12 castillos españoles que dialogan con el mar: de Salobreña a Monterreal con parada en Peñíscola
Protegían de incursiones piratas y controlaban fronteras, pero hoy estas fortalezas se han convertido en un lugar para viajar a tiempos pasados y también disfrutar de sus cercanas playas, hoteles o restaurantes
Protegían a las naves en busca de arribo seguro; impedían desembarcos y aguadas hostiles; controlaban el territorio y custodiaban fronteras. Cómo no, los castillos junto al mar transmitían la señal de alarma mediante toques a rebato y ahumadas, cobijando a la población de pescadores. También se usaron como presidios. Pero, ante todo, esas fortalezas manifestaban, con sus elementos defensivos, un indubitable poderío que hoy nos transporta a la Edad Media y al Renacimiento. Almenas que actualmente ...
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Protegían a las naves en busca de arribo seguro; impedían desembarcos y aguadas hostiles; controlaban el territorio y custodiaban fronteras. Cómo no, los castillos junto al mar transmitían la señal de alarma mediante toques a rebato y ahumadas, cobijando a la población de pescadores. También se usaron como presidios. Pero, ante todo, esas fortalezas manifestaban, con sus elementos defensivos, un indubitable poderío que hoy nos transporta a la Edad Media y al Renacimiento. Almenas que actualmente sirven para mirar el mar, más que para defenderse de posibles peligros.
Esta docena de fortalezas españolas, replicables en la arena con cubo y pala, justifican el viaje, aprovechando la diafanidad invernal que dispensa las mejores fotografías.
Excelencia en arquitectura árabe defensiva
El castillo de Salobreña forma parte de la memoria visual de cualquier viajero que se acerque a la Costa Tropical granadina. Llegando desde Motril, se observa el contraste entre la vega —antaño rebosante de caña de azúcar— y el poblado salobreñero, íntimo, morisco, en un apretujamiento indefinido de casas blancas bajo el formidable castillo-alcazaba, punto de control estratégico del norte de África. Su primera mención se remonta al año 913 (es decir hace 1.111 años), y durante su época dorada, entre los siglos XIII y XV, proporcionó descanso y asueto a los sultanes. También fue jaula dorada de miembros incómodos de la familia real nazarí.
Como la subida a pie agota (y en coche resulta algo procelosa y sin apenas aparcamiento), lo suyo es llegar hasta él, de lunes a sábado (también los domingos en temporada), en microbús y bajar después a pie. La entrada cuesta cuatro euros. Aparte de disponer de audioguía y plano del castillo, es buena idea recabar los servicios del guía Manuel Morales, quien enseña tanto el monumento como el pueblo blanco de Salobreña. Son visitas guiadas free tour con libre aportación al final (se aconseja 10 euros por persona).
Estos baluartes de época musulmana y planta trapezoidal resaltan por su buena conservación. La terraza de la torre Puerta ofrece las mejores perspectivas a los cuatro puntos cardinales, limitadas al norte por Sierra Nevada, con el Mulhacén y el Veleta; al este, con la vega motrilera y, a sus pies, a la vista del peñón de Salobreña, que alojó un santuario fenicio y una factoría de garum (un tipo de salsa romana). Qué placer transitar los adarves, desde la torre del Homenaje, donde cuentan que la princesa Zorahaida se aparece a los visitantes en forma de mariposa, a la del Flanqueo, con su balcón, o a lo largo del palacio, teniendo siempre presente Las tres hermosas princesas, cuento que Washington Irving ambientó en esta fortaleza, en la que destacan los elementos originales de un hammam árabe del siglo XIV.
Tras la puesta de sol desde el Peñón, lo mejor es dar cuenta, domingos y festivos, del pulpo a la salobreña que preparan en el chiringuito El Campano. Para poder pernoctar en alguna de las ocho habitaciones del hotel Miba, todas con preciosas vistas al castillo, hay que reservar con antelación.
