Puerto Rico, atrapado en el tiempo
Con una mirada personal al pasado y otra al futuro, la periodista y escritora puertorriqueña Ana Teresa Toro desgrana algunas de las claves de un territorio que es parte, pero no pertenece a Estados Unidos. Un presente anacrónico
Tenía ocho años cuando a San Juan llegaron más de 250 barcos para la conmemoración de la Gran Regata Colón de 1992. Recuerdo recorrer los muelles, escuchar personas hablando distintos idiomas, sentirme tan parte del mundo. En aquellos años en Puerto Rico se soñaba en grande. Un comité preparaba la postulación para los Juegos de 2004. Imaginábamos y diseñábamos futuros; hacíamos esas cosas que hacen los países. En esos mismos años, científicos de todo el mundo querían venir ...
Tenía ocho años cuando a San Juan llegaron más de 250 barcos para la conmemoración de la Gran Regata Colón de 1992. Recuerdo recorrer los muelles, escuchar personas hablando distintos idiomas, sentirme tan parte del mundo. En aquellos años en Puerto Rico se soñaba en grande. Un comité preparaba la postulación para los Juegos de 2004. Imaginábamos y diseñábamos futuros; hacíamos esas cosas que hacen los países. En esos mismos años, científicos de todo el mundo querían venir al Observatorio de Arecibo para usar el radiotelescopio, el más grande del mundo hasta ese momento y un epicentro global para la astronomía. Desde Puerto Rico no solo era posible ser parte del mundo, sino mirar incluso al espacio. Teníamos la mirada expandida, grande, dignificada. Nos sentíamos universales incluso.
Era una niña, pero recuerdo bien que, en aquel tiempo, poca gente usaba la palabra “colonia” para describir la realidad política de la isla. Lo hacían los independentistas y en alguna medida los anexionistas (el sector que quiere la integración total de Puerto Rico con Estados Unidos), pero el discurso dominante era el de las virtudes del estatus político bajo el cual vivía el país desde 1952. Aunque siempre cuestionada, predominaba la narrativa que insistía en que “el Estado Libre Asociado (ELA) es lo mejor de los dos mundos”; un sonsonete que hoy día prácticamente nadie se atreve a enunciar. Los defensores de esta idea aseguraban convencidos que nuestra situación era privilegiada porque éramos parte del país más poderoso del mundo y lo hacíamos en español y sin perder nuestra cultura ni nuestra identidad. Pero bastarían unas pocas décadas para tener que enfrentar un ángulo mucho menos amable dentro de esa narrativa: era posible que tener “lo mejor de los dos mundos” te dejase sin uno propio.
Cuando en las horas de la tarde del 20 de septiembre de 2017 el huracán María por fin comenzó a salir de Puerto Rico, en Levittown apenas comenzaba la segunda parte de la tragedia. Sería tanta la lluvia que caería allí que, cuando en la mayor parte de la isla la gente empezaba temerosa a salir de sus casas para tratar de abrir caminos y enfrentar la dimensión del desastre, muchos de los residentes de esa comunidad corrían a trepar a los techos de sus casas para esperar rescate en la noche mientras miraban cómo sus hogares desaparecían bajo el agua. La inundación fue descomunal y con esas lluvias terminó de ahogarse el sueño de Levittown. Fue una de las primeras urbanizaciones inauguradas en Puerto Rico, desarrollada a principios de los sesenta por la empresa estadounidense Levitt & Sons. El recién estrenado suburbio sería el lugar al que miles de puertorriqueños regresarían para cumplir el sueño del regreso a la patria, luego de años de migración forzada a Estados Unidos. Con ese retorno, de alguna manera, Puerto Rico trataba de subsanar el pecado capital de su proyecto de país: habría progreso con el Estado Libre Asociado y miles saldrían de la pobreza. Pero la bonanza no alcanzaría para todos, la isla tendría que partirse en dos. Sin migración masiva sería imposible. Lo peor es que, aun con ese sacrificio, el experimento puertorriqueño eventualmente colapsaría. Tomaría décadas, pero tocaríamos fondo.
Cezanne Cardona (1982) creció entrando y saliendo de Levittown. Allí vivían sus tías, quienes lo cuidaban de niño. Es el autor del libro Levittown mon amour (Ediciones Callejón, 2018), cinco relatos a través de los cuales es posible observar el universo íntimo de aquel suburbio desde su decadencia contemporánea. Cardona tiene voz pausada, es capaz de citar lecturas al estilo del más sofisticado bibliófilo y es un erudito en el mejor sentido, pero hace años que no le basta un solo trabajo para sostener a su familia. “Soy hijo de una trabajadora social y un pintor. Ambos trabajaron en instituciones gubernamentales. Ese referente me formó como ciudadano, esa idea de que estudiando en la universidad, educándonos, podíamos tener un trabajo estable, un hogar seguro. Pero ahí está Levittown como el fracaso de ese sueño. Era un espejismo. Aquello que mis papás vivieron, mi generación no lo puede vivir”, narra.
