Redes sociales y medios se enzarzan cíclicamente en el debate sobre la alta cocina. martin parr (magnum photos)

La gastronomía vive cercada por los prejuicios. Ya vengan de los inspectores de Michelin, de los votantes de The World’s 50 Best Restaurants o del periodista que come en el local de sus protegidos, todo son respuestas tajantes.

POR FAVOR, no crean todo lo que digo. De hecho, los invito a que sometan a juicio mis reflexiones. Después de todo se trata de opiniones sinceras, y ya sabemos que la sinceridad no deja de ser una versión intimista de la realidad, por mucho que tratemos de aproximarla al emblema hierático de la veracidad.

Vivimos en la era de la comunicación y la comida rápida, donde el azúcar y el cinismo refinados se deslizan entre los alimentos y tuits con los que nos desayunamos. Nada escapa al gancho de los reproches a la vista de todos o al hechizo de la sacarosa. Y como la gastronomía está más visible y presente que nunca en nuestras vidas, y la alimentación se siente como un espacio común, se han convertido en un campo de pruebas idóneo donde poner a prueba nuestras convicciones.

De este modo, el universo culinario ha devenido en escaparate apto para ensayar la envergadura de los egos o revelar el tamaño de las angustias que afligen al personal. Así, chefs, periodistas, comensales amateurs y académicos con pedigrí se enzarzan cíclicamente en un bronco debate con la alta cocina como telón de fondo, animando blogs, redes sociales y las mañanas de almas resentidas que dejan escapar su inquina entre las sílabas de los mensajes.

Cualquier argumento más o menos peregrino puede ser el aderezo de esa salsa pseudomediática. Ese es hoy un valor en alza, como lo fue ayer y lo será mañana: señalar, juzgar, simplificar, generando dudas que vencen o perforan biografías, proyectos o ideas. Ningún blindaje ni trayectoria son efectivos frente a la voracidad de la sospecha, que actúa como el aceite vertido por el fregadero, contaminándolo todo, produciendo un manto de descrédito tan fino como letal.

Es importante que en este tiempo en el que la información falsa llega más lejos, más rápido y a más gente que la verdadera, se despliegue la exigencia que vacuna frente a la fiebre de la adulación fondant. Pero una cosa es deslizar preguntas incómodas que comprometan a la cocina con la calidad y otra bien distinta arrojar dudas con la respuesta incorporada sin opción a poder apelar. Es común observar certezas paseando sin bozal ni correa, con los tópicos afilados listos para morder. Y ahí es cuando sorprende la seguridad del que sabe perfectamente advertir el bien del mal, lo auténtico frente a lo improbable… Esta realidad invita a sospechar que la celeridad en presionar el gatillo hace descuidar el pensamiento con matices.

Y mientras unos estrenan perplejidades cada semana tragando cucharadas soperas de realidad, otros cambian las clavijas de sus teclados por botones dragaminas que siembran reflexiones desatinadas, efectivas por su imprecisión. Y aquí se da la paradoja, una de las muchas flaquezas de nuestro tiempo: la doble vara de medir que utilizamos según sean nuestros apegos e inclinaciones. Porque si todas las críticas que se vierten tienen la vocación de corregir defectos para dibujar un paisaje de excelencia, ¿qué necesidad hay de caer en el ensañamiento contra proyectos que, aunque no sean de tu devoción, tienen su público?

Lo que es evidente es que, en el baile de los prejuicios de la gastronomía, en innumerables ocasiones se indultan las medias verdades perfumadas de interés y se fuerzan legitimidades construidas a medida. Ya vengan de los inspectores de Michelin, de los votantes de The World’s 50 Best Restaurants o del periodista que come en el local de sus protegidos, todo son respuestas tajantes. Un estado de silencios cómplices, de pecados de altura, bajura y descarte, que enharinamos con disimulo y pasamos por la freidora del sigilo. El resultado: un pecado frito junto al olor a aceite rancio que lo envuelve todo y del que nadie puede escapar. Una pena.

Ensaladilla de pulpo

Elaboración

1. El pulpo cocido:
– Para cocer el pulpo, poner una olla con agua y abundante sal a hervir. Mientras se va calentando, limpiar el pulpo bajo un chorro de agua fría, frotar las ventosas y retirar los interiores de la cabeza. Agarrar el pulpo de la cabeza con cuidado y asustarlo tres veces en el agua hirviendo (es decir, sumergirlo brevemente tres veces en agua hirviendo, retirándolo y dejándolo enfriar cada vez brevemente).
– Después de esas tres veces, cocer el pulpo a hervor bajo durante 50 minutos. Pasado ese tiempo, retirar del fuego y dejar enfriar en el agua de cocción. Retirar y reservar.
2. La ensaladilla de aguacate:
– Picar la cebolleta, los pimientos y la cabeza del pulpo en cuadrados de 0,5×0,5 centímetros. Reservar. Pelar los aguacates y retirar el hueso. Triturar con el aceite y el jugo del limón y mezclar suavemente con el resto de ingredientes. Poner a punto de sal.

Acabado y presentación
– Cortar el pulpo en rodajas. Disponer de la mezcla de ensaladilla en un plato y colocar sobre esta las rodajas de pulpo.

Propiedades

El valor nutricional del pulpo es alto en proteínas y bajo en grasa. Es fuente de calcio, hierro y zinc, así como de varias vitaminas, como la A, la B12 o la B9.

Acuicultura

Científicos españoles inventaron el pasado 2018 un sistema de acuicultura del pulpo desde la fase larvaria hasta que se convierten en adultos.

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