Tribuna:

Leer II

No se escribe para ser escritor, ni se lee para ser lector. Se escribe y se lee para comprender el mundo. Nadie, pues, debería salir a la vida sin haber adquirido estas habilidades básicas. De otro modo se dependerá de quien las posea del mismo modo que aquél que no sabe hacer una tortilla depende de quien se la hace. Por lo que se refiere a las tortillas, ya dependemos de industrias especializadas en platos preparados, precocinados, predigeridos y previsibles. En cuanto a la lectura, se da el caso de que a medida que aumenta el número de personas alfabetizadas, aumenta también el de las perso...

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No se escribe para ser escritor, ni se lee para ser lector. Se escribe y se lee para comprender el mundo. Nadie, pues, debería salir a la vida sin haber adquirido estas habilidades básicas. De otro modo se dependerá de quien las posea del mismo modo que aquél que no sabe hacer una tortilla depende de quien se la hace. Por lo que se refiere a las tortillas, ya dependemos de industrias especializadas en platos preparados, precocinados, predigeridos y previsibles. En cuanto a la lectura, se da el caso de que a medida que aumenta el número de personas alfabetizadas, aumenta también el de las personas que no entienden lo que leen. Llamamos a esto analfabetismo funcional, si me permiten el juego de palabras, porque funciona muy bien: cada día estamos más torpes.Con frecuencia, se nos pregunta a los escritores por qué escribimos, pero no se pregunta a los lectores por qué leen. La respuesta sería idéntica, ya que la escritura es un espejo de dos caras. En una de esas caras se mira el escritor y en la otra el lector, ambos a la búsqueda de una imagen articulada de sí mismos, del mundo. Saber leer, pues, es saber leer la realidad y encontrarse en disposición de estar o no de acuerdo con ella. Saber leer es saber leerse, construirse, cocinarse a uno mismo en lugar de tomar la versión precongelada, precocinada, predigerida y previsible de sí que ofrece el mercado de la autoimagen.

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Curiosamente, el desarrollo de los alimentos precocinados ha sido paralelo al de la industria de la autoayuda. En el primer caso se trata de hacer unas albóndigas sin pasar por la complejidad del sofrito y en el segundo de creerse una identidad sin aprender latín. Ambas cosas son posibles, desde luego, pero al precio de perderse lo mejor de la comida. Y de la vida. Quiero creer que la institución de este premio parte de la premisa de que la lectura es imprescindible para interpretar la realidad, lo que ya es un modo de modificarla. De ser así, nunca hizo tanta falta una iniciativa semejante. Gracias, pues, al jurado por concederme el honor de inaugurarlo, al diario EL PAÍS por haber publicado previamente el artículo premiado y a todos ustedes por su paciencia.

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