De Britney Spears a Chenoa: en pleno caos vuelve la despreocupada estética de los 2000
El estilo de los dos mil triunfa entre los más jóvenes sin los prejuicios machistas de aquella época. Mariposas, pantalones de tiro bajo y tops minúsculos que nos recuerdan lo fácil que parecía todo antes de la crisis económica, la pandemia y la guerra.
No hay constancia exacta de cómo y cuándo empezó. Ni siquiera existe consenso a propósito. Pudo ser la campaña viral por la emancipación tutelar de Britney Spears o el programa de cocina de Paris Hilton en Netflix. Quizás el reboot del clásico adolescente Gossip Girl o la reposición de The O.C. en HBO Max. También el anuncio ...
No hay constancia exacta de cómo y cuándo empezó. Ni siquiera existe consenso a propósito. Pudo ser la campaña viral por la emancipación tutelar de Britney Spears o el programa de cocina de Paris Hilton en Netflix. Quizás el reboot del clásico adolescente Gossip Girl o la reposición de The O.C. en HBO Max. También el anuncio de la tercera entrega de Una rubia muy legal o la quinta de Scream. A lo mejor, el regreso de Bennifer o la mofa que la propia Kim Kardashian hizo en Saturday Night Life de la sex tape que la lanzó a la fama. Incluso aquel videoclip del Brutal de Olivia Rodrigo, en el que aparece con el mismo minivestido de Roberto Cavalli que Britney llevó a la gala de los American Music Awards de 2003. Que no se diga que no había motivos. Los estudiosos del fenómeno sitúan sus inicios a principios de 2020, justo cuando el coronavirus se instaló en nuestras vidas, y hablan de una segunda oleada en 2021, tras confirmarse las posibilidades comerciales. Aunque hay quien se remonta hasta 2014, la primera vez que el término cobró un nuevo sentido. Ocurrió en Tumblr, otrora popular red social de microblogueo, y entonces no aludía más que a un chorreo de imágenes de muñecas Bratz, teléfonos móviles plegables color rosa chicle, accesorios bling-bling y GIF de Lindsay Lohan en Chicas malas, la película devenida título de culto en 2004, y de Megan Fox lamiendo un mechero en Jennifer’s Body (2009). Adolescentes compartiendo recuerdos de sus no tan lejanas infancias. #Y2K, etiquetaban los posts, refiriendo el acrónimo —year two thousand, año 2000 en inglés— en lenguaje SMS que designaba al virus informático que iba a poner patas arriba el nuevo milenio, para que no hubiera pérdida. Asociado a la moda, hoy el hashtag ronda los 500 millones de visualizaciones en TikTok y es el mayor reclamo en la plataforma de compraventa Depop (30 millones de usuarios, el 90% menores de 26 años). No, tampoco hay constancia ni consenso sobre cuándo remitirá tamaña manía dosmilera.
Hace al menos ya un par de años que la estética de la primera década de los dos mil campa a sus anchas por colecciones de todo pelaje y condición, del prêt-à-porter de lujo a las cadenas de gran consumo, avalada por el discurso generacional de unos creadores que defienden la validez de sus memorias de mocedad. “¿Acaso la nostalgia por nuestra cultura infantil de principios de este siglo es menos guay que esa fijación más asumida por los años setenta y ochenta?”, inquiría el diseñador francés Olivier Rousteing (de 36 años) al presentar su propuesta para la primavera-verano 2020 en Balmain. Era una pregunta retórica, claro, contestada implícitamente por el negocio: no hay morriña mala cuando se trata de resultados financieros. Especialmente en tiempos convulsos. “Insegura sobre el futuro, la moda se refugia en su pasado. Siempre sucede así en periodos de crisis globales, como una pandemia”, expone Andrew Groves, profesor de Diseño en la Universidad de Westminster londinense. Es posible que para la industria la fiebre Y2K no signifique más que otro activo de la llamada economía de la nostalgia, pero para la muchachada centenial recordar los primeros dos mil responde antes que nada a la necesidad de encontrar refugio en algo que les resulta tranquilizante, reconocible, frente a la opresiva realidad pospandémica. En una sociedad que ya no puede permitirse aquella descarada superficialidad pop, tan anacrónico sistema de valores y distantes referencias culturales se siente extrañamente familiar. La cuestión ahora es no convertir tal ataque de añoranza en un (otro) problema.
