“Hijo, ha empezado la guerra”. Con estas palabras despertaron a Misha el día que empezó la invasión de Ucrania
Hace ocho años tuvo que dejar su casa en Lugansk por el levantamiento de las milicias separatistas apoyadas por Moscú. Sus padres y él migraron a Bucha, cerca de Kiev. Tras aquel traumático desarraigo ha llegado la invasión lanzada por Putin. Los conflictos han quebrado su infancia.
“Misha, ha empezado la guerra”. Así despierta Natalia a su hijo el pasado 24 de febrero. Las televisiones, las radios, los teléfonos y los canales de la red social Telegram echan humo mientras se observa, gracias a imágenes de los satélites, a las tropas rusas camino de Kiev, la capital de Ucrania. Millones de menores siguen todavía tratando de escapar de conflictos en diferentes regiones del mundo. Misha, que el pasado 12 de septiembre cumplió 14 años, lleva ya dos guer...
“Misha, ha empezado la guerra”. Así despierta Natalia a su hijo el pasado 24 de febrero. Las televisiones, las radios, los teléfonos y los canales de la red social Telegram echan humo mientras se observa, gracias a imágenes de los satélites, a las tropas rusas camino de Kiev, la capital de Ucrania. Millones de menores siguen todavía tratando de escapar de conflictos en diferentes regiones del mundo. Misha, que el pasado 12 de septiembre cumplió 14 años, lleva ya dos guerras a sus espaldas. De una huyó en 2014. De otra, en la que se encuentra inmerso todavía, no. Sus padres aseguran que fue el único menor que, junto a una quincena de adultos, permaneció el mes de ocupación rusa en los cuatro bloques de su urbanización de la localidad de Bucha, a las afueras de Kiev.
La orden de invasión lanzada por el presidente ruso, Vladímir Putin, estalla cual meteorito sin control en todo el país. Hasta 15 millones de personas de los 44 que lo habitan han de dejar su casa, la mitad de ellos como refugiados más allá de sus fronteras, según datos de la ONU. Los temores ante una nueva oleada se multiplican. En todas las regiones las consecuencias de la guerra se han agravado a las puertas del peor invierno que se prevé en décadas. El Ejército ruso está empleando el frío como arma de guerra y durante semanas bombardea las infraestructuras energéticas de Ucrania para dejar a la población sin suministro de luz, agua y gas.
Muy pronto, apenas unas horas después de lanzada la invasión, los vecinos pueden confirmar de forma directa el avance de los soldados del Kremlin. Basta con asomarse por la ventana, como hace la familia de Misha en su apartamento, a 30 kilómetros del corazón de la capital. “Empezamos a acumular agua. En poco tiempo, se fue la luz, el agua, internet… Se escuchaban explosiones por todas partes. Nos bajamos al sótano”, relata el muchacho mientras comparte el desayuno en la mesa de la cocina con sus padres. Junto a ellos, una ventana cruzada varias veces con cinta adhesiva para tratar de evitar que los añicos de los cristales salten en caso de rotura por las detonaciones. Desde su primera planta no pueden observar esos combates que escuchan cada vez más próximos, pero sí desde la ventana de la escalera del décimo piso, justo debajo de la azotea, adonde a veces salen a buscar algo de cobertura para el teléfono. Ese mirador se convierte en una especie de palco desde el que siguen la batalla de la base aérea de Gostomel, localidad vecina de Bucha. Allí se halla uno de los símbolos tecnológicos de la Ucrania pos-soviética, el avión Antonov An-225, el mayor del mundo, y conocido como Mriya (sueño en ucranio). “Celebrábamos cuando veíamos que derribaban helicópteros”, comenta el padre. Pero también pueden ver cómo la enorme columna de humo anuncia que el An-225 ha sido destruido en las primeras horas de la invasión. Un golpe en el orgullo nacional.
En medio de los bombardeos, los civiles escapan como pueden de la corona metropolitana hacia el centro de Kiev. Para evitar el avance de los tanques rusos, el Ejército local vuela el puente que comunica la urbe con Irpin y Bucha, lo que, a su vez, dificulta la salida de los refugiados hacia zonas más seguras. Misha y sus padres, Oleksandr, de 62 años, y Natalia, de 58, se enfrentan por segunda vez al dilema de la huida. Ya pasaron hace ocho años por el trauma de tener que dejar su casa en Lugansk, en el este del país, cuando milicias separatistas apoyadas por Moscú se levantaron en armas contra Kiev. Natalia carga desde entonces de forma permanente con la losa del daño que aquello causó a Misha. El niño sufrió regresiones a comportamientos más infantiles, lo que se sumó a su diagnóstico de una leve parálisis cerebral. Habían dejado ya atrás su vivienda en Schastia (que significa felicidad en ucranio) y estaban instalados en el centro del país. Tras un primer alquiler en Kiev, se asentaron en la apacible Bucha. Nunca imaginaron que serían víctimas de nuevo de la guerra dentro de su propio país.
