Placeres en las ciudades malditas
Nos sentimos culpables si nuestras ocupaciones no tienen la angustiosa presión de la prisa | Columna de Irene Vallejo
Descansar es una tarea que requiere método, dedicación y voluntad. “Estoy de vacaciones”, zanja tu hijo. Para él es un derecho sin fisuras, incondicional, urgente, un empeño que ejerce con disciplina. Mientras el colegio esté cerrado, la única obligación es escabullirse de cualquier actividad remotamente útil. Una sola máxima rige estos meses: no hagas hoy lo que puedas procrastinar también mañana.
Las etimologías dan la razón al obstinado gandulear del niño. La palabra “vacaciones”, que proviene del latín, comparte raíz con “vacío”. A la misma familia pertenece “vagancia”, en la que ya...
Descansar es una tarea que requiere método, dedicación y voluntad. “Estoy de vacaciones”, zanja tu hijo. Para él es un derecho sin fisuras, incondicional, urgente, un empeño que ejerce con disciplina. Mientras el colegio esté cerrado, la única obligación es escabullirse de cualquier actividad remotamente útil. Una sola máxima rige estos meses: no hagas hoy lo que puedas procrastinar también mañana.
Las etimologías dan la razón al obstinado gandulear del niño. La palabra “vacaciones”, que proviene del latín, comparte raíz con “vacío”. A la misma familia pertenece “vagancia”, en la que ya se insinúa un matiz de reproche, una sospecha de falta de laboriosidad. El rendimiento del negocio exige no rendirse al ocio. En una época que incita a llenar cada instante y trabajar desde casa más allá del horario laboral, resulta subversivo interrumpir las tareas en nombre del descanso. Incluso nos sentimos culpables si nuestras ocupaciones no tienen la angustiosa presión de la prisa: nos enseñan a preferir la asfixia al vacío.
Los relatos antiguos tienen una peculiar afición por las maldiciones y destrucciones. Significativamente, las ciudades borradas de la faz de la tierra no eran nunca las más belicosas y agresivas, sino las que tenían mala reputación por amar los placeres y la buena vida. Sodoma y Gomorra fueron ricas capitales cuyos habitantes, en un periodo convulso de invasiones, guerras y saqueo, deseaban gozar la existencia. A ambas las aniquiló un terremoto acompañado de explosiones de gas. El Génesis lo interpretó como un castigo de Yahvé a su prosperidad, indolencia y apetitos sexuales. El único hombre salvado de la catástrofe, Lot, escapó dando la espalda a aquella tierra que humeaba como un horno. Su esposa, tras volver la cabeza con nostalgia o pena, fue convertida en estatua de sal.
La famosa Síbaris, que daría nombre a todos los sibaritas del futuro, fue fundada por emigrantes griegos en el sur de Italia. Era una metrópoli de riqueza fabulosa y sus ciudadanos tenían gustos poco complicados: amaban simplemente lo mejor. En la actual Paestum, colonia de Síbaris, las pinturas de la Tumba del nadador muestran todavía hoy uno de sus alegres banquetes. Se cuenta que hasta sus caballos aprendieron a bailar al son de la música. Odiaban madrugar tras las fiestas, así que hicieron realidad la fantasía contemporánea de prohibir los despertadores: no se permitían gallos dentro del perímetro de las murallas. Diodoro de Sicilia atribuyó la pujanza de Síbaris a su costumbre de conceder la ciudadanía a los inmigrantes y a su habilidad para resistir dos siglos sin guerrear con nadie. Vivir como un sibarita llegó a ser el sueño del mundo civilizado. La desgracia se precipitó cuando un demagogo tomó el poder y los lanzó al combate. Cuenta la leyenda que sus enemigos, conocedores de la doma musical, acudieron a la batalla con una orquesta. Al sonar la melodía de las flautas, los caballos sibaritas empezaron a danzar. Los historiadores, en un juicio moralizante, achacaron la derrota a su hedonismo y al baile equino, y no al demagogo que destruyó la paz. De nuevo, la culpa es del placer.
La película La gran belleza, de Paolo Sorrentino, reflexiona sobre el milenario deseo de vivir la dolce vita. En sus primeras imágenes, un turista japonés sufre un infarto al vislumbrar Roma. La escena sugiere que se puede morir por exceso de belleza, una variante del castigo a la mujer de Lot por mirar. Otra vez, la maldición. En una inesperada voltereta, el filme nos sumerge en una fiesta exuberante, excesiva y divertidísima al ritmo de Far l’amore, de Raffaella Carrà. El protagonista, Jep Gambardella, un sibarita contemporáneo, revive, en un verano que parece infinito, la atmósfera de las cenas, andanzas, encuentros, placeres y hastíos que narró Petronio en su Satiricón. Entre ruinas y palacios, el cineasta retrata la ciudad eterna como una secuencia de Romas efímeras. Tras siglos de reproche y reprimendas, en la asfixia de las olas de calor, sedientos de descanso, nos sentimos como aquellos caballos de Síbaris que, en la batalla, prefirieron bailar: las vacaciones eran eso.