La última gran mecenas

La baronesa Beatrice Monti della Corte von Rezzori dirige, a sus 96 años, una peculiar residencia de escritores en un pequeño pueblo de la Toscana. El único criterio de selección es su propio instinto.

Beatrice Monti, en el jardín de su casa, con su perra Rosina. Caterina Barjau

Seguir el ritmo de la conversación a Beatrice Monti della Corte von Rezzori, 96 años, dos veces baronesa, requiere cierto entrenamiento. Su charla, pulida a lo largo de nueve décadas de salonismo internacional, va saltando de idioma, de continente, de los perros a los humanos –Monti raramente se mueve sin un perro encima, generalmente Rosina, la última de una larga estirpe de carlinos–, de nombre famoso en nombre famoso y a veces, ay, se topa con un blanco inesperado. Ma santo cielo, come si chiamava?. Eso la exaspera. No está acostumbrada a encontrar oposición, ni siquiera entre sus propias n...

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Seguir el ritmo de la conversación a Beatrice Monti della Corte von Rezzori, 96 años, dos veces baronesa, requiere cierto entrenamiento. Su charla, pulida a lo largo de nueve décadas de salonismo internacional, va saltando de idioma, de continente, de los perros a los humanos –Monti raramente se mueve sin un perro encima, generalmente Rosina, la última de una larga estirpe de carlinos–, de nombre famoso en nombre famoso y a veces, ay, se topa con un blanco inesperado. Ma santo cielo, come si chiamava?. Eso la exaspera. No está acostumbrada a encontrar oposición, ni siquiera entre sus propias neuronas.

“Es una enfermedad…me desmoraliza”, dice de sus fugas momentáneas de memoria. Que tampoco son tantas, y no le impiden seguir siendo una fabulosa contadora de historias. Hable de lo que hable, Monti maneja siempre fuentes de primera calidad.

La baronesa dirige (y encarna) desde hace más de 20 años la fundación Santa Maddalena, la residencia de escritores más célebre y a la vez más peculiar de todas las que existen. Está en Donnini, en un pueblo diminuto de la Toscana, en la antigua torre que reformó con su marido, el escritor Gregor von Rezzori. Y entre su población flotante se cuenta algún actor famoso (generalmente, Isabella Rossellini y Ralph Fiennes, dos buenos amigos de la baronesa) y escritores que a veces ganan Pulitzers y Bookers y Anagramas y Goncourts y suenan para el Nobel. Pero la clave está en la mezcla. “No quiero solo celebridades. Las superestrellas literarias vienen igualmente porque son mis amigos, pero me gusta traer a escritores jóvenes, mezclar a los nuevos con los viejos”. Ahora anda “enamorada” de Pol Guasch, el escritor catalán de 24 años que ganó el premio Anagrama por Napalm en el corazón y que ha estado allí ya tres veces. “Es tan guapo”, suspira.

Para medir la influencia de esta mujer menuda con un carácter férreo –al escritor Francisco Goldman le recuerda a su adorada abuela guatemalteca: “fuerte, carismática y mandona” – en la literatura contemporánea solo hay que ir a cotillear la sección de agradecimientos de los libros más sonados en los últimos 20 años. Allí casi siempre aparece “Beatrice” sin más. Sally Rooney, que se refugió en Santa Maddaena para escribir su último libro, ¿Dónde estás mundo bello?, se acuerda también de Rasika, la cocinera, que nutre de risotto y sopa toscana a los autores, y de parte del equipo de la fundación, que en realidad es muy escueto. Se cree que cierta aristócrata mecenas que aparece en el libro Prestigio, de Rachel Cusk (Libros del Asteroide) está basada en ella. En realidad, Cusk nunca ha estado en Santa Maddalena, pero sí Michael Cunningham, Colm Tóibín, Annie Ernaux, Emmanuel Carrère, Maylis de Kerangal, Maggie O’Farrell, Juan Gabriel Vásquez, Gary Stheyngart, y Zadie Smith, una habitual y amiga de la casa. “La vi un día en televisión –explica Monti– cuando acababa de publicar su primera novela y parecía una rata acorralada, con esos ojos enormes y tanta gente a su alrededor. Le escribí a mano y le dije: querida, tu éxito es fantástico pero te iría bien tener algún sito en el que refugiarte, esconderte y coger aire. Si te interesa un lugar tranquilo en el campo, donde no hay mucho, pero sí un bonito paisaje y una casa llena de libros, puedes venir. Llegó un mes después y se quedó más de 60 días. Nos volvimos buenas amigas”.