Paseo de ronda, de la ría al mar
La pontevedresa ciudad de Baiona se sitúa en la cabecera de una bahía señalada por el castillo de Monterreal, cuya estructura se adapta como un guante —como una lengüeta de zapato, decía un cronista del siglo XVII— a la península en la que descansa el Monte Boi. Estamos en la más importante fortaleza erigida en la costa meridional de Galicia. “El enclave se puede rodear extramuros, sintiéndose el viajero un invasor o un turista; bien por el adarve que recorre las almenas, tal que un habitante de Monterreal”, apunta Anxo Rodríguez Lemos, doctor en Historia y cronista de la Villa de Baiona. Escogemos para la visita este último itinerario.
Lo que fue un camino de ronda con funciones defensivas, de casi dos kilómetros, hoy es un subibaja junto a torres, almenas y bastiones por una fortaleza empezada a reforzarse en el siglo XVI, una experiencia en la que resalta la domesticidad del mar al toparse con la ría de Baiona. Tampoco faltan cañones y bancos para disfrutar del paisaje. Abre a diario, de 10.00 a 22.00; en verano se cobra por acceder a 1 euro a los viandantes y 5 euros a los coches.
Franqueado el arco de la puerta principal, a mano izquierda se sale a una calzada peatonal que lleva a la puerta del Sol, erigida en la zona mejor fortificada, la orientada a tierra, y cuya campana, que alertaba de las incursiones de piratas, actualmente se encuentra en la Torre del Reloj del antiguo ayuntamiento. Sobre la clave del arco interior de la puerta aparece representada una concha jacobea.
En el puerto veremos a lo lejos atracada la réplica de la carabela Pinta, la que, capitaneada por Martín Alonso Pinzón, trajo a Europa, el 1 de marzo de 1493, la noticia del descubrimiento de América. De ahí que, en marzo Baiona se convierta en una villa del siglo XV con ocasión de la Fiesta de la Arribada, declarada de interés turístico internacional.
Al pasar cerca de la torre de la Tenaza, entenderemos la razón de su apelativo. Rodearemos el Parador de Baiona, construido en 1965 sobre lo que fue un palacio neogótico, para bordear la airosa torre del Príncipe (del siglo XV), mascarón de proa de Monterreal, que cumplió la función de faro. La siguiente parada es en el imponente mirador de la Batería de Santiago, volcado al Atlántico y a las islas Cíes, muy difuminadas en invierno por las brumas.
Pese a no estar señalizadas, hay que fijarse en la cisterna del siglo XVII y en el pozo, de supuesto origen romano. A la altura de la Casa de Pedro Madruga está la playa Concheira, por la que podemos pasear más tarde. El restaurante Rocamar, situado junto al Atlántico, tiene previsto reabrir por temporada a mediados de marzo.
En sede pontificia
La evocación se dispara ante la sola mención de Benedicto XIII, el Papa Luna. En pleno Cisma de Occidente (1378-1417) mantuvo su legitimidad desde el castillo de Peñíscola con una tozudez aragonesa tan contundente como el tómbolo castellonense en que residió hasta morir a los 95 años. Tras engullir una alcazaba musulmana, este fue el último castillo que levantó la Orden del Temple (1307), tan cara al misterio y a la cábala. Todo este perímetro de 230 metros está rodeado de leyenda. Como casi todo en el mar. En 1319 pasó a manos de la Orden de Montesa, que la cedió al Sumo Pontífice; y de 1411 a 1423, la fortificación albergó una de las tres sedes papales de la Historia; las otras fueron Roma y Aviñón.
