Transportes

Volver a despegar

Un avión detenido este verano en el desierto aeropuerto de Barcelona.Vídeo: Jordi Adrià

Ninguna crisis anterior había sido tan grave ni tan global para la aviación. Aeropuertos semivacíos, aviones aparcados y pasajeros paralizados por el miedo y la incertidumbre. Subimos a un vuelo rumbo a A Coruña, nos metemos en las tripas de una aeronave para saber qué es un filtro HEPA e indagamos sobre cómo será el futuro de un sector industrial clave.

Dentro del inmenso hangar 6 de Iberia en La Muñoza (Madrid), que podría contener una catedral y donde se trabaja día y noche en el mantenimiento de cinco grandes reactores de pasajeros, las preguntas se amontonan en tiempos de pandemia. ¿Dónde está el filtro HEPA capaz de atrapar al coronavirus durante un vuelo comercial? ¿Cómo funciona? ¿Qué aspecto tiene? ¿Podríamos verlo?

Marcial, un mecánico veterano ataviado con un polo rojo con el logo de la compañía en el pecho, hace un gesto i...

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Dentro del inmenso hangar 6 de Iberia en La Muñoza (Madrid), que podría contener una catedral y donde se trabaja día y noche en el mantenimiento de cinco grandes reactores de pasajeros, las preguntas se amontonan en tiempos de pandemia. ¿Dónde está el filtro HEPA capaz de atrapar al coronavirus durante un vuelo comercial? ¿Cómo funciona? ¿Qué aspecto tiene? ¿Podríamos verlo?

Marcial, un mecánico veterano ataviado con un polo rojo con el logo de la compañía en el pecho, hace un gesto imperceptible para que le sigamos. Se introduce en uno de los aletargados Airbus A340-600 en fase de revisión previa a la devolución a sus arrendadores, conocidos como lessors, los invisibles propietarios de la mitad de la flota mundial. Y levanta una trampilla en la cabina del piloto.

Hay que sumergirse por ese hueco oscuro y exiguo para alcanzar las tripas del avión. El primer espacio que atravesamos de perfil es la zona de aviónica, en penumbra, repleta de ordenadores que parpadean. Desde allí, agachados y a traspiés, accedemos a la bodega; la ilumina una luz tenue y tiene el suelo alfombrado de bolas de rodamiento para facilitar la estiba. Al final de este compartimento diáfano donde se almacenan las maletas de los pasajeros, el mecánico desmonta unos sólidos paneles y alcanzamos nuestro objetivo, los filtros HEPA (high efficiency particulate arrestor), que tienen como misión atrapar y eliminar el 99,99% de las partícu­las suspendidas en el aire de un avión hasta niveles microscópicos, es decir, del tamaño del temido coronavirus. Son unas parrillas de aspecto inofensivo, como colmenas, de 50 centímetros de ancho por un metro de alto, cubiertas por un laberinto de celdillas grises. Este modelo de avión incorpora 15 filtros como este para depurar el aire que respiran los pasajeros a 13 kilómetros del suelo.

Jesús Elices, un avezado piloto que estuvo en su juventud a los mandos de aviones de combate y hoy es responsable de estándares y procedimientos de Iberia, repite de memoria que el aire que respira cada viajero en la cabina es una mezcla de aire limpio extraído del exterior (más de la mitad) a través de los motores, que eliminan cualquier patógeno, y de aire interior (menos de la mitad) que recircula y se va renovando a través de estos poderosos filtros de fabricación estadounidense. “Es la clave: si no pudiéramos gestionar la calidad de lo que se respira a bordo, no podríamos volar”, afirma el comandante Elices. “Se purifica cada dos o tres minutos. Es la tasa de renovación más alta que se conoce. En los quirófanos se efectúa cada seis minutos. En un avión es prácticamente imposible la transmisión del virus. Lo ha publicado el CSIC [Consejo Superior de Investigaciones Científicas]. Fue una coincidencia afortunada que incorporaran esos filtros ya antes de la pandemia, y que además el aire en un avión circule de arriba hacia abajo, de los maleteros a los pies, y no lateralmente, porque así conseguimos proteger al resto de pasajeros. Y eso lo sabemos desde las epidemias del ébola y el SARS. Cuando atacó la covid, las tripulaciones ya tenían interiorizados procedimientos de seguridad sanitaria. Y los pilotos, órdenes de no apagar nunca el aire acondicionado porque, si lo hacen, el aire no recircula y alcanza una mayor concentración de patógenos. En aviación nunca se improvisa. Es una gran fuente de conocimiento y avances tecnológicos. Es un negocio de normas y protocolos. Ninguna compañía va por libre ni se inventa nada. Todo está por escrito. Y hay que cumplirlo”.

