Tribuna:

Enseñanzas terribles

La filósofa alemana Hannah Arendt (en la fotografía), autora de Los orígenes del totalitarismo, era una mujer lúcida y honesta que jamás domesticó su pensamiento con dogmas ni lo acomodó a las conveniencias. Nunca dejó de pensar por sí misma, con todos los aciertos y los errores que ese esfuerzo de reflexión conlleva. Ahora ha salido en Destino una espléndida biografía suya hecha por Laure Adler, y leyéndola me he enterado de algo pasmoso: que en los primeros años después de la II Guerra Mundial, cuando salieron a la luz todos los horrores del nazismo, las víctimas del Holocausto fueron...

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La filósofa alemana Hannah Arendt (en la fotografía), autora de Los orígenes del totalitarismo, era una mujer lúcida y honesta que jamás domesticó su pensamiento con dogmas ni lo acomodó a las conveniencias. Nunca dejó de pensar por sí misma, con todos los aciertos y los errores que ese esfuerzo de reflexión conlleva. Ahora ha salido en Destino una espléndida biografía suya hecha por Laure Adler, y leyéndola me he enterado de algo pasmoso: que en los primeros años después de la II Guerra Mundial, cuando salieron a la luz todos los horrores del nazismo, las víctimas del Holocausto fueron más o menos ignoradas e incluso despreciadas por un buen número de judíos, tanto aquellos que estaban intentando formar el Estado de Israel como bastantes intelectuales repartidos por el mundo, entre ellos la propia Hannah Arendt, que había conseguido escapar de la matanza y vivía en Estados Unidos.

Hoy creemos que lo sabemos todo sobre el Genocidio. Se han hecho numerosas películas, se han publicado infinidad de libros. Más de una vez he escuchado a alguien decir que estaba harto de que los judíos "hablaran todo el rato" del Holocausto. Una apreciación que yo no comparto, porque creo que hay que tener siempre muy presentes las atrocidades que cometemos para no olvidar jamás de lo que somos capaces. Claro que hay que hablar del exterminio nazi, y de la carnicería monumental perpetrada por los jemeres rojos; del infierno del estalinismo o de las bombas de Hiroshima y Nagasaki (¿por qué nadie recuerda que causaron 220.000 muertos?).

Algo muy distinto es la utilización del daño sufrido como excusa para justificar cualquier tropelía, como sucede con los halcones israelíes y el terrible drama palestino. Pero ese mal uso político y moral, denunciado ya por Arendt hace décadas, no tiene nada que ver con el sólido horror del Genocidio. Además, se diría que la solución final nazi es una monstruosidad especialmente perversa por la fría lógica que utilizó. Hay un hermoso libro del israelí Amos Oz, Historias de amor y oscuridad (Siruela), que cuenta que, al principio, muchos judíos alemanes no veían a Hitler con malos ojos. Sí, era antisemita, pero traía el orden a una Alemania caótica, y a lo que más miedo tenían los judíos, lo que la historia les había enseñado a temer, eran los desórdenes sociales y las masas de alborotados linchadores. De modo que el Tercer Reich demostró que un sistema metódico y ordenado podía ser aún más atroz que el más completo caos. Y que no sólo el sueño de la Razón produce monstruos, sino también la Razón misma, o algo disfrazado de Razón y que carece de compasión. Una enseñanza que no debemos olvidar.

Pero decía que, aunque hoy creemos saberlo todo del Genocidio, lo cierto es que en los primeros tiempos las pobres víctimas inquietaban e irritaban, por su carga de dolor, a mucha gente. Desde luego a muchísimos gentiles, que no sabían qué hacer con los supervivientes (los volvieron a internar durante años en tristes campos de refugiados). Pero también a muchos judíos. Como cuenta Laure Adler, un miembro del Jewish Committe escribió en una carta a un colega: "Los que han sobrevivido no son los más aptos, sino mayoritariamente los judíos más bajos, que mediante la astucia o los instintos animales pudieron escapar". Y el poeta sionista Hair Nahman dijo lo siguiente: "Huyeron como ratones, se escondieron como chinches y murieron como perros allá donde los encontraban. Eso fue en Europa. Aquí, en Palestina, esto no hubiera ocurrido (...). Aquí, la tierra de Israel produce un hombre nuevo".

Hannah Arendt fue menos brutal, pero también pensó, como muchos otros, que las víctimas se dejaron matar como reses. Que su pasividad fue inexplicable. Como si seis millones de muertos pudieran ser el resultado de una pequeña debilidad de carácter. De un modo u otro, parte de la comunidad judía internacional que no vivió el Holocausto tendió en los primeros momentos a culpabilizar a los que lo sufrieron, y tuvo que pasar algún tiempo hasta que se empezó a escuchar de verdad a las víctimas. Probablemente, el Holocausto fue una atrocidad demasiado grande, un infierno que no cabía en la cabeza y que tardó en poder ser asumido. Culpabilizar a las víctimas es una manera de negar el horror y de evitar el pánico que el horror produce. Es un recurso ampliamente usado: hemos visto culpabilizar a mujeres maltratadas o violadas, o a personas asesinadas por ETA... He aquí otra enseñanza terrible: los humanos somos bastante miserables y, por lo general, las víctimas molestan.

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