¡Que inventen ellos!
No sacamos rendimiento del talento y nuestros científicos tienen que irse a vender sus descubrimientos al extranjero
Mi amigo el geriatra José Antonio Serra me ha mandado un documento fascinante. Se titula Estrategia española de ciencia, tecnología e innovación 2021-2027 y está elaborado por el Ministerio de Ciencia. Siempre he lamentado la tradicional aversión de la sociedad española a lo científico, una desconfianza borrica probablemente fomentada, como decía Gerald Brenan en El laberinto español, por el control que la Iglesia ejerció durante siglos en las universidades españolas (en 17...
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Mi amigo el geriatra José Antonio Serra me ha mandado un documento fascinante. Se titula Estrategia española de ciencia, tecnología e innovación 2021-2027 y está elaborado por el Ministerio de Ciencia. Siempre he lamentado la tradicional aversión de la sociedad española a lo científico, una desconfianza borrica probablemente fomentada, como decía Gerald Brenan en El laberinto español, por el control que la Iglesia ejerció durante siglos en las universidades españolas (en 1773 la Universidad de Salamanca ignoraba a Descartes y Newton, pero impartía cursos de teología en donde se discutía si el cielo estaba hecho de metal de campanas) y plasmada a la perfección en esa frase lamentable de un pensador como Unamuno, que, aunque no era precisamente un imbécil, soltó un desdeñoso “¡Que inventen ellos!”, despreciando la técnica y la ciencia y reivindicando para nuestro país, con cerril orgullo, algo que consideraba muy superior: el misticismo. En fin.
Ese pasado sigue marcando nuestro presente: por ejemplo, sólo dedicamos un 1,24% del PIB a investigación y desarrollo, cuando la media europea es del 2,12%. Pero hay que reconocer que hemos ido mejorando un poquito, y el documento lo muestra. Y así, el porcentaje de españoles que se interesan por la ciencia y la tecnología ha pasado de ser un 7% en 2004 a un 16% en 2018 (redondeo las cifras al número entero más cercano para no hacer demasiado fatigosa la lectura). Un gran crecimiento, desde luego, pero, de todas formas, ¡qué porción tan exigua! Aún más interesante es el cuadro que mide cuántos compatriotas piensan que la ciencia y la tecnología son más beneficiosas que perjudiciales: en 2002 sólo eran un 47% (lo que quiere decir que, aunque parezca increíble, hasta ayer mismo a la mayoría de los españoles les asustaba la ciencia). En 2018 la cifra a favor ha subido al 61%. Sí, también una clara mejoría, pero 4 de cada 10 personas siguen amedrentadas por el conocimiento científico. Y me temo que, si la encuesta se hiciera hoy, los datos podrían ser aún peores, porque el cuadro muestra una tendencia preocupante: en los porcentajes por edad, la franja más favorable a la ciencia es la que va de los 35 a los 44 años (un 65%). En el grupo de 25 a 34 años ya baja al 63%, y entre los que están entre los 15 y los 24 años, sólo el 62% la considera beneficiosa. No sé a vosotros, pero a mí todo esto, junto al achicharramiento de cabezas que ha traído la pandemia, me da bastante miedo.
Pero que la sociedad española sea tan cenutria no quiere decir que no tengamos investigadores buenísimos y además heroicos, porque hacer ciencia en España ha tenido y tiene sus bemoles. Y en este sentido el documento ofrece unos resultados asombrosos que me han dejado maravillada. Verán, de entrada, la producción científica española ocupa, por volumen, el puesto número 12 del mundo, lo cual ya me parece espectacular. Además, el impacto internacional de nuestra producción científica alcanza también la misma posición, y está un 29% por encima de la media mundial. Por añadidura, si contamos los trabajos españoles publicados en el 10% superior de las mejores revistas científicas del mundo, nuestro país está ¡en el puesto 11º! Y si tomamos sólo las revistas que copan el primer 1%, es decir, el Olimpo absoluto de las publicaciones, en el 13º. Que nuestros científicos sean capaces de lograr esa visibilidad y ese respeto mundial me parece milagroso, teniendo en cuenta las condiciones en las que trabajan. Un pelotazo de orgullo.
Eso sí: cuando miramos el impacto que eso tiene en la vida real, se nos baja la cresta inmediatamente. Porque, si contabilizamos nuestras solicitudes de patentes, tanto europeas como mundiales, España está, en todos los parámetros, en las últimas posiciones. Vamos, que no sacamos rendimiento del talento nacional y que nuestros magníficos científicos tienen que irse a trabajar y a vender sus descubrimientos al extranjero. El otro día la gran matemática Clara Grima me dijo que cada vez hay menos estudiantes de ciencias: han descendido un 24% de 2003 a 2018. La verdad, no me extraña: no tienen futuro. Un siglo después, seguimos instalados en el “¡Que inventen ellos!”.