Una imagen viene a su mente cuando piensa en sus años formativos. El entonces gobernador, Pedro Rosselló, hizo un gran evento mediático para la implosión de un residencial público. “Un grupo de amigos del barrio fuimos a ver los edificios caer y mi mamá me dio un golpe de realidad cuando me dijo: ‘Eso que estamos viendo es el Gobierno metiendo explosivos para resolver la pobreza del país”. Ese derrumbe revelaba las profundas grietas del proyecto de país que se forjó bajo el ELA. Sería en los noventa cuando se desarticularía por completo el modelo económico y la corrupción gubernamental alcanzaría nuevos límites. Atrás quedaría ese periodo inicial del ELA en el que la isla vivió un crecimiento económico exponencial y se convirtió en la vitrina que Estados Unidos utilizaría para mostrarle al mundo las glorias de su sistema, en contraste con la Cuba revolucionaria.
Pero el cristal de aquella vitrina no tardaría demasiado en quebrarse. En 1996 el presidente Bill Clinton firmó la desaparición de la sección 936 del código de rentas internas, una medida que se había convertido en base de la economía a través de una política de condiciones altamente beneficiosas para el establecimiento de industrias en la isla. Diez años después se concretaría el fin de la medida y con ello saldrían del territorio miles de empleos. Como consecuencia, en 2006 comienza la recesión en Puerto Rico, dos años antes de la crisis de 2008. Para entonces, una nueva ola migratoria agarraba fuerza. Esta vez el boleto de avión sin retorno tenía como destino el Estado de Florida.
Una imagen reciente ilustra la caída. Ocurrió a finales de 2020, cuando colapsó el radiotelescopio de Arecibo. Se hicieron polvo las 900 toneladas de peso de la plataforma desde la cual mirábamos al universo. La meteoróloga Ada Monzón irrumpió en llanto al recibir la noticia. “Tengo que informarles con el corazón en la mano que el observatorio colapsó… Se derrumbó, señores”.
En cada viaje que he hecho sucede lo mismo. Si soy la extranjera de cualquier grupo, llega un momento en la conversación en el que debo explicarme. No basta decir que una es de Puerto Rico, hay que intentar aclarar lo que es un Estado libre asociado. Hay que explicar lo que es pertenecer a, sin ser parte de. Hace falta aclarar también que en la isla hay personas que defienden la independencia, otras que defienden el Estado Libre Asociado (u otras formas de autonomismo) y hay otro grupo que aboga por la anexión y al que en Puerto Rico se conoce como estadistas, pues se le denomina “estadidad” a la búsqueda de la anexión como un Estado más a Estados Unidos. Por otro lado, en Puerto Rico hablar de estadidad tiene sus matices. Hay quienes considerarían la anexión como una alternativa descolonizadora, aunque técnicamente ese proceso implique el triunfo de cualquier empresa colonizadora: asimilar y absorber. A este grupo se suman quienes abogan por una “estadidad jíbara”, es decir, convertirnos en el Estado 51, pero haciendo énfasis en mantener nuestro idioma e identidad cultural.
Ahora bien, si el ejercicio explicativo ocurre en Estados Unidos, inmediatamente el ala liberal demócrata del espectro político se ve atravesada por la culpa y rápidamente se indignan. “¡Son ciudadanos americanos! ¡Hay que convertir a Puerto Rico en un Estado!”. Pero sucede que, por más bien intencionado que sea el mensaje, parte de una premisa colonial subyacente: se infantiliza al sujeto colonial y se asume jurisdicción sobre su futuro. Me ha pasado con muchísimos estadounidenses, se confiesan ante mí como proestadidad, como si con su gesto subsanaran más de un siglo de subordinación política. Su rostro cuando les explico que gracias pero no, que deben ser los puertorriqueños quienes tomemos esa decisión, es el rostro de una desilusión que raya en la ofensa.
Es importante establecer que la estadidad es una fuerza mayor en Puerto Rico. En las elecciones de 2020 el electorado respondió a la pregunta: ¿Estadidad sí o no? El sí obtuvo el 52,5% de los votos y el no un 47,5%. Ahora bien, de seis candidatos a la gobernación, cuatro eran no estadistas, y de ellos, tres independentistas. La estadidad es una fuerza potente, pero no indiscutida.