El arco de acceso, con heráldica templaria en el dintel, es una puerta a la Edad Media. Piedras defensivas más que religiosas, vigilantes no solo del mar y del puerto, sino del entramado de azoteas morunas que se amoldan al peñasco como su prolongación. Del castillo se conserva, en excelente estado, el 80% de su fábrica. Centenares de miles de bañistas disfrutan cada año de su estampa, guarnecido por las murallas renacentistas, que cierran con su silueta el horizonte. El recorrido impresiona. De las bóvedas del cuerpo de guardia al gótico valenciano, presente en las caballerizas, con muros de tres metros de espesor. En las paredes del patio y en la iglesia de estética gótica se conservan los secretos mejor guardados del Cisma. Y hay también un aljibe, un salón gótico y otro de cónclave. Y una mazmorra. Varias proyecciones documentan el itinerario. Tras el escudo de la media luna invertida, tiara y llaves papales, se abre el estudio donde la atracción del mítico personaje se hará más cercana, más íntima junto a la maqueta de su mausoleo. A las mentes cinematográficas nada les costará imaginar a Pedro de Luna apoyado en la ventana ajemizada oteando el horizonte en dirección a Roma.
Hay que salir después a la terraza del castillo, llamada el Macho, con aguas a diestra y siniestra, que invita a tocar el cielo a 64 metros de altitud. La golondrina Olimpia, a partir de Semana Santa, circunnavegará el castillo, única posibilidad de columbrar las escaleras talladas en la roca. Restan los jardines del parque de Artillería, que rodean la foratelza por su banda marítima, donde se rodaron secuencias de la serie Juegos de tronos. En verano se organizan visitas guiadas gratuitas. Además, el castillo de Peñíscola (entrada: 5 euros; audioguía gratuita disponible en Google Play) es escenario de varios festivales de música, y en verano se realizan visitas teatralizadas nocturnas recreando la época templaria.
Justo bajo el castillo, el Hotel Boutique Barra Alta, solo para adultos, reabrirá el próximo 21 de marzo. Y una vez en la playa, se puede degustar el Capricho del Papa Luna, especialidad del restaurante Casa Jaime compuesta de cáscara de erizo de mar rellena de alcachofa de Benicarló, langostino de Peñíscola y yemas de erizo.
Lo paranormal a orillas del Guadalquivir
Cuando el castillo de Santiago fue erigido a finales del siglo XV sobre una barranca natural del barrio Alto de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), el Guadalquivir discurría mucho más cerca de lo que lo hace en la actualidad. Sus torres lucían más imponentes si cabe, y a sus pies se construían barcos en las atarazanas, entre el bullicio mercantil —golpazos, gritos de vendedores, rebuznos, tintineo de fragua— producto de la Flota de Indias, todo lo cual decidió al segundo duque de Medina Sidonia a levantar esta fortaleza para extender sus dominios sobre la desembocadura del río.
Quedan 5.000 metros cuadrados en planta, y su diseño se considera muestra palmaria de la transición entre la arquitectura defensiva medieval y la propia de la Edad Moderna, más resistente (y expugnable) ante la fuerza artillera.
El ceremonial de acatamiento se celebraba en la torre del Homenaje, hexagonal, cuyas vistas desde la terraza, con Doñana al fondo, bastarían para justificar el viaje. Lo singular aquí es que conserva el precedente de la torre del Homenaje, el Aula Mayor, joya del gótico civil donde primero se celebraron las ceremonias de vasallaje y que conserva restos de pinturas con el emblema ducal en las pechinas. Otros detalles curiosos de la fortificación son la puerta de la Sirena, representada con cola bífida y sustentadora de los dos escudos de la casa, y el túnel de 40 metros que comunica con el palacio de Medina Sidonia. Y hay también una sala en la que se expone desde indumentaria del siglo XVIII hasta armas del siglo XIX, fondos pertenecientes a la colección de Álvaro Taboada de Zúñiga, a quien se debe la reapertura del castillo en 2007, tras siglo y medio de abandono.
Al parecer, en el edificio se cuentan casos de voces, muebles rastreantes, velas que se encienden por generación espontánea, no solo por parte del personal, sino también por boca de algunos visitantes. El programa Cuarto Milenio estuvo aquí.
Con la entrada (9 euros adultos y 5 la entrada infantil) se incluye una audioguía. Lo mejor es comprar el bono de visita conjunta (20 euros), tanto del castillo como de La Catedral de bodegas Barbadillo, cuya visita guiada incluye cata de dos vinos. Durante los miércoles estivales, cuando el castillo cierra a las 22.00, se llevan a cabo las visitas teatralizadas.