Aeropuerto de Madrid-Barajas, desde marzo solo se mantuvo abierta la T-4.Jordi Adrià

—¿Cuántos contagios se han registrado en vuelo en estos meses?

—No hemos contrastado ningún contagio a bordo.

Y sin embargo tenemos miedo a volar. Miedo a viajar. Miedo a contagiarnos; a pisar un aeropuerto; a hacer colas; a permanecer hacinados durante horas en un espacio reducido a miles de metros de altura rodeado por centenares de desconocidos; a no poder llegar o no poder regresar; a los rebrotes; a quedarnos colgados en un destino remoto; a vernos sometido a preguntas, restricciones y cuarentenas en un momento en el que decenas de países tienen prohibido acceder a su espacio aéreo y otros lo mantienen parcialmente cerrado (por ejemplo, Europa). Los Gobiernos aconsejan no viajar. Y esa suma de elementos negativos produce miedo.

Y hay miedo (con una caída del PIB en la zona euro del 12%) a la situación económica, al futuro impreciso, al paro. La aviación está estrechamente unida al ciclo económico; precede con sus caídas a los datos macroeconómicos negativos. Según el ingeniero aeronáutico, profesor de la Universidad Politécnica y experto en aviación Arturo Benito, “cuando cae un punto de PIB, el tráfico aéreo pierde el doble”. “Este sector sufre una crisis cada década. Las anteriores se prolongaron en torno a tres años. Y propiciaron grandes cambios en la aviación comercial, desde la aparición de motores más eficientes, con consumos y emisiones un 30% inferiores, hasta la consagración de las compañías de bajo coste o el establecimiento de estrictos controles de seguridad en los aeropuertos. En el caso del coronavirus es difícil preverlo. Yo creo que veremos un sector más pequeño, más intervenido por los Estados, más preocupado por el medio ambiente, más limpio; donde se volará más barato y más cerca; donde no se requerirán aviones gigantescos como se preveía, sino un aumento de destinos y frecuencias. Y donde la gente comprará sus pasajes más tarde para no pillarse los dedos. Ya no reservaremos nuestros viajes un año antes, sino a última hora. Por si acaso”.

En ese escenario incierto, ¿quién está dispuesto a gastar sus ahorros en un viaje a ninguna parte? ¿Qué empresas se atreven a enviar a sus trabajadores lejos sin saber si se van a contagiar, si podrán entrar a su destino y luego salir? Qué turistas, ejecutivos o familiares (a estos últimos se les denomina en el argot del sector VFR: visiting friends and relatives) se lanzan hoy al cielo sin meditarlo mucho? Además, hemos aprendido en este tiempo que es más barato y seguro hacer negocios o reunir equipos por videoconferencia. La aviación es víctima de un miedo irrefrenable. Un estado de ánimo del que parecen estar vacunados los más jóvenes. Ellos serán el objetivo de las líneas aéreas en el futuro inmediato.

