Cartas al director

Me fascinan las misivas que se envían a los periódicos. Tal vez porque reflejan su línea editorial. O tal vez porque construyen un retrato fiel de sus lectores

ES MI SECCIÓN favorita de los periódicos: la de cartas al director, digo. No sé por qué. Tal vez porque me fascina la extrema concisión a que obliga el género. Tal vez porque abrigo la sospecha indemostrable, pero no insensata, de que esa sección refleja mejor que cualquier otra la línea editorial de un periódico. Tal vez por lo contrario: porque las cartas al director constituyen un retrato fidedigno de los lectores de un periódico, y los periódicos son en cierto sentido como las novelas: una mitad la escriben los autore...

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ES MI SECCIÓN favorita de los periódicos: la de cartas al director, digo. No sé por qué. Tal vez porque me fascina la extrema concisión a que obliga el género. Tal vez porque abrigo la sospecha indemostrable, pero no insensata, de que esa sección refleja mejor que cualquier otra la línea editorial de un periódico. Tal vez por lo contrario: porque las cartas al director constituyen un retrato fidedigno de los lectores de un periódico, y los periódicos son en cierto sentido como las novelas: una mitad la escriben los autores, y la otra mitad, los lectores. Sea como sea, las cartas al director son casi siempre lo primero que leo en un periódico; mi vicio llega al extremo de que, en cuanto me descuido, ya estoy mandando una carta al director y tratando de robar sin escrúpulos el espacio reservado a los lectores. Por lo demás, me parece indudable que hay cartas al director que no merecen la penumbra relativa de esa sección subalterna, sino los honores de la primera página, porque iluminan el presente mejor que cualquier crónica, artículo de opinión o columna.

Pongo el ejemplo de dos cartas publicadas en este periódico que abordan, cómo no, el asunto de la crisis catalana. La primera es obra de Pere Ysàs, profesor de Historia en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de estudios indispensables sobre nuestra historia reciente. La carta, publicada el pasado 12 de febrero, justo el día en que se iniciaba el juicio de los líderes secesionistas catalanes, está elegante, educadamente redactada en forma de triple pregunta, pero basta por sí sola para desarbolar la principal acusación contra el juicio propagada por los políticos separatistas y sus turiferarios mediáticos: la de que no se trata de un juicio justo, sino de un linchamiento. Primera pregunta: “¿Los dirigentes independentistas catalanes considerarían legítimo que una futura mayoría parlamentaria del Congreso de los Diputados, argumentando disponer de un ‘mandato democrático’ porque figuraba en sus programas electorales, decidiera que la Administración central recuperara unilateralmente competencias transferidas a las comunidades autónomas, vulnerando lo establecido en la Constitución y los estatutos de autonomía?”. Segunda pregunta: “¿Considerarían un ataque a la democracia y a los derechos fundamentales que el Tribunal Constitucional anulara tal legislación?”. Y tercera y última: “Si, pese a ello, se intentara imponer transgrediendo la legalidad y desobedeciendo a los tribunales, ¿considerarían que no existirían responsabilidades de quienes así obraran?”. Sobran los comentarios.

También sobran acerca de la otra carta, si cabe más aguda y elocuente que la anterior; no se trata en este caso de una reflexión teórica, sino de un relato (o más bien de una confesión). La escribió Juan Sabino del Río Martínez, mexicano de Colima, y se publicó el 25 de octubre de 2017, cuando el mundo entero estaba pendiente de lo que ocurría en Cataluña (“¡El món ens mira!”) y los catalanes vivíamos, según el también historiador Josep Fontana, “un clima próximo a la guerra civil”. Del Río contaba que su hijo acababa de pronunciar su primera palabra y que ésta no había sido ni “papá” ni “mamá”, sino “Puigdemont”. Contaba también que su mujer le había implorado que dejase de ver las noticias, le había advertido que se estaba volviendo loco y que en realidad su hijo sólo había soltado pedorretas. Indignado, Del Río aseguraba que todo eso era falso, que su mujer se equivocaba, que claramente su hijo había pronunciado la palabra “Puigdemont”; también aseguraba que su nevera gorgoteaba frases en catalán, tipo “Adéu Espanya”, o en inglés, tipo “Welcome to the Catalan Republic”. Al final lamentaba que su mujer le hubiese prohibido de manera terminante ver la televisión, escuchar la radio y navegar por Internet. Y concluía, tal vez de forma superflua: “Una verdadera pesadilla esto del proceso independentista catalán”. ¿Hay alguien que haya descrito con mayor precisión que este buen mexicano, desde su remota Colima, aquellas semanas tremendas?

Lo dicho: déjense de bobadas y empiecen a leer el periódico por las cartas al director.

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