Tribuna:

La ciudad es para mí

Tiene Nietzsche dos pensamientos de una oportunidad enormemente municipal. "Cuando uno calla durante un año olvida el parloteo y aprende a hablar", dice el primero. Aunque no es contiguo, el segundo parece seguir el discurso: "Sí, las palabras debilitan una promesa al descargar y utilizar una fuerza que forma parte de esa otra que promete. Dejaos, pues, estrechar la mano y llevad el dedo a los labios, así hacéis las promesas más seguras" (pertenecen ambos al libro Aurora (Reflexiones sobre los prejuicios morales, recientemente publicado por Alba Editorial, en traducción de Genoveva Dieterich)....

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Tiene Nietzsche dos pensamientos de una oportunidad enormemente municipal. "Cuando uno calla durante un año olvida el parloteo y aprende a hablar", dice el primero. Aunque no es contiguo, el segundo parece seguir el discurso: "Sí, las palabras debilitan una promesa al descargar y utilizar una fuerza que forma parte de esa otra que promete. Dejaos, pues, estrechar la mano y llevad el dedo a los labios, así hacéis las promesas más seguras" (pertenecen ambos al libro Aurora (Reflexiones sobre los prejuicios morales, recientemente publicado por Alba Editorial, en traducción de Genoveva Dieterich).Llevamos dos semanas de parloteo y grandes promesas y lo que nos queda hasta el domingo próximo, cuando yo, que vivo y voto en Madrid, y usted, empadronado en Málaga o en una población pequeña de Guipúzcoa, nos veamos ante la tesitura de elegir a aquellos representantes políticos que más efecto tienen sobre nuestra vida diaria. He recibido en casa la propaganda de mi alcalde saliente, que insiste en ser entrante (¡el empeño de estos hombres mayores en el mete y saca!), he visto a sus rivales por la tele, les he oído a todos despertarme (soy rara avis nocturna) con frases hechas dichas por altavoz desde coches que a veces parecen papamóviles. Palabras, palabras, palabras, decía Hamlet. ¿Votar o no votar? El reto es el silencio (el nuestro, el de las urnas, ya que ellos ni por un momento se llevan el dedo a los labios). Estaba yo más dudoso que el príncipe de Dinamarca cuando leí que un concejal madrileño del PP proponía desmantelar, si era reelegida su lista, un horror escultórico en forma de tubos de color que existe en una esquina de Madrid por donde paso mucho. Y ayer, la edición local que me corresponde de este periódico preguntaba a todos los candidatos si ellos quitarían -y cuánto- nuestro en general feísimo mobiliario urbano. Aunque el salido-entrante decía que él no tocará nada, yo he decidido finalmente depositar mi voto municipal el domingo porque, salga quien salga de alcalde, ahora tengo esperanzas puestas en la concejalía. Mi escepticismo, y yo diría que el de usted, es grande respecto a que el político cumpla las promesas hechas por carta y altavoz, pero sí hay un asomo, por pequeño que sea, de erradicar, demoler, dinamitar, arrasar, extirpar, excluir, fealdades del barrio, ahí me tendrán ustedes en primera fila, y si es preciso, tricotando.

Mientras tanto, busco refugio en la lectura de Guy Debord, del que Anagrama acaba de reeditar, aumentado, su fundamental Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Otro texto, como suelen serlo todos los generados por la Internacional Situacionista, de gran aprovechamiento municipal. Cuando en los años cincuenta y sesenta los situacionistas denunciaban lo que acabarían siendo nuestras ciudades y, por reflejo, nuestra vida diaria en ellas, las cosas no estaban tan mal, y en su formidable furia sardónica cabía el sueño utópico. Hoy, nuestro deseo (sí, hay una erótica urbana, aunque a muchos alcaldes no les salga por ningún sitio) está aplastado por la reglamentación del espacio, ese "toque de queda geométrico" que confina a los ciudadanos en reservas (coche, autopista de ronda, aparcamiento pagado, centro comercial, multicine) y de ahí el gran atractivo como solución, ¿la solución final?, de las más radicales propuestas de aquellos visionarios.

¿Quemar conventos, bueno, chirimbolos, quiero decir? No hay que llegar a tanto. El estilo de vida libre situacionista, dominado por las nociones de desarraigo y desamparo, es el último grito de rebeldía y socorro oído antes de la acomodada palabrería posmoderna. En su deriva vital, Debord y compañía abogan, como okupas de la nocturnidad y la demasía, por abrir al tráfico andante los tejados de las grandes ciudades, dejar abiertos de noche, pero a oscuras, los parques y jardines, dotar a las farolas de interruptores para que el alumbrado sea de control público. Alterar, invertir los cauces establecidos buscando un "entorno funcional fascinante" por medio de la creación de situaciones emotivas. En el abanico de sugerencias electorales de estos días, ninguna veo con más capacidad de elevar mi "calidad pasional" que la de ir en masa, con las armas de la impaciencia y el humor negro, a dejar mi desangelada ciudad como una planta baja desamueblada.

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