Un operario de Iberia desinfecta uno de sus aviones recién aterrizado de América.Jordi Adrià

Una intangible carga emocional lastra las alas de la aviación. Es una tormenta perfecta en la que se combinan la preocupación por el contagio, la desconfianza ante lo imprevisto y la incertidumbre financiera. Combina virtuosamente el terror a volar desencadenado por los atentados del 11-S con la pérdida de renta provocada por el crash de 2008. Durante esa crisis financiera el sector perdió 30.000 millones y tardó tres años en remontar. A base de bajar precios. Con las consiguientes quiebras, desapariciones, ventas y fusiones de empresas aéreas. Y los Estados saliendo al rescate de sus míticas compañías “de bandera”, como han vuelto a hacer durante estos meses Alemania con Lufthansa, Holanda y Francia con Air France-KLM, Italia con Alitalia y Trump con el conjunto del sector de forma directa y a través de contratos de compra de material militar, por ejemplo, con la fabricante de aviones Boeing (que ha entregado este semestre menos aviones comerciales que nunca en su historia).

Las grandes compañías no se pueden desmoronar, es una cuestión de Estado. Aunque ya no sean públicas. Pero British Airways aún lleva la Union Jack en la cola e Iberia la corona real en el fuselaje. En España no se han concretado ayudas públicas de alivio financiero más allá de que el Instituto de Crédito Oficial (ICO) haya garantizado créditos a algunas empresas del sector por más de 1.000 millones de euros. Pero la hucha de las líneas aéreas españolas se va agotando. Air Europa, inmerso en un impredecible proceso de venta a Iberia (iba a valer 1.000 millones en el verano de 2019 y un año más tarde algunos sabios dicen que solo vale 500), pidió a principios de septiembre 400 millones de euros al fondo público de rescate de empresas estratégicas para salvarse de la quiebra.

En la crisis del coronavirus la aviación mundial puede perder, para empezar a hablar, 100.000 millones de euros. Necesitar 200.000 en rescates. Y desaparecer en ese proceso la mitad de las 800 líneas aéreas. Y ese bache transformar la industria del turismo, ya que, por ejemplo, más del 80% de los 83 millones de visitantes que llegaron a España en 2019 lo hicieron por vía aérea. Y el turismo representa el 13% del PIB de España, el 25% en algunas autonomías y el 10% de manera global.

Nadie sabe cuánto durarán el miedo y las restricciones. Dicen los expertos de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (Iata, que reúne a tres centenares de líneas aéreas), que no alzará el vuelo hasta 2024. Lo que va a suponer su transformación. Y también la de una forma de vida en la que volar se había convertido en un hecho habitual. Cada vez más lejos, más apretados y por menos dinero. Cada década se doblaba el número de pasajeros. El coste de un vuelo hoy es un tercio del de hace 25 años. El resultado es, según el profesor Benito, “una auténtica locura: 4.500 millones de personas usaron en 2019 el transporte aéreo a bordo de 32.000 aviones a través de 3.800 aeropuertos, uniendo 22.500 pares de ciudades; originaron un 3,6% del producto bruto mundial y crearon 10 millones de empleos directos y 65,5 millones de indirectos. Esto no está claro que vaya a seguir igual”.

Talleres de reparación y revisión de motores de Iberia en La Muñoza (Madrid), una de las joyas de la compañía.Jordi Adrià

Para Jaime García-Legaz, secretario de Estado de Comercio en la Administración de Rajoy y expresidente de Aena (la compañía semipública que gestiona los aeropuertos españoles), “el boom del turismo en España está relacionado con la expansión de la aviación y, sobre todo, de las compañías de bajo coste. Solo así se puede explicar una entrada de casi 84 millones de visitantes en 2019, el doble que hace 20 años. Debemos mucho a las low cost. Si bajas las tarifas, la gente viaja. Siempre ha sido así. Y va a ocurrir de nuevo”.

“El problema”, continúa García-Legaz, “es que en la aviación es más complicado resolver las turbulencias psicológicas que las financieras. La losa sobre el sector aéreo continuará aunque la economía se vuelva a poner en marcha”. En esa línea, una encuesta llevada a cabo por Iata sobre el estado de ánimo de los pasajeros concluye que “el 60% esperará de uno a dos meses para viajar después de la contención de la pandemia por covid-19, frente a un 40% que podría esperar hasta los seis meses o incluso más. Y el 69% podría retrasar sus viajes hasta que su situación financiera se estabilice”. Miedo al contagio y precaución con la cartera. Mientras, los aparatos en tierra.

