Tribuna:

Monzón

Cuando la carretera se pegó al río, aquel puerto fluvial le recordó un embarcadero de Saigón muy avivado, en el que había realizado suculentos negocios que ahora le permitían conducir un BMW Cabrio con tapicería de cuero vainilla por las calles de Cullera. Estaba de paso. Iba con la tercera metida, perdonando la vida a quien le mirara. Acababa de desayunar una sola tostada en el hotel porque se encontraba muy gordo y había decidido darse un garbeo para entretenerse. Cerca del puente de hierro emergió una mujer muy bella con el pulgar hacia arriba y un bolso de rafia amarilla, y paró su descapo...

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Cuando la carretera se pegó al río, aquel puerto fluvial le recordó un embarcadero de Saigón muy avivado, en el que había realizado suculentos negocios que ahora le permitían conducir un BMW Cabrio con tapicería de cuero vainilla por las calles de Cullera. Estaba de paso. Iba con la tercera metida, perdonando la vida a quien le mirara. Acababa de desayunar una sola tostada en el hotel porque se encontraba muy gordo y había decidido darse un garbeo para entretenerse. Cerca del puente de hierro emergió una mujer muy bella con el pulgar hacia arriba y un bolso de rafia amarilla, y paró su descapotable para llevarla adonde quisiera. A su paso esta mujer iba encendiendo las mechas de los sexos de algunos indígenas con la camisa abierta y el vientre a punto de estallar, mientras el conductor se se sentía cada vez más arriba. Salió de la población y la carretera los llevó al medio de unos arrozales que le recordaron el paisaje del delta del Mekong, donde había negociado algunas partidas de cocaína de una pureza extrema. Hundió los ojos en el escote de la mujer y pensó que el paraíso consistía en eso: reconocer otros lugares a miles de kilómetros. En ese momento en la radio Elvis empezó a cantar I can"t help falling in love, y esto le confirmó que había ingresado en el paraíso. Entonces la mujer se quitó los zapatos y de su bolso sacó algodón y un bote de laca. Puso los pies sobre el salpicadero de fresno y empezó a pintarse las uñas. En el interior de los arrozales había algunos labradores anfibios con el puro en el boca y alguna garceta tan blanca como la que este hombre de negocios llevaba en el asiento del lado. El sol aplastaba y su sexo estaba tan encendido que echaba en falta una fina lluvia como las que había visto en Asia, mientras algunos niños vietnamitas cargaban los fardos de droga a cambio de fumarse una bola de crack. En ese instante pasó una avioneta arrojando pesticida para el cucat del arroz y los pulverizó por completo. Él ya había traspasado el límite: la miro como si fuera a comérsela sin pelarla y se relamió el labio, por donde le chorreaba el insecticida.

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