Tribuna:

El espíritu de la rue Fontaine

En l993 tuve el raro privilegio de ir al 42 de la rue Fontaine, el mítico apartamento de André Breton. Salvo durante sus años de exilio en América, el poeta siempre vivió allí, acumulando su maravillosa colección y recibiendo gente: este lugar no era un piso, sino un auténtico laboratorio de ideas, un crisol de proyectos y un depósito del tan anhelado "oro del tiempo" que se esforzó en encontrar a lo largo de toda su vida.

Fui con Jean Jacques Lebel, quien, con sus padres, había compartido con los Breton el exilio en Nueva York. "André sólo hablaba francés en Nueva York", contó Jean Jac...

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En l993 tuve el raro privilegio de ir al 42 de la rue Fontaine, el mítico apartamento de André Breton. Salvo durante sus años de exilio en América, el poeta siempre vivió allí, acumulando su maravillosa colección y recibiendo gente: este lugar no era un piso, sino un auténtico laboratorio de ideas, un crisol de proyectos y un depósito del tan anhelado "oro del tiempo" que se esforzó en encontrar a lo largo de toda su vida.

Fui con Jean Jacques Lebel, quien, con sus padres, había compartido con los Breton el exilio en Nueva York. "André sólo hablaba francés en Nueva York", contó Jean Jacques, "y a veces, yendo por la calle, se le caía alguna lágrima pensando en París. Llevaba una vida tan modesta que recuerdo sus bordes de camisas completamente raídos. Para ganarse la vida aceptó el trabajo propuesto por Pierre Lazareff en el programa radiofónico La voix d'Amerique parle aux français, junto con mi padre y Claude Levi-Strauss. La amistad entre Breton y Levi-Strauss se inició en el barco que los llevó de Marsella a Martinica, y de allí a Nueva York, un viaje que pagó Peggy Guggenheim. El viaje fue largo y penoso; Breton estaba considerado un anarquista peligroso y, al llegar, los aduaneros le confiscaron varios de sus dibujos, por oscuros".

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La rue Fontaine está en pleno Pigalle. "En su día", cuenta Jean Jacques, "era un barrio simpático, lleno de putas simpáticas, barato". En l993 era

mucho más banal, y más difícil. Tras unas angostas e irregulares escaleras, llegamos a la puerta. Mi corazón latía fuertemente. Nos abrió Elisa, la viuda de Breton. Me contó su vida cotidiana con Breton: "Comíamos a las doce. A André no le gustaba hacer la siesta. Por la tarde nos íbamos de brocante (los anticuarios baratos) y luego, de seis a ocho de la tarde, al café. Esto era espléndido, ahora ya no se hace". ¿Quiénes eran sus amigos preferidos? "El poeta Benjamin Péret y Toyen, la magnífica pintora checa".

El apartamento estaba abarrotado de cuadros, libros y objetos. La cocina era minúscula y al ir hacia allá descubrí un bello objeto: "Lo he hecho yo", dijo Elisa. En la subasta han salido cuatro obras hechas por ella.

En la pared cercana a la puerta de entrada estaba la Bailarina española (l928), de Miró: una bailarina hecha únicamente con un alfiler de sombrero, un corcho y una pluma, un poema visual, ligero y casi metafísico, tal vez lejanamente inspirado en las guitarras claveteadas de Picasso de l926. El crítico Waldemar George vio los objetos de Miró como exvotos, y Jean Jacques Lebel me comentó que la pluma no sólo podía proceder del sombrero de la bailarina, sino del arte primitivo, en especial el esquimal, que Breton podía haber enseñado a Miró. La teoría es interesante, aunque los objetos esquimales existentes en París a finales de la década de los veinte eran escasísimos. Breton comenzó su colección de arte esquimal en Nueva York, en l943, comprando piezas al marchante judío Julius Carlebach. "Esta obra no la presto jamás, le tengo especial cariño y es muy frágil", añadió Elisa, con los ojos iluminados, contemplando el miró.

No sabía dónde mirar: era tal la concentración de belleza y energía que desprendían esas paredes. Me emocionó lo mismo que había visto en casa de Jean Jacques (que era y es, por decirlo de alguna manera,uno de los herederos espirituales de Breton): la mezcla de arte primitivo y contemporáneo, la desjerarquización de géneros, los avecinamientos afectivos y de significado, no cronológicos ni por estándares museísticos. La rue Fontaine rompía todos los esquemas establecidos, y la pared de André Breton que el Pompidou muestra (aceptado en pago de los derechos de sucesión tras la muerte de Elisa) no es más que un pálido reflejo, encapsulado -como lo estuvo el primer Guernica- de la verdadera atmósfera de la rue Fontaine.

Lo que más me chocó fue el gusto de Breton: antiformalista ("La pintura, por ejemplo, no tendría que poseer como fin el de ser un placer para los ojos", Les Pas perdus, l923), oscuro y mágico (lo que le hizo escoger una obra extrañísima de Miró, una Cabeza de l927, a mitad camino entre lo fantasmal y lo infantil, una cabeza telúrica, fea según los estándares oficiales), y geográficamente global. Werner Spies ha calificado esta mirada de postmoderna avant la letre en Le Monde, aunque lo dice ahora, en abril de 2003. Prueba de que la realidad, en este caso la polémica suscitada por esta venta pública, remueve también la visión y los conceptos sobre el arte. La mirada de Breton, lo que ahora se dispersa a cuatro vientos, es justamente contraria a una idea de la vanguardia como negación: la "casa desierta" de que hablaba Miró refiriéndose al grupo Abstraction-Création en l937: una vanguardia autorreferencial, tautológica, aislada del hombre y del mundo. El espíritu de la rue Fontaine es irrecuperable, pero la lección de Breton se empieza a comprender ahora, y aún costará decenios comprenderla en su totalidad.

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