Enrique Urbizu: “Somos analfabetos audiovisuales”
Enrique Urbizu (Bilbao, 58 años) sabe sentarse a esperar. A veces le cuesta y le comen los nervios. Pero, si no decae, sabe que las oportunidades aparecen cuando perseveras, aunque te rechacen alguna historia. Que hace 10 años viviera un triunfo incontestable en los Goya con No habrá paz para los malvados —con mejor película, mejor director y mejor guion, entre otros— no ha significado para él barra libre. De hecho ha sido su último largo, con...
Enrique Urbizu (Bilbao, 58 años) sabe sentarse a esperar. A veces le cuesta y le comen los nervios. Pero, si no decae, sabe que las oportunidades aparecen cuando perseveras, aunque te rechacen alguna historia. Que hace 10 años viviera un triunfo incontestable en los Goya con No habrá paz para los malvados —con mejor película, mejor director y mejor guion, entre otros— no ha significado para él barra libre. De hecho ha sido su último largo, con una serie como Gigantes por medio, hasta que ahora estrena Libertad en dos formatos: como versión para televisión en cinco capítulos para Movistar+ y como película en salas el mismo día: 26 de marzo. Mientras tanto, han quedado algunos guiones en el cajón, como uno sobre la trata de blancas en la colonia Marconi. Y es que Urbizu no se arredra. Mira con crudeza lo que le rodea y no todos los estómagos de los productores concuerdan con su estilo honesto, directo, violento. También romántico y aventurero, como le ha salido esta Libertad, la historia de La Llanera, una bandolera analfabeta que huye entre peñascos, donde confluye el wéstern con la revolución pendiente en España trastocada por el incomprensible “¡Vivan las cadenas!” ante el absolutista Fernando VII que nos desconectó tantos años de la historia. Goya y John Ford van de la mano en esta doble apuesta audiovisual, protagonizada por la cantante Bebe, con aromas clásicos, ritmos pausados sin que repelan el fluir de la aventura a campo abierto, entre el Dersu Uzala de Kurosawa, el Jeremiah Johnson de Sydney Pollack o la leyenda a punto para ser impresa que exploró Ford. Aquí, en vez de por medio de periodistas borrachos, a cargo de cronistas ingleses sin ánimo de expandir leyendas negras.
Pregunta. Entre esos bandoleros que pululan por Sierra Morena veo que algo ha debido sacar de lo que le contó su abuela de niño, cuando compartía habitación con ella en Bilbao. Era de Jaén, ¿no?
Respuesta. De La Carolina, en la provincia. Una zona repoblada por vascos, entre otros. Allí baja la familia Jauregui, de mi abuelo. Y luego retornan. Algo de eso anda ahí.
P. Aunque dice usted que era una mujer callada.
R. Pues de las que vistieron de negro toda su vida, se hacían sopa de ajo para cenar y se acostaban a las ocho y media. Qué rica aquella sopa, todavía me la hago. En Nochevieja. Ella era bastante invariable en eso.
P. ¿Qué historias le contaba?
R. Pocas y muy inocentes. Pero a mí la huella que me deja es la del analfabetismo impuesto y la pobreza extrema del campo andaluz. Nació en 1885 y dio a luz a nueve hijos. Con 33 años los había parido y se había quedado viuda. La mayoría, después de la guerra, vuelven a Euskadi, pero todos habían nacido allí, en Andalucía. Fue una historia de ida y vuelta. Llevaba un papelito con la chuleta de su firma. Tardaba 20 minutos en reproducirla.
P. Como ese personaje de Libertad que dice: “Yo no sé leer de números, señor”.
R. Efectivamente. Y de los que le comenta al inglés: “No hemos nacido para ser cultivaos ni templaos…”.
P. ¿Y su abuela cantaba, como La Llanera?
R. Poco, mi madre más. Copla en la cocina y luego en misa, recuerdo, no sé hasta cuando la acompañé, pero me acuerdo. Ahí destacaba. Dejas de ir a misa con tu madre en cuanto puedes, ¿no?
P. ¿Hasta cuándo la acompañó?
R. Imagino que pasé de ello rápido ya que estudié con curas. Aunque ahora que lo dices, me he quedado colgado muchas veces viendo cachos de misa por televisión.
P. ¿Ir a misa sin ser creyente puede hacerte descubrir un gran espectáculo?
R. Hace mucho que no entro en una iglesia con esa conciencia. Pero es verdad, me impresionaban las puertas. El silencio. Todo eso.
