Tribuna:

La foto de Alicante

Yo no estaba en 1933 en Alicante. De hecho, no estaba en el mundo, ni mis futuros padres se tenían el uno al otro en la cabeza, donde la idea de gestarme tuvo antes que sufrir una guerra y sus consecuencias. Pero he soñado siempre, o deseado, que el Alicante de 1933 y el que veinte años después conocí pudieran ser como el de esta foto de Cartier-Bresson: una ciudad densa y pinturera, muy mezclada y levemente inquietante, pero con la elegancia un punto canalla que el hombre de la imagen muestra en sus cejas delineadas y el mechón blanco ondulado. Desde que descubrí la foto en un libro, junto a ...

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Yo no estaba en 1933 en Alicante. De hecho, no estaba en el mundo, ni mis futuros padres se tenían el uno al otro en la cabeza, donde la idea de gestarme tuvo antes que sufrir una guerra y sus consecuencias. Pero he soñado siempre, o deseado, que el Alicante de 1933 y el que veinte años después conocí pudieran ser como el de esta foto de Cartier-Bresson: una ciudad densa y pinturera, muy mezclada y levemente inquietante, pero con la elegancia un punto canalla que el hombre de la imagen muestra en sus cejas delineadas y el mechón blanco ondulado. Desde que descubrí la foto en un libro, junto a otras que el artista francés tomó viajando por nuestro país en aquellos días, he pensado -y sigo deseando- que España pudo tener o tiene una rica realidad que yo no veo y gente como Cartier-Bresson sabe captar.Este año, y lo han dicho las crónicas y los críticos, lo que domina en Arco es la fotografía, marcando así por primera vez una pauta que era cosa sabida en los países más avanzados artísticamente. Nadie en su juicio niega hoy que la fotografía es un arte, aunque no mucha gente esté dispuesta ya a colgar en la pared del salón reservada durante siglos al gran lienzo coloreado una copia de papel positivado a partir de una placa. Sobre estos asuntos no se hacen sondeos electorales, pero estoy seguro de que, llegado el caso, la mayoría silenciosa expresaría en voz alta que la fotografía es un arte menor respecto a la pintura, como el cine lo pareció más de cincuenta años a los lectores de novelas y espectadores de teatro. A mí me da, sin embargo, la impresión, acrecentada este año en Arco, de que a los artistas fotógrafos la categoría de mayor o menor les importa un bledo, y, por el contrario, se han dado cuenta y están aprovechando al máximo el vacío normativo dejado por los dictadores del gusto moderno (críticos, galeristas, conservadores de museo y demás comisarios del cuerpo general de vigilancia de las fronteras de la plástica).

Entremos un poco en ese vacío. Mientras que la llamada, a falta de un término más limpio, pintura-pintura va quedando relegada en las galerías y museos más influyentes al plano de los históricos indiscutibles, los raros aceptados o los visionarios cabezotas, y cualquier piececilla de bricolaje orgánico se instala allí con honores de vanguardia, la fotografía más nueva y creativa del momento hace uso descarado de la bula que a ningún pintor o escultor le concedería el alto tribunal de la modernidad. Me refiero a que -quizá por su condición de hermano pequeño, de recién llegado a la Casa del Arte, o por otra frivolidad- al fotógrafo se le permiten cosas que a los pintores de hoy ya no. Y los fotógrafos, que no son tontos, están entrando a saco en unos campos de ficción, materia, color, enfoque y narratividad que, aplicados al hecho pictórico, se juzgan trasnochados o abiertamente reaccionarios. Mis grandes emociones de espectador que busca en el arte descolocación y no sólo sorpresa me las han producido en este Arco los fotógrafos.

Los pioneros como Cartier-Bresson también figuran en distintos stands, pero ellos trabajaron bajo otros estatutos, y su condición de clásicos no me sirve. A mí lo que me llega, en el mismo nivel de intensidad que un cuadro de Lucien Freud o una mesa de mementos del gran Beuys, es la novela fotográfica que cuenta en la galería Helga de Alvear la australiana Tracey Moffatt (tan influida como la extraordinaria Cindy Sherman por la imaginería del cine americano), los retratos con un mundo detrás de Pierre Gonnord en Juana de Aizpuru, la Ofelia ahogada en sangre azul de Julia Montilla (galería Toni Tàpies), la soledad de los espacios obligatorios de Jana Leo, dentro de la buena colección fotográfica de la Comunidad de Madrid, o esa potente, perturbadora imagen de la muerte que todos tendremos presentada por el joven pintor gallego Simón Pacheco en Ad Hoc. Porque ésa es otra. No son pocos los pintores (y me han gustado mucho los cambios de medio de Javier Baldeón y Txomin Badiola) que han visto también el agujero legal de la bula, y lo están llenando fotográficamente de esa mitad oscura pero pensada, densa, mixta, inquietante, reveladora, de la que está hecho el arte.

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