Vindicación de la patria

Las palabras no tienen amo, pero el poder busca adueñarse de ellas con el fin de usarlas para sus propósitos | Columna de Javier Cercas

Al atardecer del 7 de abril de 1775, Samuel Johnson le espetó a su biógrafo James Boswell: “El patriotismo es el último refugio del canalla” (o del sinvergüenza: scoundrel, en inglés). Es verdad que Johnson se refería sólo a quienes consideraba falsos patriotas, pero la frase ha cosechado tal éxito que, dos siglos y medio después de formulada, ya es casi un cliché, lo cual demuestra una vez más que las ideas no se convierten ...

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Al atardecer del 7 de abril de 1775, Samuel Johnson le espetó a su biógrafo James Boswell: “El patriotismo es el último refugio del canalla” (o del sinvergüenza: scoundrel, en inglés). Es verdad que Johnson se refería sólo a quienes consideraba falsos patriotas, pero la frase ha cosechado tal éxito que, dos siglos y medio después de formulada, ya es casi un cliché, lo cual demuestra una vez más que las ideas no se convierten en clichés porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o porque contienen una parte sustancial de verdad. Para estar de acuerdo con Johnson ni siquiera hace falta haber padecido 40 años de fogosa retórica patriótica, como nos ocurrió a los españoles durante el franquismo; basta recordar que en el nombre de la patria se han cometido algunas de las mayores atrocidades de la historia. Es una evidencia flagrante, pero no siempre fuimos conscientes de ella. Todo lo contrario: desde la antigüedad, las hazañas patrióticas disfrutaron de un prestigio imbatible, como demuestra el entusiasmo sin tregua con que las cantaron artistas y escritores, y mi impresión es que sólo a principios del siglo XX empieza el desprestigio continuado de la palabra patria, al menos en Europa, cuando la apoteósica carnicería de la I Guerra Mundial engendró algunos de los más furiosos alegatos antibelicistas de que haya noticia, desde Marte, dios croata —la obra maestra de Miroslav Krleza, asombrosamente aún no traducida al castellano— hasta aquel poema memorable donde Wilfred Owen, muerto en combate a los 25 años, trituraba el tópico horaciano según el cual es dulce y honorable morir por la patria, y en cuyo final se lee: “Si pudieras oír con cada sacudida / cómo brota la sangre de su pulmón enfermo, / obscena como el cáncer, amarga como el vómito / de incurables heridas en lenguas inocentes, / amigo, no dirías entusiasta / a los muchachos sedientos de una ansiosa gloria / esa vieja mentira: Dulce et decorum est / pro patria mori”.

Dicho esto, ¿es posible todavía limpiar de inmundicias la palabra patria, o lo mejor es arrojarla de una vez por todas al basurero? ¿Existe alguna posibilidad de devolver a ese término envenenado un significado potable? Si existe, está en el Quijote, que viene a ser para nosotros más o menos lo que el I Ching para los chinos: el libro que esconde todas las respuestas. En el antepenúltimo capítulo de la novela, Don Quijote y Sancho vuelven por fin a casa y, al subir una cuesta, vislumbran su villorrio; entonces el escudero cae de rodillas y, desarbolado de emoción, exclama: “Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo…”. Eso era la patria para Cervantes: un lugar minúsculo, abarcable y deseable donde a uno le aguardan su familia, sus amigos y sus recuerdos; no se trata de una patria imponente, solemne, política y belicosa, sino de una patria pequeña, humilde y personal, casi sentimental. Siglo y medio después de Cervantes, más o menos cuando Johnson lanzaba su afortunado dicterio antipatriótico, Voltaire proponía una idea muy semejante: en su Diccionario filosófico afirma que la patria es un pueblo o ciudad por los que uno siente afecto; y añade: “Cuanto más grande llega a ser la patria, menos la amamos, porque el amor dividido se debilita. Es imposible amar tiernamente a una familia muy numerosa que apenas conocemos”. Esa es la patria de Cervantes y Voltaire: no la patria épica, abstracta, aguerrida, invasiva y nacional de los himnos y discursos, sino la patria íntima, palpable e inerme a la que alude la palabra alemana Heimat, que significa hogar además de patria, y que quizá habría que traducir como “patria chica”; esa es la patria que, me parece a mí, todavía cabe vindicar: la patria de Cervantes y Voltaire, la de Don Quijote y Sancho Panza. Esa es mi patria.

Las palabras no tienen amo, pero el poder busca adueñarse de ellas con el fin de usarlas para sus propósitos, a menudo distorsionándolas o corrompiéndolas. Por la cuenta que nos trae, nuestra obligación consiste en resistirnos a esa tropelía cotidiana, universal. Quien domina el lenguaje domina la realidad. Tal vez la única patria auténtica sea la patria chica.

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