P. Ambiente propicio para contar historias y que se crean, como John Ford hizo en El hombre que mató a Liberty Valance y ese famoso eslogan: “Print the legend”. Cuenta la leyenda. ¿Algo de eso tiene su Libertad con estos bandoleros?
R. Nosotros hemos enseñado la leyenda además por medio de la linterna mágica. Así comienza. Con el escritor inglés contando mediante imágenes la historia.
P. O lo cuentas, o no eres nadie, polvo de olvido. El caso es creer en una ficción que tenga visos de realidad, eso es la Ilíada también.
R. Eso es. Y así comienza la historia: con un atraco. Al tratarse de bandoleros, quizás viene, quién sabe, de una invención del inglés. Siempre habrá grietas. Son cuentos. Más cuando esta historia la narra un británico. No sabes si con ánimo de ahondar en la leyenda negra.
P. Él busca una leyenda, pero no sé si negra o no.
R. Libertad está hecha con esa vocación y también en la tradición de los viajeros ingleses, que me interesa tanto.
P. ¿Por qué redoblar la forma de contarlo? ¿Serie y además película?
R. Fue surgiendo, no estaba planteado así. La historia iba pidiendo. Las localizaciones nos llevaban a un lugar concreto y a unas estéticas. El control formal fue exhaustivo. Más que referencias cinematográficas, hemos usado pinturas, texturas y demás: Fortuny, Murillo y Goya, forever. La naturaleza obliga. Si el día se tuerce, se tuerce. Cada episodio de The Crown cuesta 13 millones de euros, eso es casi, casi, lo que nos hemos gastado en toda nuestra serie. Te puedes imaginar a qué hostia vamos. El primer rasgo de estilo, lo digo siempre, es el presupuesto. Y en The Crown, también; si tienes 13 millones, te pones estupendo.
P. Tiene usted fijación por reivindicar el punto de vista. Es decir, en cine, el lugar donde se coloca la cámara. Algunos de sus colegas creen que con la digitalización y lo barato que resulta eso ahora se va a perder. ¿Será el fin de la autoría? ¿Del arte, dentro del mundo audiovisual, incluso?
R. No existe esa sensación extrema de que gastas billete cada vez que das motor. Antes te contaban el número de metros que te zampabas al día. Dentro de poco será el algoritmo el que mande a la cámara basándose en un guion.
P. ¡Qué horror!
R. Puede acabar con la narrativa que el espectador lo acepte porque, efectivamente, el punto de vista es la parte más determinante en la construcción de un relato. Si eso sucediera, no tendría ningún sentido la figura del director. ¿Quién se hace responsable? Ponerse es como torear: la cámara va en un sitio concreto, no en cuatro diferentes. No puedes hacer Centauros del desierto con un algoritmo. Ni puta falta que hace. Como dijo alguien. Hay muchos sitios para colocar la cámara, pero solo uno es el correcto. Aunque antes debes llevar todo bien preparado y planificado. Con un nervio central.
P. ¿Cuál es el nervio de Libertad?
R. Para mí está muy claro. La huida de la violencia. Es una serie pacifista en donde, por otro lado, los personajes asumen que les pueden cortar el cuello de una tajada en cualquier momento.
P. Y donde una búsqueda de la libertad es real, pero imposible. Que nadie se engañe. ¿Usted se engaña?
R. Yo no. Lo normal es que todo vaya mal. Las grandes construcciones de futuro salen caras y altamente estresantes a estas alturas.
P. Hace 10 años ganó en los Goya con No habrá paz para los malvados y luego, ya más que consagrado, ha tenido algún fracaso, según usted, como el de la serie basada en Alatriste. También le han rechazado algunos guiones. De malas rachas sabe.
R. Hemos intentado hacer guiones que quizás no eran adecuados para los tiempos, aunque sean actuales.
P. ¿Podemos decir entonces que el éxito le radicalizó el empeño en plantear historias más duras?
R. Por ejemplo, una serie sobre trata de blancas en la colonia Marconi para la que he trabajado ha sido un encargo, pero nadie se ha atrevido a rodarla después. Trata de contar el proceso vergonzoso y repugnante de la trata. A todos les pareció demasiado cruda. Lo escribimos Michel Gaztambide y yo como auténticas ametralladoras, creo que es de lo mejor que hemos hecho. Iba muy en serio. No lo ha querido hacer nadie. Ahí está.