Con esa experiencia en la mochila, tienen claro desde el principio de la invasión de este año que harán todo lo posible por no moverse de Bucha pese a que la situación está cada vez más fea. Las tropas rusas siembran el terror en las calles y sus francotiradores disparan a los vecinos que no tienen más remedio que salir a por alimentos o tratan de escapar. La hermana de Oleksandr avisa de que se va de Bucha junto a su marido. Ofrecen la posibilidad a los Sokolovskyi de unirse a ellos, pero la decisión de proteger a Misha es firme y se quedan. Es el viernes 4 de marzo cuando Oleksandr empieza a gritar sin control al enterarse de que el vehículo en el que van su hermana y su cuñado ha sido tiroteado cuando buscan una salida hacia Kiev. El ataque tiene lugar en la zona de la infausta calle Yablonska (del Manzano), que unas semanas después apareció regada de cuerpos de civiles tras la retirada rusa de Bucha. El marido de su hermana, que también se llama Natalia, ni siquiera tiene tiempo de rescatar el cuerpo de su mujer cuando el coche empieza a arder. En medio de las balas, solo logra saltar una tapia y ponerse a cubierto mientras ella se quema viva, según el relato de Oleksandr. Han de pasar dos meses hasta que las autoridades les entreguen sus restos calcinados para darles sepultura. Misha escucha un relato que vivió en primera persona. Tuerce el gesto y fija la mirada en el borde de la mesa blanca.
El drama que envuelve a la familia del chico no es un caso aislado. Los civiles muertos desde el 24 de febrero ascendían a 6.221 el pasado 9 de octubre, según la ONU. De ellos, 396 eran menores. Hasta el 30 de septiembre, 4.532.208 niños y mujeres pudieron acceder a la atención primaria y 3.586.349 personas recibieron acceso a agua potable por parte de Unicef. En cuanto a la salud mental y apoyo psicosocial, llegaron a más de 2,2 millones de niños y cuidadores. Además, 192.000 mujeres y niños fueron atendidos hasta ahora por los servicios de prevención, mitigación de riesgos y respuesta a la violencia de género.
Apenas ha transcurrido una semana de ocupación rusa cuando Oleksandr, Natalia y Misha han de convivir con el inmenso vacío y el trauma de esa muerte cercana. Lo hacen en compañía de sus cuatro mascotas: Santa, una caniche, y tres gatos: Daysi, al que le falta una pata trasera; Smile, que se pasa el día asomado a la ventana, y Casiopea. La supervivencia lo domina todo hasta que, a caballo entre marzo y abril, el Ejército ucranio logra expulsar al invasor de los alrededores de Kiev. Una vieja radio a la que consiguen colocar pilas les mantiene al tanto de la actualidad. Parte de los alimentos los obtienen de las dos tiendas de la urbanización, cuyos dueños dejan abastecerse a los vecinos de todo lo que hay. Misha recuerda con una sonrisa el atracón de helado que se pega antes de que los congeladores desconectados echen a perder su mercancía. Apenas dejan en las estanterías el alcohol, del que dan buena cuenta las tropas del Kremlin cuando llegan a la urbanización. Una vieja nave al pie del bloque acaba siendo lugar de reunión de los vecinos. Dispone de pozo y dentro improvisan con unos ladrillos los fogones en los que cocinan con leña sin que el humo atraiga a los militares invasores. El niño recuerda el intenso frío, para el que se inventan “un truco”. Consiste en calentar sal en el fuego y subirla a la cama dentro de un saco de tela. “Rezábamos mucho por las noches y yo le prometía a Misha que los rusos se iban a ir muy pronto”, explica la madre. Las zonas más seguras y donde se trasladan a veces son el sótano del edificio y la casa de una vecina que se halla menos expuesta a los disparos.
