Columna

Cataluña y los cabestros

Últimamente tengo la impresión de que, cada vez que visito Madrid, la gente me mira de forma rara. También me ocurre en otros lugares de España, pero sobre todo me ocurre en Madrid; si no me engaño, lo mismo les ocurre a otros escritores catalanes que escriben en castellano, o simplemente a otros catalanes extremeños o andaluces o murcianos, incluso a otros catalanes catalanes. La impresión es común y, como digo, rara: en la mirada de la gente hay a menudo compasión; a veces, unos deseos apenas reprimidos de dar el pésame; otras veces, lágrimas contenidas de piedad; no falta quien nos abraza e...

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Últimamente tengo la impresión de que, cada vez que visito Madrid, la gente me mira de forma rara. También me ocurre en otros lugares de España, pero sobre todo me ocurre en Madrid; si no me engaño, lo mismo les ocurre a otros escritores catalanes que escriben en castellano, o simplemente a otros catalanes extremeños o andaluces o murcianos, incluso a otros catalanes catalanes. La impresión es común y, como digo, rara: en la mirada de la gente hay a menudo compasión; a veces, unos deseos apenas reprimidos de dar el pésame; otras veces, lágrimas contenidas de piedad; no falta quien nos abraza efusivamente, como tratando de animarnos a afrontar con entereza el infortunio, ni falta quien, llevado por su generosidad, a punto está de ofrecernos una habitación en su casa para que nos refugiemos en ella con la mujer y los niños y los pocos enseres que hayamos logrado salvar de la catástrofe. El fenómeno empezó a advertirse hace ya tiempo, exactamente cuando Maragall y los suyos tomaron el poder, pero desde que el Parlamento aprobó la tramitación del proyecto de Estatut se ha acentuado dramáticamente. La verdad: es conmovedor, y se agradece muchísimo; por lo demás, confesaré que en alguna ocasión he tenido que recurrir a la remota reserva de decencia que al parecer todavía guardo para no ceder a esa oleada de solidaridad y sentirme por una vez importante haciéndome la víctima de la vesania catalanista y reclamando todo el afecto, la atención y las reparaciones que como tal me corresponden.

Así que por una parte lamento y por otra me alegra tener que decirles que no soy ninguna víctima, porque en Cataluña nadie me persigue; ni a mí ni a nadie que yo conozca, salvo, naturalmente, a algún paranoico. Se mire por donde se mire, y aunque haya cabestros de variado pelaje a quienes les gustaría que así fuese, Cataluña no es el País Vasco. Se entiende muy bien, sin embargo, que haya gente de buena voluntad que así lo crea: si uno pone la radio y oye hablar de las caravanas de castellanohablantes que pronto inundaremos las carreteras huyendo de la limpieza lingüística en Cataluña, o si uno coge el periódico y lee que el Estado de derecho se ha volatilizado en Cataluña y que todo el que no comulgue aquí con el credo nacionalista es acosado con saña, es natural que se asuste y compadezca a quienes vivimos en Cataluña. La realidad, la felizmente aburrida realidad, es que en Cataluña todo el mundo habla lo que le da la gana, que todo el mundo es bilingüe, salvo algunos castellanohablantes, y que mucha gente -quien firma, sin ir más lejos- expresa en público cada dos por tres su rechazo tajante del nacionalismo sin que nadie se escandalice en lo más mínimo (de hecho, el nacionalismo está tan desprestigiado que ya ni siquiera Esquerra Republicana acepta sin reservas ese calificativo). Así que tranquilícense: de momento no hace falta que nos compadezcan. Digo de momento porque, si los cabestros de todo signo que hablan en ciertas radios y escriben en ciertos periódicos y pululan por ciertos partidos dejan de ser minoría, no hay que descartar que se salgan con la suya, porque la convivencia es la cosa más frágil del mundo. Que se lo pregunten a los serbios, a los bosnios, a los croatas, a los kosovares, que vieron de un día para otro el triunfo de los cabestros que hablaban por las radios y escribían en los periódicos y dirigían los partidos. Es un hecho, sin embargo, que a ratos vivir en Cataluña es un fastidio, fundamentalmente a causa de los cabestros. Tomemos, por ejemplo, lo que ocurre con los escritores: si uno escribe en castellano en Cataluña, tiene que pasarse la vida dando explicaciones a los cabestros de un lado acerca de por qué escribe en castellano, y si uno escribe en catalán tiene que pasarse la vida dándoles explicaciones a los cabestros del otro lado de por qué escribe en catalán; si uno escribe en castellano y en catalán, la pesadilla es completa: hay que dar explicaciones a los dos rebaños de cabestros por qué uno escribe en castellano y también en catalán. Y en cuanto al Estatut, bueno, no presumiré de haberlo leído entero (lo intenté dos veces: la primera me dormí; la segunda me salió una tremenda erupción cutánea), pero, suponiendo que sea tan malo como parece y como afirma en privado más de un político catalán que lo apoya en público, para eso está en el Parlamento: para que salga de allí mejorado y a gusto de nadie, porque como sea un Estatut a gusto de alguien será un mal Estatut. Verán ustedes cómo dentro de cuatro días todas las demás comunidades autónomas lo quieren para sí mismas. Verán ustedes cómo dentro de cuatro años el PP lo presenta como garantía de la indisoluble unidad de la patria.

No: contra lo que afirman algunos cabestros, Cataluña no es el infierno; tampoco es, contra lo que afirman otros, el paraíso. Es, como cualquier otro lugar de España, un lugar donde cuecen habas, aunque donde de momento no sólo cuecen habas. Cabe sospechar que algunos ingenuos parecían creer que con el cambio de gobierno Cataluña sería el paraíso, y en consecuencia se han decepcionado. Con todos los respetos, yo creo que no acaban de aceptar que el paraíso sólo existe en los anhelos de los cabestros, y que su verdadero nombre es infierno.

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