Supervivientes de otras pandemias
Antes de que el coronavirus aterrase al mundo, otras pandemias como el sida y la tuberculosis llevaban años segando millones de vidas. Y si bien siguen presentes y matando, su tratamiento ha progresado y ha permitido a multitud de pacientes salir adelante hasta en los lugares menos halagüeños. Visitamos Sudáfrica para escuchar los testimonios de personas que enfermaron hace ya mucho y resistieron cuando todo iba en su contra.
Cuando un gran problema pinta el futuro oscuro e incierto, un ancla a la que aferrarse ayuda a encontrar de nuevo la luz. Puede ser la preocupación por una familia a la que no quieres dejar a su suerte. Puede ser la rabia por no haber podido evitar la muerte de una hija. Puede ser el espíritu combativo de una madre que nunca dejó de creer en ti. En todos los casos es amor. Esta es una historia de amor, o más bien son siete historias de amor. Las de unas personas que decidieron no rendirse a pesar de que su vida estaba amenazada por unas enfermedades que fueron pandemias mucho antes que la ...
Cuando un gran problema pinta el futuro oscuro e incierto, un ancla a la que aferrarse ayuda a encontrar de nuevo la luz. Puede ser la preocupación por una familia a la que no quieres dejar a su suerte. Puede ser la rabia por no haber podido evitar la muerte de una hija. Puede ser el espíritu combativo de una madre que nunca dejó de creer en ti. En todos los casos es amor. Esta es una historia de amor, o más bien son siete historias de amor. Las de unas personas que decidieron no rendirse a pesar de que su vida estaba amenazada por unas enfermedades que fueron pandemias mucho antes que la covid-19. Hablamos del VIH y de la tuberculosis, que solo en el último año han segado las vidas de 770.000 personas la primera y otro millón y medio la segunda. Una no tiene cura, pero se ha logrado cronificar gracias a la medicación antirretroviral. La otra sí se puede superar, pero sus efectos secundarios son gravísimos y sus variantes resistentes muy virulentas.
Nos vamos a Sudáfrica, un país que ya tiene un lugar en la historia gracias a la lucha de sus ciudadanos por conseguir un acceso justo a medicamentos. Un país que logró doblegar ante los tribunales a su Gobierno para que dieran antirretrovirales gratuitos a la población, cuando al iniciarse el siglo XXI aún negaba que el VIH provocara sida y recomendaba tratarse con remolacha y ajo (un año de terapia con antirretrovirales rondaba los 10.000 euros). Lo lograron movimientos como el de la Campaña de Acción por los Medicamentos (TAC) y Médicos Sin Fronteras (MSF), primera organización que suministró los fármacos para el VIH a personas sin recursos. Fue en el suburbio de Khayelitsha, en Ciudad del Cabo. En aquellos tiempos, el sida causaba 300.000 muertes anuales.
Las personas que han accedido a contar su experiencia aquí llevan más de dos décadas en la brecha. Ahora que el desánimo oscurece los corazones de millones de ciudadanos en el mundo por la covid-19, ellas lanzan un mensaje de esperanza: se puede sobrevivir a una pandemia; se puede sobrevivir a casi todo, en realidad. Estos son sus testimonios.
Fanelwa Gwashu
El rostro de Fanelwa Gwashu, de 48 años, fue muy popular en Sudáfrica cuando su sonrisa triunfal adornó los pasquines y carteles de la TAC. Pero antes de aquella foto, Gwashu lo tuvo todo en contra para sobrevivir al sida. Cuando se enteró de que había contraído la enfermedad corría el año 2004, y cayó como una bomba: su recuento de linfocitos CD4 (las células que ayudan a combatir infecciones y que el VIH destruye) era de 82 (lo normal sería entre 500 y 1.200). “Además de sida, tenía tuberculosis, neumonía en ambos pulmones, meningitis criptocócica y una neuropatía periférica que me hacía sentir como si me clavaran alfileres desde la cintura hasta los pies”. Llegó a estar en coma, pero resistió. “Lo hice por mi madre, porque en 2004 yo era la tercera hija que enfermaba. La primera murió en 2002, la segunda en 2003… Ambas por sida. Me dije: ‘Mi madre no puede enterrar a otra hija”.
