Tribuna:Primera Ley del Libro en la democracia

Del lado del lector

¿Para qué un precio fijo? ¿Por qué las librerías necesitan unas reglas de juego particulares? ¿No sería más oportuno permitir los descuentos? Total, los libros, cuanto más baratos, mejor.

Muchas horas hemos dedicado los libreros a defender y a argumentar, una y otra vez, a favor de la ley del precio fijo, verdadero lindar que define las condiciones de posibilidad para un oficio tan delicado como el nuestro.

Podemos citar como ejemplo la situación del mercado librero anglosajón -tres grandes cadenas que todo lo dominan, incremento progresivo de precios, omnipresencia de los ...

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¿Para qué un precio fijo? ¿Por qué las librerías necesitan unas reglas de juego particulares? ¿No sería más oportuno permitir los descuentos? Total, los libros, cuanto más baratos, mejor.

Muchas horas hemos dedicado los libreros a defender y a argumentar, una y otra vez, a favor de la ley del precio fijo, verdadero lindar que define las condiciones de posibilidad para un oficio tan delicado como el nuestro.

Podemos citar como ejemplo la situación del mercado librero anglosajón -tres grandes cadenas que todo lo dominan, incremento progresivo de precios, omnipresencia de los best sellers, asfixia de los editores, etcétera-, podemos insistir en la garantía de pluralidad que representa una variada red de librerías, podemos aludir a papel de los libreros como difusores de la cultura, pero en un momento u otro siempre topamos con alguna mente liberal que por principio se resiste a lo que, en sus palabras, no sería más que una pretensión de excepcionalidad, además, bastante afrancesada.

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Y es que no siempre resulta fácil mostrar todo lo que tiene de esencial aquel conjunto de artilugios justamente ideados para propiciar el encuentro entre los libros y su público que son las librerías.

A diferencia de los otros agentes que operan en la cadena del libro, el librero puede y debe situarse "del lado del lector"; lejos de asumir la producción editorial tal como le llega, sin más, como si fuese una página en blanco sobre la que otros escriben sus mensajes, el librero elige, clasifica y jerarquiza a su manera; antes que construir cánones, su tarea es imaginar vínculos y sugerir relaciones: entre títulos y géneros, entre nombres y formatos, en suma, entre libros y lectores.

El librero es un permanente explorador de las comunidades de lectores a las cuales se dirige: conoce sus expectativas, está atento a la información que discurre entre ellas, propone y escucha.

En otras palabras, es un navegante que trata de orientarse entre las corrientes de aquel conjunto volátil e inaprensible de rumores, complicidades, pactos, promesas e intercambios que puebla el mundo de los lectores; aunque resulte una paradoja, el librero es un especialista en la "cultura oral", nadie mejor que él conoce aquello que llamamos "boca oreja". Hoy, esta manera de encontrar lectores -sutil, difusa e imprevisible- es la única realmente eficaz.

La librería es pues una institución muy particular. Su solidez reposa en la capacidad para conciliar dos extremos en apariencia irreconciliables: la pasión por la lectura y el amor al libro, por una parte, y el dominio de la gestión comercial, por otra. Sin "agitación lectora", su cuenta de explotación estará condenada; y lo inverso es no menos cierto.

Una buena parte del universo libro está edificado sobre un entramado de oficios, como el de la librería, que comparten esta esquizofrenia esencial; y no puede sostenerse más que por unas reglas de juego propias.

Antonio Ramírez es librero.

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