El fastidio de explicarnos ante el mundo que no entiende cómo es que desfilamos como país con una sola bandera en los Juegos Olímpicos, tenemos pasaporte azul y peleamos sus guerras, pero no tenemos derecho a votar por el presidente, poco a poco se ha ido disipando. Ya pasaron de moda los eufemismos. Ahora ocurre algo impensable décadas atrás: importantes figuras del liderato del partido creador del ELA (el Partido Popular Democrático) admiten que el estatus es colonial.
Yo he simplificado mi respuesta:
—¿Qué es Puerto Rico?
—Una colonia en plena era poscolonial.
Hay líderes políticos pro-ELA que rechazan vigorosamente ese término y recuerdan que el ELA fue ratificado en elecciones y que la ONU eliminó al país de su lista de colonias. Pero también están aquellos que ya se atreven a decir que el pacto entre Puerto Rico y Estados Unidos se rompió. El presente lo confirma. Cuando en 2016 nuestra economía quebró, el Congreso de Estados Unidos no permitió un proyecto de quiebra local y, en su lugar, aprobó una legislación que impuso una Junta de Control Fiscal. Con esa acción, Estados Unidos demostró que Puerto Rico no podía ser dueño ni de su propio fracaso.
Los canarios sabrán de lo que hablo. Conocemos bien cómo se comporta el flamboyán, ese árbol que tiñe de rojo los montes y las calles, niega su flor a la primavera y florece en verano. Crecí a la sombra de uno, de niña trepaba sobre él y en mi adolescencia lloré cuando lo cortaron porque sus raíces estaban por comerse la casa. Aquí en cualquier pintura costumbrista es una imagen indispensable y para muchos de nosotros es la primera imagen que viene a la mente cuando alguien habla de alfombras. En el trópico caliente, basta con un tapiz efímero de flores.
En 2019 vivimos un verano más caliente y más intenso. Ocurrió que, tras la revelación de un chat privado del gobernador, Ricardo Rosselló, en el que no quedaba un grupo marginado por insultar, la gente salió a la calle masivamente a exigir su renuncia. Los que llevaron la voz cantante fueron los artistas: Ricky Martin, Bad Bunny y Residente, entre otros. Reinó un espíritu de consenso que trascendió cualquier división ideológica. Tras una extenuante jornada se logró la renuncia del gobernante.
Como flamboyán ardiente, florecimos en verano.
Lo que revelaron aquellas páginas era indignante, pero los puertorriqueños llevaban demasiado tiempo aguantando injurias. El desastre natural de los huracanes Irma y María se convirtió en un desastre político ante la incapacidad de los gobiernos local y federal para manejar la crisis. Tras el paso de María, según un estudio de la Universidad de Harvard, murieron 4.656 personas.
Tania Rosario, de 41 años, tiene ese número muy presente. Es artista y directora ejecutiva de Taller Salud, una de las organizaciones feministas de mayor impacto en la isla y una institución que asumió liderato en las tareas de respuesta tras el paso del huracán. “No hay forma de que la desgracia tenga esa escala sin que haya un robo multimillonario de recursos porque aquí hay dinero, dinero hay. Si no está donde debe estar, es que está en los bolsillos incorrectos”, dice. Y prosigue: “No puedo dejarle mucho espacio a la idea del colapso del país, porque de verdad no podría funcionar, no tendría impulso ni combustible para funcionar en el día a día… Yo recuerdo crecer en un Puerto Rico donde la relación con Estados Unidos estaba en evolución. Nos decían que iba a mejorar hacia mayor autonomía o mayor anexión, y estamos aquí con una Junta de Control Fiscal, con una deuda impagable, con el sistema precario siempre al borde del colapso, con la vivienda, la educación, la salud, todo siempre al borde de que se le acabe el dinero”.
El planificador y economista Deepak Lamba-Nieves, de 45 años, es sobre todas las cosas un universitario y lo ha sido desde que tiene memoria. Su padre es un migrante de la India, cuya trayectoria profesional le llevó a ser rector de un recinto de la Universidad de Puerto Rico y su madre ocupó un alto puesto administrativo en el ámbito federal. La idea de la educación como escalera social se hizo evidente en todos los aspectos de su crianza. “Pero no podemos olvidar que esa promesa nunca estuvo disponible para todos los puertorriqueños”.
Ha hecho la mayor parte de su carrera en Estados Unidos y lleva años observando la historia del derrumbamiento económico de Puerto Rico. “No es que la economía dejó de funcionar. Para empezar, estamos hablando de una colonia, y las colonias no son sitios que prosperan o florecen, son lugares de donde se extrae, donde hay una violencia explícita e implícita tácita. Siendo colonia de España éramos un territorio olvidado por la Corona con una economía de subsistencia. Tras la guerra Hispano-Estadounidense ocurre la invasión y pasamos a la colonización americana, en que Estados Unidos asume una actitud de experimentación acerca de cómo administrar una colonia”.
