El aire ajeno de otras vidas

Se le ocurre a este lector, que lo es, desde hace tiempo, de Clara Sánchez, de sus novelas, cinco, hasta esta próxima, todavía caliente premio Alfaguara, recordar una célebre antología, la de Ymelda Navajo, Doce relatos de mujeres (Alianza Editorial, 1982), y su no menos célebre comienzo: en la literatura española, la mujer no ha significado más que una anécdota. En aquella antología, curiosa, interesante y, desde luego, necesaria, no aparecía, claro está, Clara Sánchez (Guadalajara, 1955). Sí aparece, en cambio, en tres antologías más recientes de mujeres: en Madres e hijas (Anagrama, 1996), ...

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Se le ocurre a este lector, que lo es, desde hace tiempo, de Clara Sánchez, de sus novelas, cinco, hasta esta próxima, todavía caliente premio Alfaguara, recordar una célebre antología, la de Ymelda Navajo, Doce relatos de mujeres (Alianza Editorial, 1982), y su no menos célebre comienzo: en la literatura española, la mujer no ha significado más que una anécdota. En aquella antología, curiosa, interesante y, desde luego, necesaria, no aparecía, claro está, Clara Sánchez (Guadalajara, 1955). Sí aparece, en cambio, en tres antologías más recientes de mujeres: en Madres e hijas (Anagrama, 1996), en Vidas de mujer (Alianza, 1998) y en Mujeres al alba (Alfaguara, 1999).¿Qué ha ocurrido desde que, entonces, Ymelda Navajo, titubeando entre literatura femenina (diferente a la de los hombres) o literatura de mujeres, abogase por que la escritora renunciase "al pudor de ser mujer"? ¿Qué ha ocurrido, ahora, cuando Victoria Camps propone que las miradas del hombre y de la mujer aprendan a fusionarse, "pues de la fusión ha de salir una realidad más amable que la que tenemos"?

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¿Y de Clara Sánchez, qué? Pues, por ejemplo, que la primera frase de su primera novela (Piedras preciosas, Debate, 1989) es esa que comienza: "Natalia y Constantino miraron desazonados...". Y un verbo, una actitud vital, también moral, si se quiere: mirar. En las novelas de Clara Sánchez, cinco hasta ahora, se mira mucho, quizás porque, desde que Natalia y Constantino "miraron desazonados" en la primera novela, sus protagonistas, y ella, en definitiva, miran a su alrededor, pues las vidas de los otros son, siempre, el espejo ("en él puedo mirarme", dice alguien, ante un espejo, en el primer párrafo de su tercera novela, El palacio varado, Debate, 1993) en mitad del camino, del camino de la novela, como quería Stendhal, pero también el camino de nuestras propias vidas, y es que los personajes de los relatos de Clara Sánchez respiran "el aire ajeno de otras vidas", como dice la protagonista que asiste a la muerte hospitalaria de su madre en Desde el mirador (Alfaguara, 1996).

Es ésta, su cuarta novela, un excelente relato en el que la mirada adquiere un papel esencial, una novela intensa, intimista, en la que, como señala la autora, el tiempo queda apresado en las cosas y donde el azar está lleno de secretos. Y esta frase subrayada plena de ambigüedades y de cajones escondidos: el aire ajeno de otras vidas. Ese aire que, además, puede envolver al que mira, al espectador, llevándole a una vorágine de pasión que es el tema de su, hasta ahora, última novela, El misterio de todos los días (Alfaguara, 1999): la historia de una obsesión, la que siente una profesora por un alumno de 17 años. Y al publicar esta novela, Clara Sánchez manifestó dos ideas significativas de cuál es su mundo literario: "El deseo nos hace más humanos" y "lo que más me interesa a la hora de escribir es el hombre actual, más frágil que en otras épocas, tan vulnerable a la vista de todos". Clara Sánchez, siempre coherente y, desde luego, coincidiendo con el deseo de Victoria Camps: la necesaria fusión de las miradas del hombre y de la mujer. De esto, creo, hablan sus libros.

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