Durante los meses del estado de alarma, de un día para otro, las trazas blancas de los aviones dejaron de dibujar el cielo; de las pantallas de los controladores desaparecieron las marcas de las aeronaves; los centros de control operativo quedaron al mínimo de personal. Los conejos y las liebres corrían por las pistas de despegue del aeropuerto de Madrid-Barajas, los pájaros pugnaban por anidar en los inmóviles motores de los aviones y las malas hierbas brotaban a su sombra. Casi un centenar de aparatos de Iberia llegaron a estar aquí aparcados. Como en todos los aeropuertos. Y un avión que no vuela es una ruina. Su mantenimiento es muy caro. Una revisión estándar puede superar el millón de euros. Este negocio se sustenta en que un avión esté en el aire cuanto más tiempo, mejor; cuantos más despegues diarios (hasta 8 o 10), mejor; cuanto más pasajeros (y más caros), mejor; cuanta más carga, mejor. Y con una precisa programación (sobre todo en las compañías de bandera) de capacidades, horarios y destinos diseñada hasta con 36 meses de antelación, en contacto con los operadores turísticos, intentando adivinar por dónde van a tirar los nichos de mercado.

Por eso cada vez va a ser más importante para las aerolíneas analizar el enorme big data de las tendencias, gustos y necesidades de los pasajeros. La competencia es brutal desde la década de 2000. Para sobrevivir, las aerolíneas han estado obligadas a llenar los aviones (con menos de un 77% de pasajeros, un vuelo puede ser deficitario a no ser que tenga un gran número de viajeros en business) y ahorrar en todo menos en seguridad.

Es la única forma de ganar dinero en un negocio con un escaso margen de beneficio y tres mastodónticos costes fijos: los aviones (un modelo nuevo de media distancia no baja de los 120 millones y uno de larga más de 400), las nóminas de un personal tradicionalmente bien pagado (especialmente los pilotos) y el precio del combustible, ligado a la coyuntura económica, y del que, por ejemplo, un Airbus A350 quema siete toneladas a la hora.

El único remedio de las compañías para minimizar la factura del queroseno es practicar el hedging: negociar un precio máximo y mínimo de ese combustible durante un periodo. Que el barril de petróleo esté por los suelos (como durante la pandemia, que cayó de los 65 dólares a menos de 20) no siempre quiere decir que las compañías ahorren. Depende del precio mínimo que hayan fijado con sus proveedores al comienzo de la temporada.

El comandante Javier Nieto durante un vuelo de Madrid a A Coruña.Jordi Adrià

En marzo, al inicio del confinamiento, Iberia, la compañía “de bandera” española con cerca de un siglo de historia, comenzó a perder siete millones de euros al día. En un mes se cepilló 200 millones de su caja; 869 millones en el primer semestre del año. Y British Airways, su socia en el grupo IAG, 2.454 millones. En los peores momentos de la pandemia la compañía española no realizó más de un 1% de sus operaciones habituales. En una jornada de abril despegaron 6 vuelos de los 300 programados un año antes, y todos centrados en el transporte de material sanitario y la repatriación.

La comandante Beatriz Guasch recuerda con tristeza pilotar hasta Bilbao con un solo viajero en su Airbus A320 Neo de 120 millones de euros que gasta cinco toneladas de gasolina a la hora. Y volver de vacío. Tras una temporada de ERTE, Guasch ha vuelto a volar este verano con pasajeros. “¿Cómo los veo? Disciplinados, serios, con nervios. No quieren interacción ni aglomeraciones; ni revistas, ni venta a bordo; quieren seguridad, información y llegar pronto a su destino”.