“¡Más sucia, más zorra, más sexi!”, describía entusiasmado Nicola Brognano el otoño-invierno 2021-2022 de Blumarine. Italiano de Calabria, de 32 años, en 2020 accedió a la dirección creativa de la firma fundada por Anna Molinari con la misión de devolverle la relevancia. Y, en efecto, ahí estaban los pantalones de cintura púbica recamados de cristales a lo Britney, las chaquetas de tonos golosina y los corsés de Cristina Aguilera, y hasta los tops y accesorios con forma de mariposa (símbolo Y2K por excelencia) que popularizó Mariah Carey. Lo que nadie esperaba, sin embargo, es que repitiera en el empeño las denostadas formas de hace dos décadas, cuando llamar “gorda”, “drogata” o “putón” a una chica —según tildaban los tabloides de la época a sus presas famosas— definía las relaciones sociales. Un manual de tóxico comportamiento recogido en Chicas malas, en la que Lindsay Lohan cumplió la mayoría de edad. “Este tipo de relatos son los que nos han dado la perspectiva actual para enfrentarnos al comportamiento de los demás en colectividad, decidiendo quién parece mala persona y quién buena. Un juicio particularmente severo cuando se aplica a la mujer, a la que siempre se ha medido con una vara de crueldad mucho mayor”, expone el escritor trans estadounidense Jude Ellison, autor de Trainwreck: The Women We Love to Hate, Mock and Fear… and Why (Trainwreck: Las mujeres que amamos odiar, burlarse y temer… y por qué; Melville House, 2016), el libro que da cuenta de la mitología del pendón desorejado que refiere el título y que define un periodo profundamente misógino.
Los años olvidados del feminismo, se dice del momento histórico que comprenden las siglas Y2K. Una década en la que todo el mundo estaba invitado a la fiesta de lapidación pública de unas chicas que solo querían pasarlo bien. Bimbos, las llamaban, viejo término despectivo aplicable a la tía buena pero justita de luces, frívola y de actitud inconsciente. Ricas herederas como Paris Hilton y su hermana Nicky; antiguas princesas Disney del tirón de Britney Spears y Cristina Aguilera; hijas de, como Nicole Richie; o estrellas en ascenso en plan Mischa Barton y Hilary Duff. El escenario que se tramó para ellas fue de absoluto acoso y derribo, un linchamiento instigado por una prensa generalista en la que se impuso cierta política de evasión informativa tras los atentados del 11-S y la naciente burbuja de la blogosfera, de la que surgieron medios digitales ex profeso para la burla y el escarnio que no recibían sus homólogos masculinos. Recuerden a aquella Chenoa acorralada en el portal de su casa, llorosa y en chándal, su sufrimiento hecho chiste porque la había dejado David Bisbal, la venganza de la cobra. A finales de 2020 se hizo un selfi ante el espejo con una camiseta ombliguera y los mismos vaqueros acampanados de talle bajo con los que se presentó al casting de OT 1. La que no exorciza sus demonios es porque no quiere. O no puede, que todavía las hay que arrastran secuelas.
Para el caso, los centeniales que han espoleado tamaño revival no parecen acusar recibo del terrorismo misógino de aquellos días. La paradoja es que, conociendo la sensibilidad sociopolítica que gastan, hayan sido los miembros de la generación Z quienes enarbolen la bandera Y2K. Aunque se comprende: extrapolar la estética obviando a la vez la ética de una época conflictiva es una operación que solo la primera generación de nativos digitales podría emprender, en parte porque rehabilitar unos valores tan violentos en tiempos del despertar de las conciencias solo pueden hacerlo quienes participan de esa cultura woke. También está, por supuesto, la justificación moral de la compra sostenible. E incluso la reparación racial, que los estilismos dosmileros de crop top, chaquetilla, pantalón o falda a la cadera y accesorios bling-bling habrían sido en realidad una expresión de identidad original de las jóvenes afroamericanas, llevado a mayores por Beyoncé, TLC, En Vogue o Brandy. Sea como fuere, seguirles la pista nunca ha sido tan fácil como esta temporada, interpretados en las alfombras rojas por celebridades del alcance de Rihanna, Hailey Bieber o Rosalía e invocados en las pasarelas por el Mugler milenial de Casey Cadwallader, el revitalizado Roberto Cavalli que diseña Fausto Puglisi, el nuevo Lanvin de Bruno Sialelli, los inclusivos LaQuan Smith y Collina Strada, los españoles Roberto Torretta y Teresa Helbig, y hasta Tom Ford y Chanel. Y, atención, porque tendrán continuación el próximo otoño-invierno, ante la insistencia de Blumarine, Emporio Armani, Fendi y Miu Miu, que prolonga el impacto de su celebrado conjunto de chaqueta y minifalda jibarizadas en versión club de campo. En esto sí hay consenso: queda efecto Y2K para rato.