Fanfarria y circo

A veces tengo la sensación de que estamos perdiendo las referencias, de que ya no sabemos el lugar que pisamos

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Qué cantidad de ruido. No sé ustedes, pero yo ando ensordecida por el griterío. Por ese blablablá inane que lo impregna todo. Ya se sabe que, en una democracia, los medios de comunicación son el espejo de la sociedad; pues bien, nos están ofreciendo una imagen feísima. El espacio público está lleno de opinadores incontinentes. “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”, decía Groucho Marx. O eso cuenta la leyenda, porque no está nada claro que lo dijera (no aparece en sus películas). Es, en cualquier caso, una frase perfecta para definir el tiempo que vivimos. No sólo por lo muda...

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Qué cantidad de ruido. No sé ustedes, pero yo ando ensordecida por el griterío. Por ese blablablá inane que lo impregna todo. Ya se sabe que, en una democracia, los medios de comunicación son el espejo de la sociedad; pues bien, nos están ofreciendo una imagen feísima. El espacio público está lleno de opinadores incontinentes. “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”, decía Groucho Marx. O eso cuenta la leyenda, porque no está nada claro que lo dijera (no aparece en sus películas). Es, en cualquier caso, una frase perfecta para definir el tiempo que vivimos. No sólo por lo mudable e interesado de esos principios, sino también porque se trata de una cita mal atribuida. O sea, de un dato probablemente falso y sin contrastar, pero que repetimos como loritos. Sí, ese es nuestro mundo, un totum revolutum de afirmaciones mentirosas y opiniones resbaladizas (si no nos gustan, tienen otras) que televisiones, radios y periódicos, por no mencionar a las malditas redes, se encargan de convertir en fanfarria y circo.

Los medios de comunicación están atravesando una profunda crisis. La adaptación a las nuevas tecnologías, que ha hundido a tantas empresas informativas (en España fue uno de los sectores más afectados por la recesión de 2008, tras el ladrillo), ha dejado a muchos empresarios y periodistas corriendo como gallinas sin cabeza. Y así, han aumentado el sensacionalismo, el emborronamiento de valores, la caza desaforada de lectores y audiencia. Los tiempos de vacas flacas no suelen ser buenos para la ética. Tomemos, por ejemplo, la megaexplotación aniquiladora del caso Rocío Carrasco (o cómo convertir el sobrecogedor tema del maltrato psicológico en algo obsceno); o tomemos la entrevista de Évole a Bosé, que me inquieta aún más. Dos horas, dos semanas, dos programas. Me parece un despropósito, pero no se me hubiera ocurrido mencionar el asunto si Évole, que por otra parte es un buen profesional, no hubiera escrito en La Vanguardia un quejumbroso artículo protestando por las críticas recibidas. Venía a decir (aunque preferiría que leyeran el texto, porque toda reducción altera el contenido) que se pensaron mucho lo de hacer la entrevista, que es importante conocer el mensaje de los negacionistas, que “la responsabilidad periodística no puede implicar paternalismo con el espectador. No creemos que tengamos que censurar opiniones para no dañar al espectador”. En resumen, se erige en defensor de la libertad informativa. Hombre, una cosa es informar, y desde luego ahí no cabe censura. Hay que reflejar todas las opiniones, desde las de QAnon, los conspiroparanoicos que entraron en el Congreso americano y que creen que la nieve es de plástico, hasta las de, pongamos, los grupos neonazis europeos. Hay que saber qué sucede, quiénes son. Pero una cosa son las noticias y otra programas como el de Évole, que son sobre todo espectáculo.

Sí, los medios de comunicación son el espejo en el que la sociedad se mira. Pero, como cualquier espejo, no refleja toda la realidad; no abarca la habitación entera. Hay partes, desde las más clandestinas hasta las más desprotegidas, que siempre quedan fuera. De hecho, lo que vemos en ese azogue depende en gran medida de lo que los medios deciden enseñar. De lo que escogen poner en primer término o en los márgenes. Y dar dos programas a Bosé es una clara elección. Una elección ética. Las obsesiones del cantante con la pandemia eran más que sabidas (como reconoce Évole en su artículo); no hay nada informativo en concederle ese enorme espacio y la atención de un entrevistador con prestigio. Lo que yo creo que hay es un incomprensible blanqueamiento de su mensaje alucinado. Y la utilización morbosa y sensacionalista de un personaje herido, de un Bosé que no está en su mejor momento y a quien lanzan como carnaza a los leones, buscando un pelotazo de audiencia. No sé, para mí es la versión, en periodismo supuestamente serio, de la implacable sobreexposición de Rocío Carrasco. A veces tengo la sensación de que estamos perdiendo las referencias, de que en este mundo neblinoso ya no sabemos el lugar que pisamos. Creo que Jordi Évole se equivocó (dos veces, si contamos el ar­tículo). En fin, son cosas que suceden, todos erramos. Lo malo es que es un buen periodista. Como síntoma me parece preocupante.

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