El nivel de pasajeros en el mundo es la mitad que en 2019. Los vuelos de largo radio han desaparecido. En el continente americano las restricciones fronterizas están generalizadas. Una tragedia para una empresa que basa el 65% de sus ingresos en los trayectos de largo radio que se nutren en Madrid de sus propios vuelos de corto y medio radio procedentes del resto de España y Europa. Eso es un hub: un centro de conexión, el eje de una red. Ese modelo de interconexión se ha evaporado en la era de la covid-19. Tanto en Madrid (en dirección a América Latina) como en Heathrow (en dirección a Asia) o en Charles de Gaulle (rumbo a África). En mitad de esa coyuntura, parecen mejor posicionadas las líneas de bajo coste, que solo realizan trayectos de medio radio y de punto a punto. Donde ven un hueco entre dos ciudades o dos aeropuertos regionales meten la cabeza. Y ese es el tráfico que antes va a resucitar.

Finales de agosto. Los pasajeros circulan por Barajas deprisa, en solitario, con mascarilla, menos maletas que antes (facturar es gratuito en la mayoría de las compañías) y en silencio. De los 80.000 pasajeros habituales en esta época, hoy pasarán por aquí menos de 10.000. En julio, según Aena, el tráfico de pasajeros en España apenas alcanzó un 22% respecto al del año pasado. Para entrar en el aeropuerto hay que mostrar la tarjeta de embarque. Los acompañantes no pueden acceder. “El 30% de los que se mueven normalmente por un aeropuerto no son pasaje y hay que minimizar ese flujo”, explica un veterano profesional del aeropuerto. Se sortea el control de seguridad con sorprendente rapidez. No hay control de temperatura corporal. La mayoría de las tiendas y restaurantes están cerrados. No es fácil encontrar un baño abierto. El personal de tierra trabaja detrás de mamparas. Muy de vez en cuando despega o aterriza un aparato. Los vuelos están concentrados en las primeras horas de la tarde. El sector aéreo se ha quedado mudo.

A comienzos de abril Barajas se sumió en un estado de vida latente. Todas sus terminales quedaron cerradas, menos el sector sur de la 4. En el resto del complejo se apagó la luz y el aire acondicionado. En el frenético Hub Control de Iberia, una gran sala donde 40 profesionales enfrascados en ordenadores coordinan 300 vuelos diarios, echaron la llave y se marcharon a casa. Toda la plataforma del aeropuerto se cubrió de aviones aparcados. Uno de los negocios del sector durante la pandemia ha sido dar cobijo a esos gigantes varados. Es el caso de los aeropuertos de Ciudad Real y Teruel, donde reposan centenares de aparatos de largo radio de todas las grandes aerolíneas europeas a la espera de mejores tiempos.

Un avión no se puede aparcar sin más. No es una tarea fácil ni barata. Hay que sellar con lonas a medida los motores, en los que se han introducido bolsas desecantes contra la corrosión; drenar hasta la última gota de combustible; proteger las sondas, antenas, cristales y el tren de aterrizaje, y poner en marcha y probar sus sistemas cada 7, 15 y 30 días. Mientras, los pilotos, inmersos en un ERTE, se turnan para volar por orden de antigüedad y se entrenan en simuladores. “Nos estamos quedando un poco oxidados”, reconoce un comandante.

La aviación comercial vive la peor crisis de su historia. Con el coronavirus, la aviación, los aeropuertos y la propia forma de viajar se comienzan a concebir de otra forma. Nunca se había visto nada igual. Y menos aún de alcance global. Ni con la del petróleo de 1973; ni con la guerra del Golfo de 1991; ni con los atentados del 11-S en 2001; ni con la crisis económica de 2008; ni con la erupción del volcán ­Eyjafjallajökull en 2010. Cada una de esas crisis provocó un terremoto en el sector. La del petróleo de 1973 acabó con las compañías chárter y propició aviones que consumieran menos; tras la de 1991 se comenzaron a liberalizar los cielos de Europa; los ataques terroristas en Estados Unidos en 2001 cambiaron las normas de seguridad y provocaron la expansión de las compañías europeas de bajo coste. Y la crisis financiera de 2008 bajó aún más los precios e hizo que el sector comenzara a enfrentarse al cambio climático y a modificar su imagen de industria sucia.