El 10 de marzo se encuentran en casa de una vecina del portal contiguo, adonde van a calentar agua pues ella dispone todavía de gas. Natalia narra lo sucedido mientras coge la mano de Misha. En ningún momento, durante los dos días en los que se realiza este reportaje, trata de ocultar nada de lo que comenta a su hijo. “Sabe mucho más que otros de su edad”. De repente, cuenta la madre, sienten una gran explosión dentro del bloque. Natalia baja al portal y se encuentra con un grupo de militares rusos muy bien pertrechados, “como si fueran de las fuerzas especiales”, y acompañados por un civil. Le ordenan que se vaya sin amenazarla ni apuntarla. Pasan esa noche en casa de la vecina, escondidos los cuatro en el baño tiritando de frío y de miedo. Solo al día siguiente acaban sabiendo qué ha ocurrido. Los rusos han volado la puerta de un vecino del cuarto al que han intentado detener por ser uno de los jefes de las defensas territoriales de Bucha. No estaba en casa. Creen que el civil es uno de los “colaboracionistas” que ayudan a los rusos señalando objetivos.
Pero los peores días llegan al final de la ocupación de Bucha, cuando más aprietan las tropas locales para liberar los alrededores de Kiev. Durante una semana los soldados rusos rondan su urbanización. “Reventaron las puertas de las casas, se instalaron aquí, defecaban en el suelo… Pero en nuestro edificio no, en los de al lado”, relatan los padres. Misha apenas pone esos días el pie fuera de casa. Para sacar a Santa, abren la puerta del portal y no la dejan alejarse más de tres o cuatro metros. “Nos leíamos unos a otros libros en voz alta. Misha hacía dibujos. Pasó mucho tiempo con la capucha de la sudadera puesta por el frío. El día que se quitó la capucha era ya un niño mayor”, recuerda Natalia, en un intento de calibrar la madurez que ha supuesto para su hijo el vivir esta nueva guerra siendo ya un adolescente. La mujer rememora también entre lágrimas de emoción el momento en el que ven llegar a Bucha el convoy con las tropas locales que liberan la ciudad. De ese día guardan la foto que les hace un voluntario a los tres sosteniendo la enseña nacional. Es la primera vez que vuelven a moverse por la calle. Lo primero que hacen es ir a limpiar la casa de la tía Natalia, pues Andrei se ha instalado en el oeste, cerca de la frontera con Polonia, en casa de su hija.
“Creo que nosotros hemos sufrido más que Misha. Él nos ha ayudado a mantener la integridad psicológica”, agradece Oleksandr. El psicólogo de Unicef que atiende en varias sesiones al niño no observa daños ni traumas que hayan podido afectarle de manera seria. Los principales problemas que presentan los pequeños que han vivido bajo ocupación rusa son la pérdida de habilidades ya adquiridas como caminar o la contención de la orina, explica Valentina Kubai, psicóloga que colabora con esa agencia de la ONU en Bucha. En cuanto a los adolescentes, es normal que se encierren en sí mismos y caigan en depresión. La educación de Misha, que actualmente se desarrolla a distancia, y su forma física, que mantiene yendo a la piscina, es otro frente de batalla de la familia y foco de atención de los padres. Oleksandr teletrabaja para una empresa que importa productos alimentarios desde Estados Unidos. Cuando nació el niño, Natalia cerró el taller de costura que regentaba en Donbás, el área que ocupan las regiones de Lugansk y Donetsk y que tradicionalmente ha tenido más vínculos con Rusia. “Yo soy medio rusa, pero han de tener claro cuál es su patria. O blanco o negro”, lanza desafiante a los ocupantes y a los que les apoyan desde 2014 en el occidente de Ucrania en un conflicto que les obligó a escapar de su casa en Schastia.
Podemos bucear en la biografía de uno de sus antepasados para tratar de comprender quién es Misha, este muchacho de la Ucrania de 2022, hijo de madre rusohablante y de padre educado en lengua ucrania. Presto, el chaval muestra orgulloso la pantalla del móvil: “Hasta en Wikipedia hablan de mi bisabuelo”. Además de disidente y rebelde frente al estalinismo, el KGB (la policía secreta soviética) y la ocupación alemana, fue poeta, músico y capellán militar. Fue condenado a la pena capital y, tras 15 años en el corredor de la muerte, la ejecución le fue conmutada por 25 años más de cárcel. Oleksandr muestra el libro familiar que han editado en su honor. Henchida de patriotismo, Natalia afirma que por las venas de su hijo “corre sangre azul y amarilla”, los colores de la bandera nacional. Pero el poso que ha dejado la militancia del bisabuelo del niño no frena la decisión familiar de no regresar más a su casa de Lugansk. Es una de las cuatro regiones de Ucrania que Rusia reclama de manera ilegal y unilateral como territorio propio. Natalia lo tiene claro: “Aquello está muy envenenado, no habrá vida por mucho tiempo y la vida del niño ya está aquí”.