Imagen de la fachada de la casa. Delante, el perro Pushkin y la gata Lady Gaga. Caterina Barjau

Definir Santa Maddalena de manera tan coquetamente humilde tiene truco, claro. La residencia es en realidad una casa colonica, una típica construcción de campo toscana, y una torre adjunta, con unos ocho dormitorios en total, otros tantos estudios, un jardín amplio y una piscina con su pabellón. Un lugar caóticamente e innegablemente bello, decorado por la baronesa con antigüedades recogidas en sus viajes y obras de arte de su etapa como galerista –Mirós,Tàpies y un Pistoletto con dos mujeres desnudas bailando que da al salón un aire concupiscente muy particular, una promesa de que allí pasan cosas,– pero no el palazzo con filas de criados en librea que se esperan algunos, sobre todo los estadounidenses.

En el resto de fundaciones y residencias para escritores suele existir una web con una pestaña de “applications” en las que se puede solicitar la asistencia; se exigen documentos sellados, se pasa por el filtro de un comité…en Santa Maddalena, en lugar de todo esto, está la baronesa. Ella expende sus invitaciones a los escritores para estancias de tres o seis semanas en función de su propia intuición y de lo que le recomiendan amigos de los que se fía, generalmente escritores y editores. Una vez llega la carta de Beatrice, como le sucedió a la joven Zadie Smith, lo normal es decir que sí.

“Aquí ya venían muchos escritores cuando vivía Grisha. Como yo fui galerista, ya sabía que éste no es un buen lugar para pintores, que necesitan estudios más grandes, pero para escritores sí”. Cualquiera que pasa más de dos horas en la casa empieza a llamar “Grisha” a Gregor von Rezzori, el marido de la baronesa, un escritor apátrida, nacido en la región de Bukovina cuando aquello pertenecía al Imperio Austrohúngaro, el “hombre mejor vestido del mundo”, según su viuda, capaz de escribir en siete idiomas y seducir en algunos más. “Él era tan encantador”, le recuerda. “Cuando salía de su estudio –un imponente despacho perchado sobre los árboles que aun utilizan muchos escritores residentes– era como el Rey Sol”.

Antes de fallecer, en 1998, Von Rezzori, que alcanzó notoriedad con su libro Memorias de un antisemita (Anagrama, 1988) le hizo prometer a su mujer que no sería una viuda lúgubre, y ella lleva más de dos décadas cumpliéndolo a rajatabla. Decidió convertir la casa de la Toscana (cuando la compraron, dice, la región estaba de saldo. Ahora uno de sus vecinos es Sting), en la ambos habían alojado a tantos amigos, en una residencia para autores. “La primera en venir fue Anita Desai, y Bernardo Bertolucci, que siempre tenía curiosidad por los escritores. Después de eso Colm Tóibín. Teníamos dos turnos, el de otoño y el de primavera, porque yo me iba a Nueva York en invierno. Ahora es un poco más irregular”. Aun mantiene el piso de Park Avenue, pero está “desesperada” por venderlo.

La mecenas, leyendo en el salón de su estudio. El cuadro que cuelga sobre el sofá es de Antoni Tàpies. Caterina Barjau

La otra gran diferencia con el resto de colonias literarias está en la peculiar financiación de Santa Maddalena, que no tiene un patronato público-privado que la sostenga ni fuente alguna de ingresos. “Cuando se me acaba el dinero, vendo algunos de mis cuadros, que aun tengo”, explica Monti, sucintamente, para resumir cómo logra invitar a tanta gente a su casa. Esas pinturas provienen de la tercera o la cuarta de sus muchas vidas, cuando regentó en Milán la Galleria dell’Ariete, el primer centro de arte italiano que expuso a Francis Bacon, a Robert Rauschenberg, a Piero Manzoni, Lucio Fontana y a un jovencísimo Antoni Tàpies. Monti entró a trabajar en la galería con 23 o 24 años, porque Curzio Malaparte, amigo de la familia, le dijo: “Ya has hecho bastante eso de ser una chiquilla ¿Por qué no haces algo serio con tu vida?”. En apenas un año, se convirtió en la dueña, en parte porque vendió unos pendientes de su madre. Le cambió el nombre, el fondo y la intención. “A mí no me interesaba tanto lo que pasaba en Europa. Tenía la mirada puesta en Estados Unidos. Los artistas venían a mi galería, salíamos. Era muy hospitalaria. Acabas estableciendo una especie de mafia benevolente, ya sabes, un montón de amigos que creen en lo mismo”.

La etapa se terminó de manera casi tan fulminante como había empezado. Conoció a Grisha –la historia de cómo él se metió en el lago de Garda, en medio de un convite que daban los Feltrinelli, doblando el borde de sus pantalones impecables, para rescatar la pelota del perrito de Beatrice, palidece si no la cuenta ella, lo mismo que su boda unos años después, una fiesta a la que acudieron Rauschenberg, Dalí y Jasper Johns–. Compraron la casa de la Toscana y a él empezó a gustarle demasiado. Ya nunca quería volver a Milán con ella entre semana. “Yo podía ver mi futuro con claridad y pensé: ‘esto es aburrido. Ya no hay aventura. Y encima quizá pierdo mi matrimonio’. En dos meses cerré la galería. Mi amigo Leo Castelli [el famoso galerista neoyorquino] me dijo: ‘Eres la persona más estúpida que conozco. Vas y cierras la galería seis meses antes de que nos convirtamos en millonarios”.