Remembranza de Emilia Pardo Bazán
El castillo de Santa Cruz, en Oleiros (A Coruña), está enclavado en la isla homónima, situada al costado de la ría coruñesa y a la que se accede a pie valiéndose de una pasarela de 150 metros de largo. Sus bastiones eran elementos cardinales del sistema defensivo de la bahía, y sus cañones cubrían la bocana de la ría juntamente con los del castillo capitalino de San Antón, con el que guarda muchas similitudes. Fue mandado construir en 1594 para reforzar el sistema defensivo de A Coruña, vista la facilidad con que el pirata Drake se acercó a la ciudad en 1589.
El exmarido de la escritora Emilia Pardo Bazán, José Quiroga, compró la isla al Ejército —por lo que entonces valía una pareja de bueyes—, erigió el pazo y en él pasó la familia varias temporadas alternando con el pazo de Meirás, enclavado a solo seis kilómetros de distancia. Se cuenta que la novelista se trasladaba desde la capital en una falúa en la que se hacía acompañar de violinistas. El de Santa Cruz alojó después colonias de verano para huérfanos; y hoy es sede de Ceida, consorcio dedicado a la educación ambiental.
Por la mañana, el sol baña la fachada y se puede acceder al castillo para ver dos exposiciones: una dedicada al intelectual y ceramista Isaac Díaz Pardo, y otra consagrada al coleccionismo. Junto al curioso palomar subterráneo nos detendremos ante árboles singulares, como el pino de Monterrey, catalogado como árbol singular de Galicia, el ciprés de California o el par de tejos. Por la tarde se recomienda rodear la isla y contemplar el atardecer.
La playa es placentera y compensa subir la escalinata hasta el parque de las Trece Rosas y el mirador de As Galeras. Cerca del castillo se encuentra el rompedor Noa Boutique Hotel.
Ascensor al medievo
Pocas playas como El Postiguet, en Alicante, han estado tan a resguardo de los desembarcos indeseados. Y es que a solo 100 metros de la arena se alza el escabroso monte Benacantil, de 166 metros de altitud, habitado por las principales civilizaciones mediterráneas. Uno de sus perfilados escarpes adopta la Cara del Moro, discernible con mayor nitidez a la altura de la oficina de turismo del puerto. El monte está coronado por el castillo de Santa Bárbara, al que se puede ascender a pie, en coche (solo para carga y descarga de pasajeros) y en microbús; aunque lo más recomendable y singular sea tomar el ascensor que por 2,70 euros (ida y vuelta) lleva desde El Postiguet hasta esta fortaleza cuya primigenia estructura islámica aún pervivía en el siglo XIII.
Al salir del ascensor, en la planta alta, pasaremos por el Cuerpo de Ingenieros —alberga una exposición en torno a la ciudad alicantina—, los calabozos y el recién restaurado baluarte de la Mina, que en época estival sirve de escenario a conciertos y recitales de reducido aforo. Y de ahí al Macho, el bastión cumbreño. Su impacto visual sobre la ciudad, junto a los cañones y a la icónica garita de La Campana, es más que notable. Cerrado por acantilados que desafían al paseante, la mirada discurre plácidamente por la bahía de Alicante, desde la isla de Tabarca hasta Benidorm.
A través del arco de la torre de Santa Catalina desembocamos en el patio de armas y en el baluarte de la Reina, que conserva en el suelo grafitis inscritos por presos republicanos durante la Guerra Civil. Aquí se encuentra también un quiosco de bebidas.
La entrada es gratuita, y nada más llegar es aconsejable apuntarse a las visitas guiadas (las teatralizadas se desarrollan los sábados y domingos al mediodía). Además, siempre es una gran idea preguntar por las Experiencias Gastronómicas KM 0, consistentes en degustar chocolates, turrones y vinos con denominación de origen Alicante. Y un dato siempre bienvenido: en verano el castillo abre hasta las once de la noche.
