Tribuna:

CRÓNICAS Todos somos los otros JUAN CRUZ

Lo que ha pasado en El Ejido es la prueba del algodón del racismo que todos llevamos dentro. Lo avisó Sartre, como recordaba aquí el otro día Joaquín Estefanía; pero el racismo no es sólo con respecto a los negros, sino que se refiere a los negros, a los pobres, a los diferentes de otro lugar cuando no tienen ni poder ni dinero, a los que no son de la misma condición, a los que no dejan réditos, a los que no establecen hipotecas, a los que tampoco pueden pagar un cigarrillo ni un periódico. El soldado de Avilés no ha desatado en su pueblo la misma reacción airada que el inmigrante de El Ejido,...

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Lo que ha pasado en El Ejido es la prueba del algodón del racismo que todos llevamos dentro. Lo avisó Sartre, como recordaba aquí el otro día Joaquín Estefanía; pero el racismo no es sólo con respecto a los negros, sino que se refiere a los negros, a los pobres, a los diferentes de otro lugar cuando no tienen ni poder ni dinero, a los que no son de la misma condición, a los que no dejan réditos, a los que no establecen hipotecas, a los que tampoco pueden pagar un cigarrillo ni un periódico. El soldado de Avilés no ha desatado en su pueblo la misma reacción airada que el inmigrante de El Ejido, siendo sus crímenes igualmente excecrables, aunque uno hubiera acabado en mutilación horrible y el otro hubiera desembocado en un asesinato horroroso.Somos racistas, y tenemos en la amalgama de nuestra composición una larga historia de intolerancia, que no se cura en dos días ni en dos siglos. La sociedad que despidió a Franco cuadrándose no ha tenido tiempo todavía de reciclar el núcleo duro fascista que tiene dentro; de vez en cuando esa caja negra del discurso anterior reaparece y ahí tenemos hablando a alcaldes que encienden la mecha de la supuesta rabia popular: ¡a por el negro, que es malísimo!

Juan Marsé, acaso el silencioso que mejor ha contado lo que oye, nos decía el otro día en Barcelona que alguien le había referido una conversación racista en la cola para comprar el pescado; cuando se la estimula, la gente no lo disimula, aunque los mecanismos del antirracismo han dado algunas claves para ocultar los modos más groseros de decirlo. Pero lo que ha sucedido en El Ejido ha dado rienda suelta al viejo discurso: que hagan lo que quieran, pero en sus países; que estén donde quieran estar, pero que no nos molesten... Algunos han asociado lo que ha pasado en El Ejido con algunas actitudes en el País Vasco: allí también acosan y expulsan, agreden y ahuyentan; deben cuidarse los que dicen eso, porque actitudes xenófobas con respecto a los que tienen el mismo DNI no sólo se dan en Euskadi contra los que vienen de fuera y son del mismo territorio del Estado... Los nacionalismos excluyentes, como se dice ahora, están en el alma desconocida de mucha gente...

Es un momento delicado que parece imparable, y es un problema ante el que se requiere mucha paciencia, mucha dedicación y mucho poder de convicción: el racismo está dentro de nosotros como un veneno que no es exclusivo de verbos tan fluidos y tan descarados como los que usa el alcalde de El Ejido. Crecimos en el racismo, en un país donde por razones de raza se expulsó a seres humanos. La tragedia reciente, en El Ejido, había sido anunciada por Juan Goytisolo; no era un adivino Goytisolo, pues en cualquier sitio de España se pueden vislumbrar rebrotes, y asusta ver en el mundo de la universidad y de la cultura que asuntos de tal gravedad no desatan el ahora desalentado ánimo de la manifestación.

Un asunto como el de El Ejido, o como lo que sucede en Austria, o incluso lo que ha dicho el sobrino de Fraga en el corazón de Europa, hubiera desatado en este país no sólo manifiestos y declaraciones, que de eso ha habido, aunque quizá no bastantes, sino que hubiera movido al intelectual inquieto, al estudiante díscolo, al político aún no acomodado, a presentarse en la calle plantándole cara al viento helado de racismo que está dentro de nosotros, como la serpiente del miedo.

A veces hacemos más ruido defendiendo a los cetáceos que ocupándonos de la dignidad de las personas. En el caso de El Ejido, un ministro comparó lo que pasaba con lo que sucede en la tragedia popular de Fuenteovejuna; para quitarse culpas, el mismo ministro recordó que la policía fue acusada de sobreactuar en Bellatera, Barcelona, cuando el presidente Aznar se vio acosado por los estudiantes que le abucheaban: con ese precedente, ¿cómo iba a pasarse en El Ejido? Alguien le dijo: el objeto a proteger era distinto; los ministros saben a quienes miman.

Frutos dijo, cuando presentó el programa común de la izquierda, que él era un inmigrante de El Ejido. Un inmigrante en El Ejido, un españolista en Euskadi, un judío en Austria, un protestante en el otro lado del Ulster, o viceversa... Es curioso cómo pasa el tiempo, sobrevienen los siglos, y los que administramos la miseria del alma seguimos siendo igualmente mezquinos, radicalmente ignorantes de la dignidad ajena, irrespetuosos. Interconectados con el mundo, pero incapaces de ver en el rostro ajeno el espejo que dice que todos somos los otros.

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