Durante la primera mitad del siglo XX la ya golpeada economía puertorriqueña alcanza niveles de crisis alarmantes. Efectos de la invasión de 1898, como la devaluación inmediata de la moneda y la extracción de riqueza, convierten a Puerto Rico en una isla aún más pobre. De ahí que los grandes proyectos que comienza a implementar el Gobierno estadounidense en la década de los cuarenta y la tracción que se gana con el establecimiento del Estado Libre Asociado generarán una transformación monumental en lo concreto y en lo simbólico.
Por primera vez la bandera puertorriqueña —un símbolo criminalizado por las autoridades y por el que no pocos murieron o fueron encarcelados— ondearía en la isla, aunque siempre junto a la estadounidense. El movimiento independentista seguiría siendo perseguido. “Puerto Rico es un país en vaivén. Cada vez son más los que se van y menos los que regresan para establecer residencia fija. Cuando Florida empieza a recibir tantos puertorriqueños, se reitera esa relación colonial de una manera muy clara”, dice Lamba-Nieves. Ese mismo vaivén alimenta el gran malentendido en cuanto al lugar de Puerto Rico en el mundo que prevalece hasta hoy.
¿No te cansas de explicarte? “Me cansaba”, responde. “Ahora lo veo como una tarea urgente especialmente cuando me doy cuenta de que hay fuerzas que por oportunismo político —sobre todo en Estados Unidos— favorecen que seamos un Estado de la unión. Como si la estadidad fuese el antídoto de más de 100 años de injusticia. Y lo piensan así porque creen que la unión a ese proyecto es un beneficio neto para cualquier sociedad, es una idea que se origina en ese sentimiento de excepcionalidad, de decir: ‘¿Quién no quisiera ser parte de esto?”.
Por oportunismo Lamba-Nieves se refiere al hecho de que, de convertirse Puerto Rico en un Estado de Estados Unidos, sería demócrata, como muestra el voto puertorriqueño en Florida. Viven más puertorriqueños en Estados Unidos que en la isla y la fuerza política que se coloca bajo el ideal de la estadidad es la más sólida. Aun así, el independentismo y las diversas vertientes del autonomismo le hacen frente. En las elecciones del pasado año, el Partido Independentista Puertorriqueño tuvo un crecimiento importante: de un 2% del voto obtenido en las elecciones de 2016, alcanzó un 13% en los comicios. Sin embargo, el ideal independentista no logra el apoyo masivo que requeriría, mientras que el ala pro-ELA está cada vez más fragmentada. Pareciera que el país vive en una especie de paradoja: se siente una nación, pero el debate en torno a cómo esa realidad se concreta lo polariza.
Por ahora corresponde atender lo urgente, aunque lo importante siga pisándonos los talones. Y lo urgente es la desigualdad social. Un 47% de la población vive bajo el nivel de pobreza. La crisis se manifiesta además en todos los aspectos. En la isla se produce apenas el 10% de lo que se consume, y el 9% de la población produce el 50% del dinero que se genera; un cuadro insostenible. Tras el desdén que la Administración del presidente Trump mostró hacia Puerto Rico, el país observa el cambio de mando en la metrópoli. Habrá que ver si el Gobierno demócrata atiende el tema de Puerto Rico y comienza el esperado proceso de descolonización. Ahora mismo ante el Congreso de Estados Unidos hay dos proyectos: uno proanexión y otro que propone un proceso participativo en el que se consideren alternativas de estatus fuera de la cláusula territorial: es decir, quedaría eliminada la opción del estatus actual, admitiendo así de manera tácita que la actual es una condición de subordinación política. El primero lo favorece el gobernador de Puerto Rico, Pedro Pierluisi, quien aspira a la estadidad por entender que es “la culminación de la lucha por la igualdad como ciudadanos americanos”, como ha expresado reiteradamente. El segundo es favorecido por grupos más diversos, mayormente antiestadistas. Tampoco hay consenso ahí.
Aun así, hay esperanza. La pandemia ha transformado la isla. Miles de jóvenes que de otro modo estarían viviendo y trabajando en Estados Unidos se han visto forzados a regresar y trabajan en Puerto Rico, y comienzan a imaginar un país. Habrá muchas crisis en el Gobierno, pero en la calle no hay crisis de imaginación. Esta juventud no conoce de bonanzas, son hijos de todas las crisis: de la económica, de la climática —huracanes, sequías, terremotos—, de la política —con la colonia a cuestas y la protesta siempre viva—, y ahora sobreviven a una pandemia. No tienen nada que perder. Pueden apostarlo todo. Ojalá lo hagan. Ojalá lo hagamos.