Gwashu proviene de una familia de cantantes de coro góspel, y una de las anécdotas que le cuentan de aquellos momentos sombríos fue cómo la música la devolvió al mundo de los vivos. “Mi madre dice que empecé a reaccionar cuando me cantaba, porque yo continuaba con la melodía, la recordaba”.
La paciente mejoró, se inició en el activismo y logró un empleo en Médicos Sin Fronteras como experta en VIH. Se vestía con una camiseta de la TAC que rezaba “Superviviente de VIH”, algo que entonces era toda una provocación. Con ella puesta, visitaba a pacientes y les hablaba de la importancia de tomar antirretrovirales. “Hicimos una campaña por todo el país y yo era una de las que daban charlas. Mi cara estaba en todas partes: panfletos, carteles… Y mi madre cogió montones de ellos, volvió al pueblo y fue contando que su hija estaba bien y que ellos también podían estarlo”. La madre de Gwashu murió en 2008. “La enterré con orgullo”, suspira la hija, porque cumplió su promesa de que ella le sobreviviría.
Goodman Makhanda
Goodman Makhanda, de 38 años, trabajó como dependiente en una tienda de ropa masculina en Ciudad del Cabo hasta 2015, cuando fue despedido por su tuberculosis. Pero no fue esta la peor noticia, sino que había contraído la variedad multirresistente. “Comencé con una medicación muy agresiva con pastillas e inyecciones, y entonces descubrieron que también era diabético”. El cóctel de fármacos complicó su recuperación hasta que 18 meses después, y ya en cuidados paliativos, le informaron de que uno de sus pulmones era inservible. “Me dijeron que esperase a la muerte, pero yo pregunté si se podía hacer algo, si lo podían extirpar”. En verano de 2016 volvió a la vida con un pulmón menos. “No sabía si iba a despertarme después de la cirugía, pero tenía fe”.
Tras la recuperación, pensó que hacía falta brindar información a personas que, como él, se encontraran de golpe con la tuberculosis más virulenta que existe. Especialmente, a su salud mental. “La depresión siempre está ahí, pero nadie habla de ello en Sudáfrica”.
Y resalta que no existe apoyo para volver a una sociedad de la que han estado apartados. “Nadie te prepara para vivir después de la tuberculosis”. Ahora forma parte del Consejo Sudafricano de Investigación Médica y trabaja como asesor de MSF. Entender cómo funciona la medicación y lo duro que es aguantar sus efectos secundarios le ayuda mucho a dirigirse a los enfermos.
Pudo haber peleado contra la empresa que le despidió, pero tenía que elegir entre luchar contra ella o por su salud. No podían ser las dos cosas. Apostó por su vida. “Cuando todo terminó, ya no me interesaban”.
Busi Maqungo
A sus 48 años, tiene una vida nueva. En un apartamento de protección oficial en Khayelitsha, con su niño Obi, de 5 años, un regalo de la vida de última hora. Busi Maqungo navega por un pasado que no iba mal: siendo una veinteañera recién llegada a Ciudad del Cabo, tenía trabajo y se había reencontrado con su novio de la época de estudiante. La buena racha acaba en 1999, cuando nace su hija Namazizi y al cabo de un mes la niña enferma. “Fui al hospital y el doctor sugirió hacerle la prueba del VIH”. La niña tenía el virus. Los padres también.
