Por sus billetes los conoceréis

Un poder decisivo de cada Estado es armar su relato, su propia imagen. El papel moneda es para eso: al elegir lo que sale, se dibuja el perfil del país.

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EL TENÍA claro que si no manchaban no servían:

—Los buenos son los que dejan mancha.

Me dijo, 14 o 15 años, cajero de un mercado en la ciudad más pobre de Colombia, y restregó el billete contra un papel en blanco y yo supuse que Gabriel García Márquez habría estado de acuerdo: que su billete —el billete de 50.000 pesos con su cara y bigote— para ser verdadero debía manchar con su tinta violeta. Un escritor peleaba póstumo contra la página en blanco y le ganaba, y yo perdía contra el sobresalto de reconocer en un billet...

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EL TENÍA claro que si no manchaban no servían:

—Los buenos son los que dejan mancha.

Me dijo, 14 o 15 años, cajero de un mercado en la ciudad más pobre de Colombia, y restregó el billete contra un papel en blanco y yo supuse que Gabriel García Márquez habría estado de acuerdo: que su billete —el billete de 50.000 pesos con su cara y bigote— para ser verdadero debía manchar con su tinta violeta. Un escritor peleaba póstumo contra la página en blanco y le ganaba, y yo perdía contra el sobresalto de reconocer en un billete una cara que había visto viva.

El billete de García Márquez fue una audacia que Colombia cometió hace tres años: por primera vez en su historia su dinero mostraba a un escritor — uno contemporáneo, una persona. Hasta entonces, todo habían sido próceres: hombres de pelo en cara, estatuas con patillas.

Un poder decisivo de cada Estado es armar su relato, su imagen de sí mismo. Los billetes se usan para eso: al elegir qué les dibujan, dibujan el perfil de su país; lo intentan. Los billetes, sabemos, tienen dos caras: una suele mostrar los mejores paisajes naturales —que ahora, además, agregan un barniz ecololó. En la otra cara hay una cara que debería ser ilustre.

El billete de García Márquez fue una audacia que Colombia cometió hace tres años: por primera vez en su historia su dinero mostraba a un escritor

Durante décadas hubo un acuerdo casi unánime: los billetes latinoamericanos exhibían próceres. Un prócer, en América Latina, es un político y/o general que vivió en el siglo XIX. La injusticia era flagrante: esa gente es el equivalente de los que ahora detestamos/despreciamos, solo que vivieron en aquellos años lejanos que seguimos considerando fundamentales, fundacionales, y entonces se quedaron con las avenidas, las grandes plazas, los billetes.

No hace mucho que algunos países sudacas decidieron cambiar las caras de su plata. Uruguay, por supuesto, lo hizo antes: ya lleva 25 años imprimiendo intelectuales y artistas, pero el más actual murió hace 70 años. En Colombia, ahora, hay un par de presidentes recientes pero también una antropóloga, un poeta, una pintora y García Márquez. En México, sor Juana, Diego Rivera y un rey chichimeca consiguieron colarse entre los héroes. Chile sigue lleno de patilludos decimonónicos y se les une Gabriela Mistral, su poetisa Nobel. Bolivia lanzó este año una nueva serie, llena de próceres viejos diferentes: indígenas, más que nada, para cambiar el viejo cuento —que ahora vuelve.

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En Guatemala y Honduras, mientras tanto, siguen siendo todos hombres con pelos; en Venezuela también, aunque tienen la ventaja de que, por la inflación, sus billetes son un chiste malo. Perú exhibe militares, políticos y una santa del siglo XVII; Paraguay también tiene algún santo, más vello macho y “la mujer paraguaya” en general. En Costa Rica todos son presidentes menos una autora comunista de cuentos infantiles a principios del siglo XX. En Nicaragua no hay personas: aparecen bailes y paisajes salvo, en el billete de 1.000 córdobas, Rubén Darío. En Cuba, para decir que hubo dos independencias, los próceres del XIX se mezclan con los de 1960 — encabezados por Ernesto Guevara de la Serna. Panamá, El Salvador y Ecuador, en cambio, cortaron por lo sano: usan dólares —donde tampoco figuran mujeres. El billete, queda claro, es masculino.

Mientras, en España, los euros nos salvaron de seguir llevando un rey en los bolsillos: nuestros billetes —pusilánimes— no tienen gente, son puro monumento. Casi como en Argentina, donde el kirch­nerismo había colado a Eva Perón hasta que el ex Gobierno del ex Macri inventó una serie que cambiaba a los viejos próceres por animales más o menos silvestres —y ni una vaca, la gran bestia patria.

Algunos, se ve, prefieren esquivar la responsabilidad: no construir, con las imágenes que más portamos, que más vemos, una historia de quiénes somos, una galería de modelos posibles. Para eso —también para eso— sirven los billetes, cuando los usan para eso. Para eso y para dejar, de tantas formas, manchas violetas en el blanco. 

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