Néstor Pablo Roldán, el ceramista de ‘Los herederos de la tierra’
Su modelo de negocio era, en sus propias palabras, “un disparate”: un taller de cerámica tradicional en un pueblo de Zaragoza de 50 habitantes. Pero las piezas del artesano de 39 años, a medio camino entre la arqueología y la fantasía, han llegado a la serie recién estrenada en Netflix. Y desde allí a Manhattan, Vancouver o París.
Yo era el típico niño de Zaragoza sin pueblo”, cuenta Néstor Pablo Roldán (Zaragoza, 1983) mientras conduce por la cuesta —43 curvas contadas— que lo lleva de Calatayud a Sediles, el pueblo donde tiene su estudio.
“Abuelo, ¿tenemos o no tenemos pueblo?”. Tan angustiado estaba Néstor por la ausencia de un...
Yo era el típico niño de Zaragoza sin pueblo”, cuenta Néstor Pablo Roldán (Zaragoza, 1983) mientras conduce por la cuesta —43 curvas contadas— que lo lleva de Calatayud a Sediles, el pueblo donde tiene su estudio.
“Abuelo, ¿tenemos o no tenemos pueblo?”. Tan angustiado estaba Néstor por la ausencia de un origen claro en la familia que consiguió que Alfredo, su abuelo paterno, un día le dijera: “En caso de que tuviéramos pueblo, sería Sediles”.
Sediles es un punto mínimo en la geografía de la región donde habitan 40 almas en invierno y unas 100 en verano. En 2012 Néstor se presentó de incógnito en el bar: “¿Queda algún Pablo por aquí?”. “Todos somos Pablo”, le contestaron. Y se quedó.
El estudio de Cerámica Saedile es una nave de 500 metros diáfana y fría. Acaba de amanecer. Néstor empieza a trabajar a las siete de la mañana en invierno. Lo más duro es meter las manos en el barro, que suele estar un grado por debajo de la temperatura ambiente. Cuesta mover los dedos en esa masa helada y las manos del artista necesitan un fisioterapeuta con urgencia. Pero su relación con el barro da para mucho más que unos magullones. La historia de su matrícula en Bellas Artes en la especialidad de cerámica suena a conjura del destino o a perfecta alineación astrológica, sean cuales sean los cuerpos celestes que protegen a los artistas del barro.
Néstor era rescatista de la Unidad Militar de Emergencias (UME). Con 18 años, sus padres se habían separado y él necesitaba un cambio. “Quería hacer deporte, veranear en los Pirineos, ganar dinero y tener un sitio para dormir, así que el día que se me cruzó la furgoneta del alistamiento dije: ‘Voy para allá”.
“Mi entrada en la UME no fue vocacional ni meditada. Yo necesitaba romper, pero el impulso me duró 15 años”, cuenta. Estando dentro, decidió presentarse a Bellas Artes. Su punto fuerte siempre había sido el dibujo, pero había tal fila para el examen que se metió en la clase vacía de al lado, cerámica. “Me examinaban tres profesores: ‘¡Con que hagas un cenicero estás aprobado!’, me dijeron”. Él hizo algo más que eso y entró por la puerta grande. En la UME no contó nada, pero acabaron enterándose y empezaron las burlas por los pasillos: “¿Así que finalmente te has matriculado en Bellas Hambres?”, le decían. “Pero yo estaba en mi salsa. La cerámica fue un descubrimiento, aprendí a darle vida a lo que pintaba con el pincel, volví a ser el niño que modelaba figuras con una ilusión enorme”, dice mientras se pelea con el torno.
Cuando decidió establecerse en el pueblo, un viejo alfarero le aconsejó: “No te dediques a esto si no eres millonario. Todo el mundo quiere ser Picasso y Calatrava, pero nadie quiere recuperar cacharros y piezas antiguas”. Néstor había llegado al pueblo buscando justamente la conexión con lo antiguo. Su abuelo materno, Antonio, de 96 años, era albañil y le enseñó a disfrutar lo viejo. El resto de su pasión por la cerámica histórica se la adjudica a las películas de Indiana Jones. Se convirtió en un estudioso de la cerámica andalusí.
“Es una gran desconocida, en los museos suele destacarse más la romana, pero durante ocho siglos en Andalucía se trabajó la cerámica con las mejores técnicas de Irán y de Asia Menor”. Néstor se siente muy cómodo trabajando con los arqueólogos. “He podido tocar piezas andalusíes del siglo XI que aparecieron en Zaragoza, una de ellas con la huella de un dedo… Puse el mío encima y sentí una conexión con la persona que la había tocado hace ocho siglos”, recuerda.
Llevaría un año transitando a medio camino entre el arqueólogo y el artista cuando su trabajo experimental llegó a unos productores de Netflix que buscaban la vajilla para la segunda temporada de Los herederos de la tierra, basada en la novela de Ildefonso Falcones La catedral del mar, que se estrenó el 15 de abril. Vajillas del siglo XIV y XV, para reyes y nobles, pero también para pobres y mendigos. Platos, cacharros y hasta orinales. Era un encargo de 300 piezas que debía estar listo en dos semanas para un taller con un solo empleado, Néstor, que dijo que sí con el piloto automático y ese mismo día empezó a estudiarse el catálogo del Museo Provincial de Teruel y el de Cerámica de Manises. “No hay piezas inventadas, todas estaban sacadas del catálogo. Es la época donde acaba la cerámica medieval y empiezan a fabricarse piezas de más altura, cuando llegan los esmaltes dorados y el azul”, explica.
Estuvo buscando tierras con tonos amarillos para conseguir el color exacto de la época, porque el barro de su zona es más rosa. Lo encontró en un lugar secreto que le enseñaron unos amigos arqueólogos. El resto lo consiguió con el fuego. “Hay que saber leer el fuego, controlar la madera. El fuego te avisa, te dice: ‘¡Ahora!’. El color del humo aporta datos objetivos, no es magia ni intuición, los expertos analizan hasta la ceniza”. En una semana, las baldas del taller se llenaron de piezas organizadas por estilo, estatus social, color, materiales. Y el encargo se entregó a tiempo.
La secuela se comenzó a rodar en Barcelona a finales de 2020. A él le han enseñado algunas escenas sueltas: “Es impresionante la cerámica iluminada, las cuatro imágenes que he visto me han encantado”.
Este año su plan es volver al dibujo y al grabado para hacer su primera exposición. “Un veterano me dijo que no puedo llamarme alfarero hasta que no tenga 15 años de oficio. No me queda nada, solo llevo tres o cuatro”, dice medio en broma, pero un poco desconcertado por todo lo que le ha pasado en los últimos tres.
“Mi modelo de negocio era un disparate: artesanía en una comarca deprimida de menos de 100 habitantes, ¿quién va a vender cerámica en un pueblo de ovejas y con una pandemia global? Pues yo tengo piezas en Manhattan, en Vancouver, en Francia. Instagram y el boca a boca han sido impresionantes”.
Sus clientes llegan de todas partes. Algunos se van enfadados porque se llevan una pieza pequeña, digamos una taza de café, que no está firmada: “¡Hombre, es que está sin firmar y en el futuro tus piezas van a valer mucho dinero!”, le han dicho. “Hay gente que tiene mucha fe”, insiste Néstor en su desconcierto.