Cuenta Margarita Blanco, directora de comunicación de Iberia, que este iba a ser un año récord en número de pasajeros y beneficios. “Nos iba bien y estábamos hablando de sostenibilidad, tecnología y digitalización. De reducir nuestras emisiones hasta 2050. Y ahora hablamos de sostenibilidad, pero como sinónimo de supervivencia”. El presidente de su compañía y CEO del grupo IAG (Iberia, British Airways y Vueling, entre otras), Luis Gallego, hizo en junio un escueto diagnóstico: “Las compañías aéreas van a salir de la crisis más pequeñas y más endeudadas”. Al hilo de sus palabras, ordenaba devolver antes de tiempo a sus propietarios 14 Airbus A340-600 de 350 asientos y, al tiempo, frenar el calendario de entrega de nuevos aviones a la compañía. La tendencia es alquilar los aviones a los lessors en vez de tenerlos en propiedad. Entre las compañías se habla de biocombustibles alternativos (que pueden estar en su apogeo en cinco años), de trayectorias de vuelo más óptimas y de acelerar el desarrollo del avión eléctrico, que se augura para antes de 2035.

Un avión de Iberia preservado en el aeropuerto de Madrid.Jordi Adrià

Vuelo a A Coruña. A los mandos, Javier Nieto, más de 20 años pilotando. Lleva una mascarilla con la bandera de España y sobre las hombreras de su uniforme los tres galones dorados de comandante, una herencia de los años gloriosos de la aviación comercial, hasta los ochenta, cuando volar era una práctica elegante y minoritaria. Las grandes compañías eran propiedad del Estado y tenían el monopolio del tráfico interior y, mediante tratados bilaterales, también el duopolio en las rutas internacionales con sus respectivas compañías de bandera. Todo estaba pactado y regulado. Había poco margen para las líneas intrusas. Ese modelo saltó por los aires en Estados Unidos en 1978. Y en la Unión Europea, a comienzos de los noventa. Las grandes fueron privatizadas. El cielo se abrió a todos los competidores. Llegaron las líneas aéreas baratas con el cuchillo entre los dientes, entendieron mejor lo que buscaba el usuario, volar se puso de moda y se lo llevaron (casi) todo. Hoy posiblemente sea más fácil para las de bajo coste remontar. Aunque Ryanair ya haya anunciado una reducción de vuelos para este invierno superior al 20%.

El vuelo a A Coruña transcurre en calma chicha. Los pasajeros han embarcado con mascarilla, rápida y ordenadamente. Nadie quiere colas. Nadie se mueve durante el trayecto. Nada más despegar, el comandante lanza por megafonía una perorata en dos idiomas sobre lo seguro que es volar y la importancia de los filtros HEPA. A través de la relajada panorámica del oeste de España que se tiene desde la cabina del piloto, solo nos cruzamos durante todo el trayecto con otro avión. “Hace un año nos hubiéramos encontrado 10”, rezonga Javier Nieto, que anuncia turbulencias. Se hacen notar. Aterrizamos sin un minuto de espera. En el desierto aeropuerto de A Coruña solo hay estacionado otro avión.

El verbo de moda en la aviación comercial es “adaptación”. Todo el sector lo está intentando para sobrevivir a la mayor crisis de su historia. Aunque la metamorfosis sea más complicada para las grandes compañías. Dicen que la recuperación no llegará hasta dentro de cuatro años. Y que el antídoto será bajar precios y reducir estructura. Pero ¿hasta dónde se pueden rebajar los billetes sin perder dinero? ¿Y hasta dónde se puede reducir la estructura para no convertirse en un comparsa cuando regrese la fiebre por volar? “Y volverá, no lo dude”, afirma el profesor Arturo Benito, “porque volar es el sueño de la humanidad”.

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