Es buena idea bajar a pie por el pintoresco barrio de Santa Cruz, salpicado de casas blancas y macetas, y que cuenta con el restaurante panorámico La Ereta, a cargo del chef Dani Frías. Ofrece menús degustación de 75 y 95 euros (bebidas aparte). Quien prefiera darse un subidón de arroz del senyoret (todo pelado) o abanda, qué mejor que el restaurante Dársena (menú de fin de semana, 51 euros, bebidas incluidas).
Almería, espejo del mar
Desde la alcazaba uno comprende el origen árabe de la palabra Almería: espejo del mar. En pocos lugares se siente el poderío de la historia como desde este conjunto monumental mandado construir a partir del año 955 por el califa Abderramán III. Se trata de uno de los mejores momentos de la arquitectura andalusí, una ciudadela abrochada por 1,4 kilómetros de cortina de murallas. El coche se puede dejar en el párking de la plaza Marín, para ascender seguidamente por la cuesta de Almanzor.
Es fácil deshacerse en elogios del islámico acceso defensivo: dispuesto en recodo, articulado con puertas y torres superpuestas y en rampa, cerca de la torre de los Espejos. Una lontananza de techumbres planas y un cubismo de azoteas digno de un clima necesitado de agua se atisba desde el muro de la Vela. La torre adjunta ofrece vistas a ojo de gaviota de la muralla de Jayrán, que salva desde el siglo XI el barranco de La Hoya, enlazando con el cerro de San Cristóbal, en el que los restos musulmanes se están musealizando.
En las casas hispanomusulmanas del siglo XIII, sin ventanas, con patio interior y puerta en recodo, se alojaba el servicio. Los aljibes del segundo recinto también acaban de ser restaurados.
La fortaleza fue tomada por los Reyes Católicos en 1489. De aquella efeméride ha llegado a nuestros días un castillo de transición entre el gótico tardío y el renacentista, cuya torre del Homenaje ha sido completamente remozada. Se puede subir a la azotea por una escalera de caracol para el disfrute del barrio de La Chanca, que se agazapa a sus pies. El novelista Juan Goytisolo, que hizo de la provincia almeriense su “patria chica” de adopción, consideraba en su obra La Chanca la perspectiva desde la alcazaba de Almería como “una de las más hermosas del mundo”.
La entrada es gratuita; muy interesante resulta la visita guiada y gratuita de los sábados (a las 9.00, y bajo reserva actividades.alcazaba@gmail.com). En verano, el recinto abre hasta las 22.00 y acoge visitas teatralizadas.
Y tras la visita, bares a mano para el tapeo son Casa Puga y Bahía de Palma.
Gótico y circular
Sobreponiéndose a los pinares que integran el pulmón verde de Palma (Mallorca), a cuatro kilómetros del casco histórico y a caballo entre el centro y el faro de Porto Pi, la efigie redondeada del castillo de Bellver asoma con una gravidez soberbia sobre una colina elevada 112 metros sobre el nivel del Mediterráneo.
Este, que se considera el único castillo gótico circular del mundo, “recibió el impulso constructivo del rey Jaime II de Mallorca [1243-1311] y en prácticamente todos los episodios bélicos de la isla sirvió de prisión a condenados por motivaciones políticas y militares”, apunta la directora del castillo, Magdalena Rosselló. Sus cuatro grandes torres están orientadas a los puntos cardinales, en tanto que el imponente patio se articula con galerías superpuestas: la inferior de arcos de medio punto y la superior sobre airosa arquería ojival. Entre la museografía hay que destacar, en el primer piso, la colección de estatuaria clásica que el cardenal Antonio Despuig trajo de Roma a finales del siglo XVIII. Además de las piezas del Museo de Historia de la Ciudad, donde aprender sobre el desarrollo urbano de Palma desde la Prehistoria, está la sala dedicada al ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos, la más alta autoridad literaria de la España de finales del siglo XVIII, el preso más eximio que conocieron estos muros, de 1802 a 1808, y que con tanta precisión los describió. A la torre del Homenaje, que albergó en sus estancias, entre otros, a los generales franceses de la batalla de Bailén (la clase de tropa fue confinada en Cabrera), solo se puede entrar con visita guiada, un servicio que por el momento está suspendido (entrada, 4 euros; las audioguías están disponibles en mp3).
