El apaño de Jordi Pujol

Lo que necesitamos es un acuerdo entre catalanes, aunque sea uno de esos en los que nadie queda del todo satisfecho

He aquí un libro importante: se titula Entre el dolor i l’esperança y contiene una entrevista del escritor Vicenç Villatoro a Jordi Pujol. Pese a las acusaciones de corrupción que le acechan desde que en 2014 reveló la existencia de un legado escondido al fisco, el expresidente catalán niega taxativamente que sea un corrupto. Yo le creo: a Pujol le obsesionaba demasiado el poder para obsesionarse por el dinero. El problema es que no se puede hacer política sin dinero, y que ...

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He aquí un libro importante: se titula Entre el dolor i l’esperança y contiene una entrevista del escritor Vicenç Villatoro a Jordi Pujol. Pese a las acusaciones de corrupción que le acechan desde que en 2014 reveló la existencia de un legado escondido al fisco, el expresidente catalán niega taxativamente que sea un corrupto. Yo le creo: a Pujol le obsesionaba demasiado el poder para obsesionarse por el dinero. El problema es que no se puede hacer política sin dinero, y que la insalubre relación de Pujol con el dinero toleró o propició la corrupción en su entorno familiar y político. Por eso (y no sólo por la famosa herencia oculta) pide disculpas hasta el hartazgo en este libro; nos las pide a todos, y también al joven idealista que fue, aquel chaval capaz de enfrentarse al franquismo cuando casi nadie tenía el coraje de hacerlo, y de arrostrar torturas y cárcel por ello.

Pero los problemas de Pujol con la justicia los resolverá la justicia. Lo importante aquí es el contenido político del libro. Éste demuestra de entrada que, a sus 91 años, Pujol posee una claridad mental, un sentido de la realidad, un bagaje intelectual y una visión de la historia incomparablemente superiores a los de cualquier político nacionalista actual. Son esas virtudes las que le dictan una evidencia flagrante, que ningún responsable nacionalista es capaz de afrontar, al menos en público: que el procés fracasó y que, tal y como lo plantearon, era “una quimera”. “Se ha comprobado”, dice Pujol, “que ahora el independentismo no es lo bastante fuerte para conseguir la independencia, pero sí para crearle un problema muy serio a España”. ¿Cómo arreglar ese problema? Respuesta de Pujol: un apaño. Los nacionalistas, dice, “debemos estar abiertos a fórmulas no independentistas que (…) aseguren la identidad, la capacidad de construir una sociedad justa y de facilitar la convivencia”. No soy nacionalista, nunca voté a Pujol y discrepo de muchas de sus ideas más arraigadas (yo no creo, sin ir más lejos, que todos seamos nacionalistas: la prueba es que hasta inicios del siglo XIX, cuando se inventó el nacionalismo, nadie era nacionalista); pero estoy de acuerdo con él. El problema catalán no es primariamente un problema entre Cataluña y España, sino un problema entre catalanes, como mínimo la mitad de los cuales hemos dicho en los últimos años, de todas las maneras posibles, que no queremos la secesión, entre otras razones porque no se sabe qué ganaríamos dejando de ser españoles, además de catalanes, pero es evidente lo que perderíamos: el derecho de ciudadanía de una democracia de la UE y todos los derechos asociados a él. Así que lo que necesitamos, antes que nada, es un acuerdo entre catalanes, aunque sea uno de esos acuerdos en los que nadie queda del todo satisfecho ni consigue todo lo que deseaba. A eso es a lo que, de hecho, se llama un buen acuerdo en política: a lo que solemos llamar un apaño. Traducido a mi terminología laica —Pujol es ante todo un hombre religioso—, el acuerdo debería permitir conciliar la diversidad cultural con la unidad política. En Cataluña, ese acuerdo se ha llamado tradicionalmente Estatut; yo aspiro a una Cataluña integrada en una España federal integrada en una Europa federal integrada en aquel mundo federal que postuló Bertrand Russell. Pero de momento se puede llamar como se quiera. Lo que está claro es que, igual que en la Transición, con el fin de salir de este aprieto necesitamos un apaño, por insuficiente que sea. Ya lo perfeccionaremos después (cosa que por cierto no hicimos después de la Transición: así nos va). Mientras tanto, basta con eso.

Para perplejidad de su interlocutor —un pujolista que considera el independentismo como la fase superior del pujolismo—, Pujol afirma una y otra vez que él no es independentista. De nuevo le creo, aunque asimismo creo que en ciertos momentos lo disimuló muy bien. Y, como le creo, estoy convencido de que, si desde el principio del procés hubiese dicho con claridad lo que pensaba, no hubiéramos llegado donde llegamos. Yo también leo este libro como un modo de pedir disculpas por no haber tenido el valor de decirlo.

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