Cómo caer

Difícil saberlo, pero siempre me pregunto si no fue entonces cuando aprendí que la esperanza es un sentimiento terrible

Chirino. El desprecio cabía en ese apellido cuando yo era chica: sargento Chirino. Por entonces iba al cine con mi padre a ver de todo, desde wésterns hasta películas de la Hammer, menos películas “para chicos”. Como las pasaban en su idioma original, subtituladas, cuando yo aún no sabía leer él me contaba lo que sucedía en voz baja. Saltábamos sin miramientos de un wéstern de Sergio Leone a El hombre cobra, y después yo lo acosaba a preguntas ridículas: si James Coburn era mejor actor que Lee Van Cleef, ...

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Chirino. El desprecio cabía en ese apellido cuando yo era chica: sargento Chirino. Por entonces iba al cine con mi padre a ver de todo, desde wésterns hasta películas de la Hammer, menos películas “para chicos”. Como las pasaban en su idioma original, subtituladas, cuando yo aún no sabía leer él me contaba lo que sucedía en voz baja. Saltábamos sin miramientos de un wéstern de Sergio Leone a El hombre cobra, y después yo lo acosaba a preguntas ridículas: si James Coburn era mejor actor que Lee Van Cleef, si Peter Cushing metía más miedo que Christopher Lee, por qué Gene Hackman era buen actor si era feo y medio pelado. Él odiaba a Franco Nero, que a mí me parecía hermoso, y yo no entendía qué le veía a Joanna Shimkus, actriz de su película favorita, Los aventureros, que me parecía sosa (mi modelo de belleza eran las mujeres con pechos como misiles). Mi madre no comprendía que nos pareciera atractivo un doble programa de ¡Tarántula! y La isla del doctor Moreau, porque sólo le gustaban las películas de Pierre Richard (que también me parecían geniales). Así que él y yo íbamos al cine solos. Un día, mientras cenábamos, dije que le iba a hacer a mi hermano el Juramento del Sol, un rito de pasaje que había visto en Un hombre llamado Caballo. Mi madre preguntó qué era y le conté: clavarle a alguien ganchos en el pecho, colgarlo y dejarlo ahí, como una mortadela, para que demostrara su coraje. Mi madre dijo lo de siempre —“¡Qué está viendo esta chica!”—, y le prohibió a mi padre que me llevara a ver “esas cosas”. Nadie le hizo caso. De todas maneras, aunque veíamos barbaridades, me resulta extraño que me haya llevado a ver Juan Moreira, del director argentino Leonardo Favio, y además el día del estreno. Creo que fue así, pero es imposible: se estrenó el 24 de mayo de 1973, cuando yo tenía apenas seis años. Sin embargo, tengo un recuerdo vívido: el hall del cine repleto, un aire de acontecimiento (lo fue: el estreno se produjo en circunstancias políticas particularísimas, y la vieron dos millones de personas). Juan Moreira es la historia de un gaucho real que vivió a fines del siglo XIX y adquirió estatura de mito: huía de la justicia, quedó atrapado entre dos bandos políticos, había que acallarlo como fuera. ¿Vi eso a mis seis años? ¿Cómo pudo interesarme una historia así? No lo sé, pero sí conservo la impresión que me produjo ese via crucis, la peregrinación de Moreira hacia su destino. No he vuelto a verla entera, pero vi cientos de veces el final. Es 1874. La policía rodea el prostíbulo donde, en una habitación pintada a la cal, está Moreira. Vestido como un bautista —blanca la camisa y blancos los calzones, bello, barbado, cubierto de sudor—, al escuchar que lo rodean hace algo inconcebible: se asusta. Después se recompone. Es de día. Contempla la luz glauca que entra por un ventanuco y susurra: “Con este sol”. Hay, en ese susurro, una pena formidable, la pena del condenado. Después grita: “¡Acá está Moreira, mierda!”, y sale al pasillo. En medio de una banda sonora grandilocuente y épica (todo lo que en otros cineastas resulta grandilocuente y épico de mala manera en el universo genial de Leonardo Favio es grandilocuente y épico de la manera correcta), arremete a facón y bala contra la policía hasta que sale a un patio. Y entonces Favio hace algo cruel: lo muestra sonriendo, porque Moreira ve, muy cerca, la tapia que debe saltar para ser libre. Camina hasta ella, se encarama y, de pronto, las facciones se le congelan. En mi recuerdo, le pregunto a mi padre: “¿Qué pasó, pa?”. Y mi padre, dejando gotear sobre mí su admiración por toda muerte heroica, me dice: “Lo chuzaron”. Asomado sobre la tapia, Moreira aúlla y abre los ojos como un animal porque, en efecto, ha sido chuzado, atravesado en el umbral de su salvación por la bayoneta del despreciable sargento Chirino. Es difícil saber de dónde vienen las cosas, pero siempre me pregunto si no fue entonces cuando aprendí que la esperanza es un sentimiento terrible. Hasta un segundo antes de morirse, Moreira quería vivir. Y yo quería que viviera. Y me convencieron de que iba a lograrlo. A mi padre le pareció un final glorioso. Yo, en cambio, quedé desolada. Aunque crea, como mi padre, que hay que caer peleando.

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