Editorial:

Argentina no quiere olvidar

Antes de lo esperado, el presidente Kirchner ha dado una nueva vuelta de tuerca a su política pro derechos humanos al conseguir la aprobación por la Cámara de Diputados de la nulidad de las inicuas leyes de Punto Final y Obediencia Debida, una decisión que acerca más la posibilidad de abrir juicios a militares y miembros de los cuerpos de seguridad partícipes en las atrocidades sin límite de la dictadura argentina entre 1976 y 1983. Kirchner, que ya había derogado el decreto que ordenaba rechazar las extradiciones de miembros de las Fuerzas Armadas, se ha anotado de paso una victoria política ...

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Antes de lo esperado, el presidente Kirchner ha dado una nueva vuelta de tuerca a su política pro derechos humanos al conseguir la aprobación por la Cámara de Diputados de la nulidad de las inicuas leyes de Punto Final y Obediencia Debida, una decisión que acerca más la posibilidad de abrir juicios a militares y miembros de los cuerpos de seguridad partícipes en las atrocidades sin límite de la dictadura argentina entre 1976 y 1983. Kirchner, que ya había derogado el decreto que ordenaba rechazar las extradiciones de miembros de las Fuerzas Armadas, se ha anotado de paso una victoria política interna al conseguir imponer la disciplina de partido al peronismo y neutralizar a su ala menemista.

Aunque el camino por delante es largo, Argentina parece encaminarse decididamente -en parte por el efecto dominó provocado por las peticiones de extradición del juez Baltasar Garzón- hacia la catarsis de liquidar una impunidad histórica y que sean sus propios tribunales los que puedan juzgar a muchos de los protagonistas de la ignominia que acabó con la vida de 30.000 personas. Y quizá por un esperanzador contagio que aclara el sórdido pasado despótico del Cono Sur, Chile, casi simultáneamente, decide afrontar con timidez la herencia de plomo pinochetista -a punto de cumplirse 30 años del golpe- proponiendo medidas para acelerar los procesos judiciales, localizar a las víctimas e indemnizar a la legión de torturados por sus militares y policías.

La decisión de los diputados argentinos, adoptada contra el telón de fondo emocional de miles de manifestantes a las puertas del Congreso, tiene mucho más valor político que jurídico. Su refrendo debe producirse en el Senado, pero su destino final es el pronunciamiento del Tribunal Supremo, mayoritariamente en manos de jueces obedientes al ex presidente Menem, donde la estrategia de Kirchner puede complicarse. El Supremo está a su vez en el punto de mira del Parlamento, que mantiene abierto un juicio político contra varios de sus miembros.

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La anulación inicial de las leyes que consagraron la impunidad de los criminales de uniforme, promulgadas por Raúl Alfonsín entre 1986 y 1987 bajo la presión castrense, es más que discutible para los constitucionalistas, y muy dudosa su fuerza vinculante para los jueces; de hecho, ya fueron derogadas en 1999 por el Congreso sin ningún efecto, puesto que su amparo se mantenía hacia el pasado. Pero en la esperanzada Argentina de hoy es un paso firme e imprescindible que otorgará a la judicatura un respaldo político contundente para sepultarlas definitivamente. Entonces, hasta 2.000 uniformados podrían sentarse en el banquillo para reconciliar a todo un pueblo con su memoria y restablecer su dignidad colectiva.

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