“Nueve meses más tarde mi bebé murió. Y ahí fue cuando dejé a ese hombre, era una relación abusiva. Estas cicatrices [señala unas marcas grandes en sus brazos] lo atestiguan. Él se pegó un tiro más tarde y se mató”. Maqungo encontró refugio en un hogar para supervivientes de violencia machista y se unió a un grupo de apoyo en el hospital. A través de este, conoció a dos mujeres que marcarían un antes y un después en su vida. Una tenía un bebé seropositivo. La segunda había dado a luz a una niña sana a pesar de que ella era portadora del VIH. La diferencia era que ellas vivían en Khayelitsha, el único lugar de Sudáfrica donde gracias a MSF se distribuían gratis los antirretrovirales, y habían tenido acceso al tratamiento. Maqungo no. “Como vivía fuera de Khayelitsha, mi hija murió”, concluyó al enterarse.
“Esto es una de las cosas que me hizo ser más activa porque lo vi injusto, mi hija también se podía haber salvado”. La rabia le hizo reaccionar. “Decidí que no podía morirme”. Tanto se implicó en el activismo por los medicamentos que fue una de las personas que llevaron ante la justicia al Gobierno sudafricano para que dieran antirretrovirales a embarazadas, batalla que finalmente ganarían. “Siento que mi hija no ha muerto en vano”.
Norute Nobola
“Cuando me lo dijeron, pensé que era el fin del mundo porque no había tratamiento para los pobres”. Este fue el inicio de la convivencia de Norute Nobola, de 58 años y vecina de Khayelitsha, con el VIH. Cuando supo de su estado, en 1999, ya se encontraba mal, pues le habían diagnosticado poco antes tuberculosis pulmonar. De primeras, fue desahuciada. “No podemos hacer nada por ti”, certificaron los médicos. “Quédate en casa, intenta comer sano…”. Así aguantó hasta 2002, cuando empezó a tomar antirretrovirales y a mejorar. Nobola también se inició en el activismo a pesar de los efectos secundarios de la medicación, a pesar del cansancio y de que no tenía ni trabajo ni ahorros. Salió adelante porque su hermano se ocupó de ella. También sufrió el estigma, y la gota que colmó el vaso fue cuando una prima reveló a la madre de Nobola su estado sin pedir permiso. Aunque no fue tan malo como ella pensó. “Tenía cáncer y no quería darle más preocupaciones. Pero ella me apoyó y me dijo que debía perdonarles y seguir viviendo”.
Además del VIH, Nobola sufre asma e hipertensión. Pero nada evitó que labrara su camino como activista. En ese papel llegó a conocer a Nelson Mandela y a Barack Obama. Cuando los recuerda, se ruboriza como una adolescente. Sobre Mandela, menciona lo mucho que se sorprendió al escuchar su historia. “Yo era muy joven y me dijo que me mantuviera animada y fuerte, que continuase con la lucha”. En cuanto a Obama, se lo presentaron justo antes de ser presidente de Estados Unidos. “Nos prometió que volvería”.
Michael Hamnca
Michael Hamnca es un hombre de pocas palabras. De 44 años y corta estatura, relata con voz ronca su experiencia. Arranca en 2001, cuando dejó su pueblo en el Cabo Occidental y llegó con su mujer y tres hijos a Ciudad del Cabo en busca de fortuna. Hamnca había sido diagnosticado en el año 2000, pero no había antirretrovirales disponibles para él. En 2004, una abrupta pérdida de peso hizo saltar las alarmas: “Me hicieron un análisis y mi recuento de linfocitos CD4 estaba en 29”, describe. Empezó el tratamiento ese año en el suburbio de Khayelitsha, donde su familia y él se habían asentado. “Me dije que debía sobrevivir por mis hijos”.
Una vez recuperado, comenzó a asistir a grupos de ayuda de la TAC y MSF. De aquellos primeros tiempos recuerda las manifestaciones masivas. “Movilizamos a casi 22.000 personas para ir al Parlamento; nos hicimos fuertes”, dice con orgullo. “Antes de cualquier manifestación, organizábamos talleres para enseñar cómo comportarse. Teníamos que asegurarnos de que la gente entendía por qué luchábamos, siempre de manera pacífica”. El hombre de pocas palabras y tono monocorde se emociona al revivirlo. Lo mismo cuando se refiere a la visita de Nelson Mandela a Khayelitsha. “Le dimos una camiseta de la campaña, se la puso y manifestó abiertamente que el Gobierno nos debía apoyar. Nos dio visibilidad internacional y empezamos a recibir financiación gracias a él”.
