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El árbol de la infancia

Juan Cruz

Cuando André Breton y sus surrealistas visitaron Tenerife en 1935, quisieron saber dónde estaba la cuna de Óscar Domínguez, y sus anfitriones, Domingo Pérez Minik y Eduardo Westerdahl, creadores de Gaceta de Arte, la revista que se atrevió a traer a España el surrealismo, los llevaron a Tacoronte. No nació ahí propiamente Domínguez, sino en La Laguna, pero Tacoronte fue la inspiración de su vida. Está en sus cuadros, lo constituye como artista y como ser humano.

Los árboles de Óscar Domínguez, la sangre que los hace, viene de ese lugar verde y quieto que descansa sobre un mar inmenso detrás del que se esconden el viaje y el misterio. Óscar Domínguez hizo ese viaje, asaltado por una enfermedad que iría creciendo con él, y acuciado por una memoria en la que cabían el Teide y sus metáforas, algunas de las cuales fueron celebradas por Breton como reflejo físico de aquel movimiento poético que tuvo capital, también, en la isla canaria.

En París, el pintor tinerfeño no dejó de tener contacto, ni un segundo, con esa inspiración telúrica que se denuncia en sus cuadros, y fue -dicen Westerdahl y Pérez Minik- el que le señaló el camino a Breton para que llevara a Santa Cruz la primera gran exposición surrealista que se hizo en el mundo. Gracias a Domínguez, escribió Pérez Minik, "tuvimos hilo directo" con aquel movimiento. Fue "nuestro mejor amigo en París", pero hasta que se suicidó, el último día de 1957, tuvo en su mente el árbol de su infancia.

Estuvo casado con Maud, que luego sería la esposa de Westerdahl; hubo entre todos ellos una conexión sentimental que, como el surrealismo propiamente dicho, y acaso como el carácter de los canarios, estuvo llena de símbolos. Hace unos meses, su amigo el peruano Fernando de Szyszlo nos decía en México una anécdota que ilustra, además, el sentimiento de amistad que Óscar irradiaba: llamó la policía a Picasso, y le mostró un cuadro suyo, falsificado seguramente por Domínguez. "¿Falsificado? ¡Está usted loco! ¿Quiere que se lo firme otra vez?". Picasso salvó así a Domínguez de la cárcel y le pagó también el favor de la amistad que este gigante bendito le regalaba.

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