Una fortaleza muy musical
En la Costa del Sol resulta sorpresivo toparse con un montículo junto al Mediterráneo; cuanto más en un altozano coronado por un castillo circundado de vegetación, detrás de una playa tranquila y sin apartamentos que afeen el conjunto. Así se presenta en la malagueña Fuengirola el castillo de Sohail, ubicado en la margen derecha de la desembocadura del río Fuengirola, antaño navegable un kilómetro tierra adentro, de aguas muy codiciadas por los barcos que cubrían la derrota entre Motril y Gibraltar.
Este enclave ha visto sucederse todo tipo de civilizaciones (fenicia, romana, árabe), como evidencia el ribat (recinto fortificado) mandado construir en el siglo X por Abderramán III. Más recientemente, se libró aquí la batalla de Fuengirola, que enfrentó en 1810 a 60 polacos del banco napoleónico con las tropas hispano-británicas del general Blayney, quien fue hecho prisionero. El contingente polaco, al marcharse, dinamitó el paño de muralla orientado a Marbella. La factura actual de la fortaleza, muy remozada, se consiguió a finales del siglo XX gracias a una escuela taller. Nada como acceder por la barbacana y subir por el muro de aspilleras, dotados con tres cañones, para contemplar el perímetro del castillo desde el adarve, así como las torres del Homenaje y de la Harina, accesibles por peldaños tan altos como angostos. La entrada es gratuita.
Los conciertos con aforos inferiores a 2.400 personas, como el festival Ciudad de Fuengirola o Las Noches del Castillo, se celebran en el patio-auditorio de la fortaleza; por su parte, en los dos escenarios del Mare Nostrum, erigidos en la falda del montículo, tiene lugar un multitudinario festival entre primavera y verano.
En la playa están saliendo a la luz los restos de la factoría pesquera de la Ciudad Romana de Suel, datada, por el momento, en el siglo II. La del Castillo es una playa de abundante arena gris oscura, con un sector para el disfrute de mascotas perrunas; el río se salva a pie por un moderno puente colgante. Referente playero, aparte del Bar Bikini Beach (670 27 88 11), que reabrirá renovado el próximo mayo, es el hotel IPV Palace & Spa.
Gracias, Mr. Deering
Existen playas que se convierten en iconos. Tal ocurre con la cala Jovera, en Tarragona capital, generadora de uno de los selfis de mayor impacto monumental en la costa española al contar como telón de fondo con el pueblo amurallado y castillo de Tamarit, que defendía de la rapiña corsaria uno de los puertos medievales más prósperos del litoral tarraconense.
Se aprecian restos de la recia muralla del siglo XIV, en especial un torreón almenado sin aspilleras. Fue en 1916 cuando las ruinas pasaron a manos del plutócrata y protector de las artes estadounidense Charles Deering (dueño también del Palau de Maricel, en la ciudad barcelonesa de Sitges), quien encargó la rehabilitación de Tamarit, en clave romántica, al famoso pintor modernista Ramón Casas, de quien fue su mecenas.
Tamarit, al ser de propiedad privada, no admite visitas, pero se alquila para bodas y eventos. La iglesia románica de Santiago no hay que perdérsela, en especial por su retablo barroco (abre para la misa dominical, a las 11.00). El acceso no es fácil. Lo mejor es dejar el coche en el aparcamiento gratuito de la estación de tren Altafulla-Tamarit, caminar hasta la orilla y seguir hacia el sur por la playa de Tamarit (Altafulla) disfrutando en todo momento del castillo marítimo, al que habrá que rodear por el interior salvo que uno esté dispuesto a llegar nadando a la cala Jovera.