P. ¿No será ahora el momento?
R. Las cosas van y vienen. Quizás, pero también te digo una cosa: si hubiéramos hecho eso, no nos habría salido Gigantes o Libertad. De cada fracaso nace una oportunidad, me ha pasado desde que empecé. Lo aprendes a base de mucho tiempo sentado en casa sin rodar.
P. ¿Qué piensa uno sentado en casa sin rodar?
R. En escribir otra historia. O se te pone el cerebro chungo.
P. Para que no decaiga. Moral no le falta entonces…
R. A mí no. Y esperanza o ilusiones tampoco, en mis películas siempre queda algo abierto. Creo que hay que dejar viento en las velas: una jueza que pone orden en el mundo en No habrá paz para los malvados; en Libertad, unos chavales que quizás escapen del analfabetismo. Construir futuro. No siempre hay que andar dando zapatazos. Pero en otras cosas de la vida no tengo mucha esperanza. No creo, por ejemplo, que la pandemia nos vaya a hacer mejores. La máquina es insaciable, se pondrá en marcha de nuevo y no para, es muy ambiciosa, va sola. No sabe detenerse y suele conducirse hacia la autoaniquilación, desenfrenada. Nada, ningún pensamiento alternativo la detiene por parte de una izquierda imaginativa o una derecha decente. ¿Hemos aprendido a nivel individual? No sé, ojalá. A nivel colectivo, nada.
P. Le sobresale tras la camisa una cicatriz. ¿Qué pasó?
R. Un triple bypass. Pues, en parte, eso. Ocho años sin rodar. La patata la tenía bien, pero las arterias, obstruidas. Ocho años en casa, escribiendo: tabaquismo, sedentarismo, descuido, estrés… Mala vida, pero no en plan nocturno ni pendón, nada de eso. Escribir me cuesta mucho.
P. Un cuadro, vamos.
R. De hecho, celebro el cumpleaños de esta nueva vida: el 26 de julio. He pasado de tener que pararme cuando iba a por el periódico a darme paseos de hora y media. O a poder rodar Libertad. Me hubiese sido imposible hace 12 años. Aprendes a cuidarte más. En vez de nicotina, marihuana. Hay que saber fumar también; si lo haces compulsivamente, mucho peor.
P. ¿Algún vicio más?
R. Ningún otro. Bebo lo normal; bueno, en fin, algún que otro flirteo con según qué peligros cuando era un crío en Bilbao. Aquello era…
P. ¿Cómo era?
R. Para empezar, muy divertido. Extremo, creativo. Todos queríamos salir de ahí. Existía mucha violencia alrededor. No como la movida madrileña, tan lúdica y medio comercial. Allí era todo más reivindicativo. Coreábamos a Eskorbuto: “Somos ratas de Vizcaya y vivimos en un pueblo que naufraga, Fraga, Fraga”. Los años del plomo de ETA. Muchos muertos al año… Muchos.
P. No se ha centrado mucho usted en ETA.
R. Bueno, quise hacer Esos cielos o Un hombre solo, la novela de Atxaga. De esos otros fracasos salió La caja 507.
P. Profética. Sobre la corrupción inmobiliaria.
R. A mí me atrajo la zona, empecé a rascar y entonces no creas que había mucho donde hurgar para que te encontraras con el relato. Pero es que se veía, se olía. Cuando acabé el guion, detuvieron por primera vez a Jesús Gil. Lo pasmoso era el nivel de aceptación de la gente. ¡Lo sabían y a nadie le importaba!
P. Ese mantra corrosivo: “Vale, roban, pero hacen cosas”.
R. Sí, que habían hecho mucho en beneficio de la ciudad. Limpiaban la playa, pero destrozaban urbanísticamente la zona con viviendas ilegales. Muy peligroso eso de que el mejor político es el empresario. Aquí fuimos muy pioneros. Se veía venir. Las mafias del Este se acomodaron. Todo eso.
P. Ahora, con Libertad, ha ido usted hacia atrás. ¿Para contarnos exactamente qué de hoy?
R. Libertad tiene ecos de la situación contemporánea. Por ejemplo, con el papel de la monarquía. Esas alusiones. Cierto fatalismo, la rueda de molino que no proporciona freno al rencor. Tardamos en alcanzar acuerdo, consensos. Andamos a hostias. Quizás haya faltado una revolución para que tengamos conciencia ciudadana y de que nos pertenecen según qué cosas innegociables: la libertad, la igualdad, la cultura. Nos esforzamos mucho en perder trenes. Desde la catástrofe del reinado de Fernando VII, la revolución industrial, la pérdida de las colonias. Los personajes de esa trama persiguen unos ideales a principios del siglo XIX que sabemos que no alcanzaron. No hubo decapitación de aquel rey, ni revolución, ni justicia social, solo intentos de una Constitución y fracasos. Hubo nobleza, pero también mucha vileza, hechos que quizás les habrían llevado a un cambio diferente en sus vidas y las nuestras, probablemente.
