Tribuna:CRÓNICAS

Sensaciones

Pones la televisión y ves a un personaje desaforado que dice que este país se pareció recientemente, cuando gobernaba Felipe González, a la Argentina de Videla y al Chile de Pinochet. Y entonces recuerdas qué era la Argentina de Videla y el Chile de Pinochet y te preguntas si los españoles que miran la tele en ese instante se estarán creyendo ese increíble pedazo de literatura comparada. Oyes la radio y escuchas, reiteradamente, insultos, intromisiones en las vidas privadas y en la dignidad de las personas; y en esas mismas radios observas luego cómo se descalifica, insultando también, a aquel...

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Pones la televisión y ves a un personaje desaforado que dice que este país se pareció recientemente, cuando gobernaba Felipe González, a la Argentina de Videla y al Chile de Pinochet. Y entonces recuerdas qué era la Argentina de Videla y el Chile de Pinochet y te preguntas si los españoles que miran la tele en ese instante se estarán creyendo ese increíble pedazo de literatura comparada. Oyes la radio y escuchas, reiteradamente, insultos, intromisiones en las vidas privadas y en la dignidad de las personas; y en esas mismas radios observas luego cómo se descalifica, insultando también, a aquellos que se atreven a explicar que en la vida personal de los que insultan se suceden manchas, desafueros, sucesos que la gente debía conocer para establecer con quién estamos hablando. Pero ellos lapidan a sus enemigos un día y otro, y no resisten que se alce la voz contra ellos: se han apropiado del sentido de la palabra independencia y del concepto de la libertad de expresión, y van manchando las paredes con esa baba inagotable que han logrado convertir en un lugar común que ya resulta inservible, papel mojado. Mezclan la opinión y la información, y dejan caer mentiras como si fueran resultado de su preocupación por lo que pasa en el mundo: no estarán preocupados; buscan regocijo. Repiten mentiras: unos dicen que en la situación anterior, cuando esto se parecía a la época de Pinochet, al reinado de Videla, les cerraron sus periódicos, y lo reiteran tanto que se llega a olvidar que ellos fueron acaso los únicos beneficiados del cierre. No se les puede contradecir: van enloquecidos, hablan sobre los otros, los descalifican; crean la sensación de que el próximo disparate puede parecerse al fin del mundo, tal es la grandilocuencia que exhiben. Y en la reiteración de sus mentiras son tan persistentes que llegan a hacer dudar, en algún instante, acerca de la veracidad de la historia: ¿de verdad vivíamos en el mismo país cuando ellos hacían desde sus medios todo lo posible porque la gente no se creyera sus medios? ¿Vivíamos en el mismo país que ellos? ¿Vivíamos en el mismo país que ellos? ¿Por qué quieren cambiamos de país?Los que les contradicen están vendidos: vendidos al poder, vendidos a su propia ignorancia, dependientes del pasado. El pasado ya pasó, y además se parecía a Videla y a Pinochet. Se les perdona la vida, si están cerca de ellos, como desinformados e ingenuos; ellos saben más, y lo dicen con esa risita conmiserativa con que se trata a los amigos menores. Pero si son enemigos se les amenaza: ya caerán, y además se les advierte: pronto diremos más, sabemos tanto que pronto. diremos más; les vamos a hundir, y tratan de hundirles, reiterando mentiras, solapando las calumnias detrás de la chaqueta de los falsos informes.

Es una sensación de hartazgo, como si de pronto el cielo plomizo del mayo extraviado hubiera caído como un sombrero oleaginoso sobre la cabeza de un país extrañado de ese talante gritón que se reitera como una baba. Decía el otro día Femando Savater, cuando ganó el premio de periodismo Cuco Cerecedo, que una de las satisfacciones que le daba ese galardón era la rabia que, ante la noticia, debían padecer los que a diario le descalifican. No es la única satisfacción, por fortuna: une su nombre a otro gran periodista de veras ' de los que salían con la mochila vacía al mundo, a encontrar en la conversación con la gente lo que le ocurría a la gente. Pasa con el propio Savater, ocurre con gente como Manu Leguineche, sucede con espíritus como el de Juan Cueto, o pasa cuando aparece Rafael Azcona, o pasó con Santiago Roldán, el ciudadano que hizo economía para mejorar la política y que nos acaba de dejar: seres humanos que, cuando este hartazgo rompe la ilusión de seguir, te reconcilian con el género humano, con la posibilidad de darle a este catálogo de sensaciones la recompensa de la existencia de gente que levanta el ánimo y alegra la atmósfera. Ojalá sea esta la sensación que vuelva.

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