Femenino plural. Carta a mis amigas

En una sociedad contradictoria y ante un futuro incierto, la autora invoca el apoyo y la complicidad de compañeras con las que comparte experiencias

ANOCHE SALÍ de fiesta. No es un anoche concreto, sino un anoche que contiene muchas noches. Esto lo sabemos todas. Bailaba con vosotras y un hombre miraba nuestros cuerpos desde lejos, nuestras faldas plisadas y los vasos vacíos en las manos. Fue acercándose despacio, primero con esa discreción tan afectada que reconocemos fácilmente en ciertos hombres; luego con más confianza, fingida o no, sabiendo (él y nosotras) que ese era su campo de batalla. Un territorio de caza. Teníamos 21 años. Podríamos haber sido sus hijas. Nos puso el brazo encima de los hombros, la sonrisita tibia y alguna que o...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

ANOCHE SALÍ de fiesta. No es un anoche concreto, sino un anoche que contiene muchas noches. Esto lo sabemos todas. Bailaba con vosotras y un hombre miraba nuestros cuerpos desde lejos, nuestras faldas plisadas y los vasos vacíos en las manos. Fue acercándose despacio, primero con esa discreción tan afectada que reconocemos fácilmente en ciertos hombres; luego con más confianza, fingida o no, sabiendo (él y nosotras) que ese era su campo de batalla. Un territorio de caza. Teníamos 21 años. Podríamos haber sido sus hijas. Nos puso el brazo encima de los hombros, la sonrisita tibia y alguna que otra mueca indeseable. No pasó nada más ni fue preciso: los gestos cotidianos funcionan por elipsis, sirven en la medida en que los completamos.

Cuando el hombre se fue, volvimos a bailar igual que antes. Ni vosotras ni yo dijimos nada. Algunas sonreímos, poniendo los ojos en blanco y asumiendo que esta actitud común, casi de indiferencia, era rutinaria. Un proceso automático, igual que el maquillaje, una imagen que hemos integrado en nuestras noches como una parte más del protocolo. Allí, como en muchos otros momentos, sabíamos que sentíamos lo mismo.

Pero esto es solo una anécdota.

A algunas de vosotras os conocí en el colegio. Otras, más adelante, en periodos distintos y con sensibilidades diferentes: el instituto, la universidad. A otras os encuentro en la pantalla, nunca nos hemos visto (coincidencia espacio-temporal), pero sé que ahí estáis, sintiendo también cosas parecidas. Da igual cuánto quedemos, cada cuánto sepamos de las otras. Soportáis el silencio y la distancia, la falta de noticias, nuestros ritmos privados. La complicidad entre amigas tiene que lidiar casi a diario con un afán culpable y heredado por ser más que las otras: más guapa, más divertida, más inteligente. Con una maraña de contradicciones entre lo que sentimos y lo que deberíamos sentir. Con decepciones no comunicables. Seguir juntas, pese a todo, es una carrera de fondo con la historia.

Amigas, el futuro es incierto para todas: está lleno de dudas y maldades, y de una conciencia atravesada por todos esos ratos con los ojos en blanco. Pero más allá de lo tópico, nos veo acompañándonos en momentos sencillos como este, pequeñas decisiones, conversaciones insignificantes. Y os veo tranquilas y prudentes, enfadadas con el mundo algunas veces y también vulnerables frente a él. Sabéis (sabemos) que la resignación es terrorífica, mucho más que la rabia o la tristeza; nuestra resignación nos esconde.

Y aunque hable de vosotras, sabéis que este plural no es unitario. Esto lo sabemos todas. Sin embargo, las anécdotas nos sirven y pueden nombrarnos, también lo colectivo, reconstruyen una genealogía hecha pedazos.

Os doy las gracias, en fin, por la serenidad y la paciencia (ajena y propia). Ya no tenemos miedo a las sorpresas: nuestro vínculo ha alumbrado un idioma común forjado a base de descubrimientos. Un idioma detrás de esa mirada cómplice y sin límites que nos hace sentir que esto es parte de un orden aún más grande. Que estamos en lo mismo. 

La poeta Rosa Berbel es autora de 'Las niñas siempre dicen la verdad'.

Archivado En