P. Sí hubo algo parecido a una revolución después, en el siglo XX: la II República. Y volvió a fracasar…
R. Sí, a mamporros. Ya ves. Un desastre. Y más allá de quién diera un golpe de Estado para provocar una guerra, también hubo división y muerte en la izquierda. A navajazos entre ellos y a tiros. No es una historia bonita. El cortoplacismo, poner una tirita y ya. En lo pequeño y en lo grande. A ver si hacemos algo bien. Luego nos quejamos de la leyenda negra. Nuestra generación es la que ha disfrutado de usos y libertades que han sido únicos y quizás irrepetibles. Los de la Transición.
P. ¿No los ve consolidados aún? ¿O sí?
R. No, no. Pueden haber quedado en simple moda juvenil para nosotros. No más.
P. ¿Cómo veremos aquella explosión de libertad que supuso la Transición dentro de unos años?
R. De la Transición no se puede decir que quedara un fracaso. Si fuéramos chovinistas, como los franceses, lo pondríamos más en valor. Si no se remarca eso en la educación, faltará criterio para definirla. El gran fracaso de la Transición ha sido la educación. Llevamos dos o tres generaciones machacando el uso del lenguaje y de esa forma destrozas el pensamiento. Lo veo con mis alumnos en clase. Y si no sabemos utilizar el lenguaje, ¿cómo vamos a definir qué nos pasa?
P. Hacemos aguas.
R. Ahí está. Mira qué ocurre con la monarquía.
P. Da para una buena serie.
R. ¡Je, je! Conmigo que no cuenten…
P. ¿Por qué no? Si los británicos hacen The Crown a calzón quitado…
R. Hay que hilar muy fino. Yo haría una sobre la Transición con los servicios secretos de fondo. Ahí veo chicha.
P. ¿Cuál sería la historia, la clave?
R. La tutela de los procesos de transición. Con servicios secretos extranjeros, intereses financieros enormes. O lo que ocurrió en Italia durante décadas, que se hizo lo posible para que el Partido Comunista no ganara las elecciones jamás. Pero a mí lo que me gustaría hacer es lo que vi el otro día en la tele, a lo tonto: un documental sobre el mercado de Lisboa. Se me saltaban las lágrimas.
P. En Libertad, ¿se ha regodeado usted estéticamente?
R. Yo respondo de cada encuadre. Era una obligación. Alatriste me dejó una espina clavada: ese fracaso al hacer cine de época. Le tenía mucho respeto a eso. Fui aprendiendo. He contado con un equipo junto al que hemos formado una especie de taller de artesanías, desde montar o entrenar un caballo hasta logística. Todo eso compone el resultado final de esta obra como experiencia física. Pero, sobre todo, formal.
P. Hay que enseñar a ver. Existe todo un discurso destinado a ocultar la importancia de eso, de lo formal. ¿No deberían explicar mejor eso no ya en las escuelas de cine, sino en los colegios?
R. Somos analfabetos audiovisuales. No sabemos que las cosas tienen nombre, no manejamos el concepto. Es imprescindible para mirar un cuadro, para ver la composición de la imagen, la relación entre los objetos.
P. ¿La saturación de imágenes lleva a un mareo como la saturación de información conduce a la desinformación?
R. Como abrir la nevera llena y no saber qué comer, exacto.
P. Yo pensé que los chavales, con tanto Instagram o TikTok, enseñaban más al profesor que este al alumno.
R. No, ni idea tienen. Y mucho menos criterio.
P. La gente va cada vez menos al cine, ¿la pandemia será la puntilla de las salas?
R. Hay espectadores para El Chico o Dersu Uzala. Las salas que han cerrado alguien las estará comprando. El panorama no se distingue tanto del sistema de estudios de los cincuenta. Controlaban la forma, el estilo, la distribución y la exhibición. Van a volver a reactivar el parque de salas cuando intuyan el negocio. No es lo mismo sentarte a ver una comedia de Jim Carrey con mil adolescentes que solo en casa. Si volvemos a relacionarnos como seres humanos alguna puta vez, se recuperará la sala.