; ahora no sé ...
La palabra literatura es tan confusa. ¿Qué dice alguien cuando la escribe, la profiere? ¿Qué dice alguien cuando la prefiere? ¿Qué decimos cuando la callamos?
La palabra literatura, es obvio, viene de littera, letra —y sin embargo el mundo está lleno de letras que no son literatura. Esa es la duda madre: qué es literatura y qué no lo es o, como tituló hace ya tanto el exmaestro Sartre, ¿Qué es la literatura? Sartre le reclamaba el compromiso; ahora no sé bien qué se le reclama —ni cómo se define.
Debería: en las últimas dos o tres décadas me preguntaron 1.384 veces —o quizá fueran 1.385, me falla la memoria— cuál era la diferencia entre literatura y periodismo. He contestado, a través de los años y los tedios, cosas tan distintas. Pero cómo creerme. Para saber cuál es la diferencia, por supuesto, debería haber sabido primero qué es cada cual. Creo que sé qué debería ser el periodismo, aunque muchas veces no sea lo que debe; la literatura, en cambio, es más difícil.
Se podría decir que la literatura consiste en encontrar un modo de contar o crear un mundo con palabras, que se distinga de otros modos más banales, más usados, ya gastados. Pero si hacemos caso a la palabra “distinga” todo se vuelve complicado: es muy raro toparse, en los libros actuales, con algo que se distinga demasiado de los demás libros actuales, de los libros pasados. Quizá sea porque esa distinción ya no es un valor. Quizá, porque ya no nos interesa la literatura.
Pensaba en algo nimio: hasta hace 25 o 30 años los eventos de escritores, muy escasos, eran encuentros entre ellos. Se llamaban congresos o simposios o reuniones: consistían en que unos cuantos se encerraban durante tres o cuatro días para hablar de sus prácticas, sus dudas, sus penosas certezas —y beber. Era, al fin y al cabo, como cualquier encuentro profesional de fabricantes de detergentes o neurocirujanos. Ahora, en cambio, los eventos de escritores, numerosos, se llaman mesas redondas, conversatorios, festivales y consisten en perorar ante un público lego: consisten en seducir a unos cuantos señores y señoras mostrándoles lo inteligente rebelde diferente que es uno, a ver si les vendemos algún libro o, al menos, nuestra imagen. Los escritores ya no se encuentran entre ellos: se muestran a los demás, se ponen en valor, se pavonean. Muchas veces importa más su calidad de standuperos que de escribidores. Y no es solo lo obvio, el mercado que se lo demanda, porque si fuera por eso todavía se usarían las dos opciones, el congreso y el festival. Yo suputo que si no hay más congresos es porque los escritores ya no tenemos nada que decirnos, es decir: ya no queremos o podemos o sabemos hablar de lo que hacemos, aquello que solíamos llamar “literatura”.
Si nosotros, los que la practicamos, no la conversamos, es difícil esperar que otros lo hagan. Pero la dizque literatura está por todas partes, en tantas bibliotecas, en tantas librerías, en la tiendita del señor más rico del planeta. Se suele llamar literatura a cualquier conjunto de varios miles de palabras reunidas con el propósito de ganar cierto prestigio, cierto dinero, algún consuelo. Hay, supongo, todavía unos pocos que buscan en sus formas y sus estructuras y sus temas algo nuevo, algo que los distinga; hay, supongo, unos pocos que todavía creen en la Literatura.
Pero es una especie en vías de extinción. Y sus sobrevivientes a menudo molestan, y no hay sociedades protectoras que se preocupen por su conservación y casi nadie los reclama y casi nadie los retoma. Es, quizá, para los pocos que lo intentan, la situación perfecta: poder hacer lo que uno quiere sin presión exterior, sin despertar expectativas, sin tener que colmarlas; solo por el placer de hacer lo que te da placer —y se lo puede dar, si acaso, a cuatro o cinco más.
La ambición es pequeña, la ambición es enorme: no trabajar para el mercado ni los ignaros ni los fariseos. Trabajar para sí y para no y para algo que casi no existe y que, si acaso, podemos llamar literatura. Y que, por si las moscas, mejor no definimos con palabras.