Al regreso podremos sentarnos en la terraza del restaurante Brisa para tomar un refrigerio sin perder de vista la silueta almenada. Otra opción gastronómica pasa por marchar a pie hasta el paseo marítimo de Botigues de Mar, donde se encuentra el restaurante Blau, conocido por sus tapas y su comida marinera.
La Coracha que une
Tanto la alcazaba como el castillo de Gibralfaro retrotraen a la Málaga de finales del siglo XV, erigida sobre una ciudadela del siglo XI. El palacio-fortaleza se levantó junto al teatro romano y conserva su estructura con doble línea de murallas —de preciosa iluminacion nocturna— y su característica puerta en recodo. Atrae la barbacana en buen estado, la puerta de la Bóveda Vaída, las salas del palacio nazarí y la estupenda torre del Homenaje. Todo se aprecia en la visita virtual.
El uso de la pólvora y la aparición de las bombardas a mediados del siglo XIV convirtieron esta plaza en un talón de Aquiles, por lo que el sultán Yusuf I de Granada acometió la obra de Gibralfaro, un castillo más elevado que diera cobertura, junto con una muralla de conexión, de 600 metros de largo, dibujada en zigzag, de nombre La Coracha.
Gibralfaro corona un lugar prominente sobre el mar, a 132 metros de altura, dando la razón al poeta Vicente Aleixandre, cuando definió Málaga como “vertical caída a las ondas azules”. El castillo conserva 30 lienzos de murallas reforzadas por ocho torres, entre la que destaca la torre Blanca, albarrana, es decir exenta pero conectada con el amurallamiento. La fortificación está muy rehabilitada, pero el placer visual encuentra desde el paseo almenado su máxima expresión. Se trata de una panorámica omnisciente en la que sale retratada toda la ciudad andaluza: en días claros se aprecia Torremolinos, la hoya de Málaga y la sierra de Mijas.
El Centro de Interpretación sintetiza la historia como guarnición militar, entre 1487 y 1925, con una sorprendente maqueta que retrata la ciudad musulmana inserta en la Málaga actual. La entrada conjunta a la alcazaba y al castillo cuesta 5,50 euros. En la web hay servicio de audioguías disponibles mediante código QR.
De regreso tendremos a mano pernoctar o visitar el parador de Málaga Gibralfaro.
El pueblo amurallado
Lo que Peñíscola a la Comunidad Valenciana es Tossa de Mar a Cataluña. En este caso, una imponente muralla medieval del siglo XIV, defendida por cuatro torreones y tres grandes torres reforzadas con matacanes circulares, así como con almenas rectangulares, ménsulas y aspilleras como elementos impulsores, formando un conjunto arrebujado en la topografía acantilada del cabo d’Or. Esta fortaleza, dispuesta contra el ataque de los piratas, dependió, hasta 1784, del monasterio de Santa María de Ripoll.
Junto al portón de acceso, la torre de las Horas rememora el reloj público que albergó marcando la entrada al patio de armas. Intramuros, 80 casas de teja del mismo color alineadas en calles arracimadas con pavimento de canto rodado. Bordeando la muralla se llega a la torre de Es Codolar, o del Homenaje, defensora del pequeño varadero. En la muralla pueden caminarse varios tramos del adarve. Para captar su fisonomía y ganarnos una valiosa fotografía, lo mejor es subir la escalinata del Camí de Ronda por el bar Rocamar.
Para llegar al faro se recomienda volver a la Platja Gran y bordear una escultura de prosapia cinematográfica. En Tossa de Mar dejó Ava Gardner su rastro, y su figura en bronce recuerda a Pandora y el holandés errante (1951), filme que supuso el despertar turístico de la Costa Brava. Cómo será de popular fotografiarse junto a la actriz que los hombros y pechos de la escultura tuvieron que ser restaurados.
De los cañones pasamos a los vestigios de la iglesia (siglo XV) y a la torre d’en Joanàs, la más alta del conjunto, que ejerce dominadora de bahía, con la L’Illa (Isla) enfrente.
En la cumbre del Cap d´Or goza de envidiable posición el faro, cuya antigua vivienda aloja una exposición de señales marítimas.
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