Nondumiso Ndlela
Es la serenidad personificada. Tiene 38 años y vive en Eshowe, una localidad de la provincia de Kwazulu Natal que durante un tiempo tuvo el mayor número de personas con sida del país. Esto cambió gracias a una estrategia pionera de MSF que ha llevado a la región a exhibir los mejores resultados en prevención y tratamiento. Ndlela es uno de los nombres de esa lista dorada de personas que han contribuido a dar la vuelta al marcador.
Su relato comienza en 2002, cuando, con 20 años, se hizo la prueba de VIH porque su pareja había dado positivo. Ella obtuvo el mismo diagnóstico, pero pudo acceder a antirretrovirales y los efectos secundarios no aparecieron. Le preocupaba no poder tener más hijos, aunque ya contaba con dos. En 2009 quedó embarazada. “El doctor me tranquilizó y me dio el tratamiento que necesitaba. Y hoy mi hija tiene 10 años y es VIH negativa”.
También el sentido de la responsabilidad le ayudó a resistir. “Si no era fuerte, mi pareja lo vería y se sentiría culpable, ya que fue él quien me contagió. Y pensaba en los niños, en cómo se sentirían si enfermaba; tenía que permanecer fuerte y además parecerlo”. Su marido falleció en 2017, pero ella sobrevivió.
Sibonguile Tshabalala
Sibonguile Tshabalala tiene 44 años. Su calvario con el VIH comenzó en 2000 y ella es un ejemplo de lo que esta enfermedad puede hacer si no se trata. Durante seis años, sin acceso a antirretrovirales, era ingresada en el hospital como mínimo tres veces al año. Tuvo bronquitis severa en 2001 y en 2004 una tuberculosis pulmonar que casi la mata. “Un día mi cuerpo se empezó a hinchar. Por la noche, no me cabía la ropa y me tuve que envolver en una tela para dormir”. El tratamiento que le suministraron tuvo efectos secundarios graves: “Estaba en casa de mis padres y sentía que mi cuerpo se estaba rindiendo. De repente, la lengua se hinchó y me la empecé a tragar, y le dije a mi padre: ‘¡Cógeme la lengua, tira de ella!”. De vuelta al hospital y con oxígeno, logró salir adelante.
En esos años malvivió a base de vitaminas “y de todo lo que pudiera funcionar”. También recurrió a la consabida dieta de ajo y remolacha. “Mi madre se empeñaba en añadirlos a todas mis comidas, aunque me dieran diarrea. ¡Ahora no los soporto!”, dice entre risas.
En 2005 murió su marido por sida. En 2006, por fin, recibió antirretrovirales. Pero ese viaje no había salido gratuito: la TAC había estado luchando por ellos desde 1998. En 2000 ganaron ante los tribunales y lograron que el Gobierno los suministrara a embarazadas con VIH para que los bebés nacieran sin la enfermedad. En 2002 lograron extender el tratamiento a todos los enfermos, pero hasta 2006 no fue una realidad. Y solo los daban a pacientes con un recuento de linfocitos CD4 inferior a 200. Tshabalala tenía 164. “Yo me decía: me matará otra cosa, pero esto no. Estás en mi cuerpo, VIH, pero yo toco la guitarra y tú bailas mi música. Era mi manera de luchar”.
Asegura Tshabalala que siempre sintió curiosidad por el virus, pero la información era limitada en unos tiempos en los que “no teníamos Google ni nada de eso”. Durante una visita al hospital, en 2009, conoció a una activista de la TAC y decidió ser parte del movimiento. Su motivación hizo que poco a poco empezara a escalar puestos hasta que en 2017 fue nombrada presidenta nacional de la asociación, cargo en el que continúa.