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Qué mano pertinaz, que sigue empeñada, una década después, en iluminar el diminuto mundo que le rodea

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Cerca de Lisboa hay un pequeño y recóndito parque que, por razones que no vienen al caso, llevo muchos años frecuentando. Hará una década descubrí que una mano anónima se había tomado el trabajo de atar cinco flores artificiales blancas a las ramas peladas de un arbolito seco. El árbol se había malogrado siendo aún muy joven, pero de todas formas era lo suficientemente alto como para que la persona que colocó las flores tuviera que subirse en algo para alcanzar las ramas. Me impresionó la determinación del gesto: traerse una escalera, fijar bien las bridas para sujetar los tallos de mentira. A...

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Cerca de Lisboa hay un pequeño y recóndito parque que, por razones que no vienen al caso, llevo muchos años frecuentando. Hará una década descubrí que una mano anónima se había tomado el trabajo de atar cinco flores artificiales blancas a las ramas peladas de un arbolito seco. El árbol se había malogrado siendo aún muy joven, pero de todas formas era lo suficientemente alto como para que la persona que colocó las flores tuviera que subirse en algo para alcanzar las ramas. Me impresionó la determinación del gesto: traerse una escalera, fijar bien las bridas para sujetar los tallos de mentira. Año tras año fui viendo cómo la intemperie ennegrecía las flores, pero ahí seguían aferradas a las ramas peladas. Qué conmovedor ese humilde esfuerzo contra la muerte; qué corazón brillante supongo en quien lo hizo. Terminé metiendo ese detalle en una novela mía, La buena suerte, en la que la coprotagonista, Raluca, intenta alegrar una planta seca con esa cándida vida artificial.

Este verano he tenido el pequeño disgusto de llegar al parque y comprobar que los jardineros habían arrancado el árbol seco con su corona de flores envejecidas. Pero un par de días después descubrí algo: en un modesto y escondido seto apenas a cien metros de donde estuvo el árbol, alguien había depositado entre las hojas dos capullos de rosa confeccionados en tela, uno fucsia y otro blanco, los dos radiantes y muy nuevos, dos chispas de luz entre el verdor. Estoy convencida de que las rosas vienen de la misma mano que sujetó las flores a las ramas, y qué mano preciosa, paralela e inocente debe de ser. Qué mano pertinaz, que sigue empeñada, una década después, en iluminar el diminuto mundo que le rodea. Colgué en mi Facebook las fotos de los capullos y hubo dos comentarios que me parecieron especialmente agudos: “Es cabezona. Hay que ser muy cabezona para no dejar de ser buena persona, para seguir deseando lo mejor” (Montse Cubillo). “Conmovedor. Que esa mano no se rinda” (Piedad Álvarez).

Cierto. El esfuerzo consciente de no rendirse. Basta asomarse a la realidad, basta ver las noticias, para que te entren tentaciones de tirar la toalla. Aún peor es asomarse a las redes, y en especial al Twitter venenoso. Peor por lo inútil, lo arbitrario, lo innecesario del odio desplegado. Es verdad que odiar es un consuelo contra la desesperación y una defensa ante la depresión. ¿Quién no se ha sentido alguna vez tentado a dejarse llevar por esa explosión de furor y violencia que, al principio, te calienta el pecho y parece aliviarte? Sí, cuando uno se encuentra mal el odio te hace sentir mejor, pero es una mejoría tan engañosa como la de un chute de heroína. En realidad, te intoxica, te embrutece y te esclaviza. Y en ese mar de embrutecimiento y de agresividad chapoteamos todos.

Bueno, todos no. Algunos son lo suficientemente cabezones como para seguir haciendo algo tan aniñado, tan bello y tan inútil como colocar capullos de tela en un seto perdido. ¿Inútil, he dicho? Siempre he tenido la sensación de que todos y cada uno de nuestros actos, hasta los más ocultos, pesan de algún modo en el devenir del cardumen humano. Que los malos actos de alguna manera nos envilecen a todos, y que los buenos nos salvan. Y creo que esa intuición sobre la corresponsabilidad de nuestras decisiones es algo que anida en el corazón de todos. Ya aparece, por ejemplo, en la Biblia, cuando Dios decide calcinar Sodoma por sus maldades. Y le dice a Abraham: “Encuéntrame diez hombres justos y no destruiré la ciudad”. Abraham no los encontró y Sodoma ardió. Aunque yo creo que el feroz Dios del Antiguo Testamento estaba demasiado empeñado en hacer la pira, si hubiera habido diez individuos buenos hubieran podido contrarrestar metafóricamente el mal del mundo.

Ese bien salvador no tiene por qué ser grandioso, basta con que sea verdadero. Como las flores artificiales de esa persona anónima, un detalle pueril, absurdo, estrafalario. Un gesto pequeño, muy pequeño; pero su pureza extraordinaria me tocó con el dedo, me conmovió, me hizo desear ser mejor, al menos por un instante. Y quizá yo esté conmoviendo ahora a alguien más (basta con un justo, basta con diez), porque así se transmiten las emociones humanas, por carambola. Escoge, en fin, si prefieres odiar o resistir.

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