El dinero es un tema francamente poco estimulante para ella.

-Quizá podríamos alojar a turistas por aquí cerca y dejarles que vinieran a comer con los escritores y escucharan algunas conferencias. Hay gente que pagaría mucho dinero por una cosa así - piensa en voz alta, como solución a la falta de liquidez de Santa Maddalena.

-No parece que le encante la idea.

-No, rompería el misterio…

Monti, co Rosina a sus pies y dos autores residentes de la pasada primavera: el turco KayaCaterina Barjau

“De alguna manera, en Santa Maddalena las horas cuentan el doble. El rato que va a las 12.00 a las 13.00 te cunde como si tuviera 120 minutos” intenta resumir Kaya Genç, un escritor y periodista turco que estaba a finales de abril en Santa Maddalena. Es su sexta estancia en cinco años, en parte porque está escribiendo un libro sobre la familia otomana de Beatrice Monti, la rama armenia que tuvo que abandonar el palacio familiar a orillas del Bósforo. “Estar aquí te hace sentir como Flaubert en los salones del París del XIX. También te hace ser consciente de su lugar en el mapa literario, que es como una constelación. Hay estrellas grandes, pequeñas e invisibles. Eso te da perspectiva. No es una cuestión de envidia. Te das cuenta de que otra existencia es posible”, dice. Allí no se va a hacer algo tan vulgar como el networking, pero quien pasa por Santa Maddalena sí puede acabar beneficiándose de esa otra “mafia benevolente”.

Durante esos días, Genç compartía residencia con una escritora estadounidense, Katy Simpson Smith, que emergía cada poco de su estudio (le tocó el mejor, el de Grisha) con los ojos enfebrecidos. Santa Maddalena estaba ya colándose en su novela. “Ayer escribí una escena en la que mis personajes comían y lo que había sobre la mesa es lo que hemos estado comiendo aquí, con Rasika”.

Los almuerzos y las cenas, así como el café, que cuando hace buen tiempo se sirve en el jardín, son rituales importantes en Santa Maddalena. No está escrito que se exija etiqueta, pero sí cierto decoro: los hombres, mejor con americana. Y, sobre todo, manejar bien el juego de la conversación.

“Los escritores son gente curiosa, quieren saber. Aunque quizá podrían tener mejores modales en la mesa”, bromea la mecenas. Una de sus reglas conocidas es no permitir la estancia a parejas, ni siquiera a parejas de escritores. Distrae y mata la conversación. “Si traes a un matrimonio, uno empieza a contar una historia y el otro le dice: ‘no, cariño, no fue así’. Y ya está, ya ha acabado la historia”.

Katy Simpson Smith trabajando en el que era el estudio del esposo de Beatrice Monti, el escritor Gregor von Rezzori, a quien todos en la residencia llaman “Grisha”. Caterina Barjau

“Beatrice es una gran seductora, y cuando ella falte, eso será difícil de reconstruir porque con ella se va un siglo”, cree el escritor Javier Montes, que además de residente fue también director literario de la Fundación durante un año. Él se encargó, entre otras cosas, de llevar más autores españoles e hispanos –en los últimos años han pasado por allí Alan Pauls, Mercedes Cebrián, Jordi Puntí, Marcos Giralt Torrente y Gabriela Ybarra entre otros–. “Me apena que, sin ella, el proyecto languidezca”, reflexiona Cebrián, que suele ir a Santa Maddalena todos los veranos y dice sentirse como “la sobrina pobre” de la baronesa. Casi todos los que la conocen contestan variaciones (muy bien formuladas, por algo son escritores) de lo mismo: Santa Maddalena es Beatrice y Beatrice es Santa Maddalena. Cuesta imaginarlo de cualquier otra manera.

Ese tema, el de la sucesión, preocupa a Monti, que en los últimos años ha ido preparando a varios posibles herederos, entre ellos el escritor estadounidense Andrew Sean Greer y un antiguo asistente, el colombiano Nicolás G. Botero, que han terminado por irse de Santa Maddalena. “Estoy decepcionada –se lamenta– porque no tengo tiempo para empezar a enseñar a otro, a estas alturas de mi vida. Mi plan es que esto continúe. Para mantener el mismo espíritu es importante tomarse en serio el trabajo pero a la vez conservar cierta ligereza, cierta levedad. Este es mi gran problema, mi obsesión”.

Dicho esto, con una nube pasajera de genuina melancolía, Monti recupera la energía, se pone de pie utilizando el bastón que fue de su padre y llama a rebato a la perra Rosina. Hay demasiadas cosas que hacer esa tarde, demasiadas cosas que leer.

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