Tribuna:CRÓNICAS

La isla de Juanito

A esa hora del mediodía habían pasado a la isla cinco personas y Juanito había recaudado casi quinientas pesetas por transportarlas en su barca de soga. Está allí, en la isla, desde hace años, cuando decidió desengancharse de los fardos a que nos expone la vida, se sintió enfermo y creyó que allí iba a rejuvenecer su edad. De ese pasado enfermizo debe haber heredado su dentadura defectuosa, porque las gafas de miope deben venirle de niño, pues dentro de esos lentes se mantiene viva la mirada de un muchacho que se negó a que desapareciera del todo la ingenuidad de la infancia. Está en la isla c...

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A esa hora del mediodía habían pasado a la isla cinco personas y Juanito había recaudado casi quinientas pesetas por transportarlas en su barca de soga. Está allí, en la isla, desde hace años, cuando decidió desengancharse de los fardos a que nos expone la vida, se sintió enfermo y creyó que allí iba a rejuvenecer su edad. De ese pasado enfermizo debe haber heredado su dentadura defectuosa, porque las gafas de miope deben venirle de niño, pues dentro de esos lentes se mantiene viva la mirada de un muchacho que se negó a que desapareciera del todo la ingenuidad de la infancia. Está en la isla como si fuera su dueño, o su amante, y se refiere a ella como si allí se encerrara todo el universo posible.Vive en invierno y en verano dentro de una especie de garaje que ahora, cuando aún no ha acabado el calor, está habitado por bañistas que le vienen a ver como si él formara parte de la arena de la isla. No entré dentro del garaje, pero lo vi animado por jóvenes que hacían tertulia con él como si fueran amigos para siempre. De pronto imaginé que ellos también se irían, como se va todo el mundo de los veranos y sentí en el fondo de mi alma la posible soledad de Juanito.

Pues se llama Juanito y es el hombre que vigila que nadie rompa la paz y el paraíso en la isla de Port Lligat, enfrente de la casa donde Salvador Dalí imaginó las formas del surrealismo. Se habrá contado mil veces, y Josep Pla dice que se volverá a contar otras mil, que aquí, al lado de Cadaqués y del cabo de Creus, se puede describir sin demasiado esfuerzo la historia del mundo y la historia de la sensibilidad.

Ante sitios así el visitante tiene la tentación de decir que se encuentra en el paraíso. Lo que ocurre es que luego viene la vida y la colma de recuerdos, de ambiciones y de frustraciones, y el paraíso se convierte también en un sitio como los otros. Pero aquí se puede tener, aún, memoria efectiva del edén, evidencia de que no se ha deformado del todo la posibilidad de que exista. Hablando de Cadaqués, que es la capital de este universo, la escritora Rosa Regás leyó el otro día en la radio un relato maravilloso, perfecto en la consecución de la atmósfera de la nostalgia. La autora de Azul contaba el día de hace más de treinta años que llegó a este pueblo costero animado por el mar y abrigado por la montaña, y describió uno por uno los elementos que conforman esta simulación personal del paraíso, las playas insinuadas entre las barquichuelas, los bares de siempre, la plaza rectangular que conserva la tierra de los romanos, el sonido de las campanas, la sombra de los árboles, las calles enrevesadas como si fueran crucigramas urbanos que vinieran de un misterio antiguo. El poder de seducción que tiene la literatura es infinito, y gracias a ello uno puede aspirar a ser feliz; aquel texto de Rosa Regás tuvo en mí el efecto de toda la memoria de todas las islas, esos lugares en los que parece prolongarse la infancia hasta convertirse también, engañosamente sin duda, en la propia memoria de la felicidad.

Lo que no sabía es que esa ensoñación persiste muy cerca, en la isla de Port Lligat. Juanito la guarda para que no se la rompan los salvajes contemporáneos, y la municipalidad parece que le ha garantizado que él es una especie de alcalde que guarda el sitio. La barca es su exigencia de pasaporte. Es la que conecta la tierra firme, el continente, con la pequeña isla. Antes nadie pagaba un duro por los servicios de Juanito, pero ahora él mismo ha puesto un cartel que anuncia el importe que aconseja pagar por cruzar el charco nítido: cien pesetas por el trabajo del barquero. No deja entrar a quienes no le resultan fiables. Los que vienen ya son sus amigos, y se despiden de él, desde el otro lado, cuando parten hacia la inmensidad de los otros sitios, tocándole la bocina y gritándole su nombre -"¡Juan, Juanito!"- como si no se fueran a olvidar nunca. Cuando fuimos estaba quieto porque la prensa miente sobre la isla: un periódico -"¿qué periódico?", le preguntamos, y él respondió- "Ése que es de todas partes"; luego supimos que se refería a éste- había dicho que ya habían sido desalojados los doscientos hippies que había en la isla de Port Lligat. "Y eso no es verdad, nada es verdad". Habla de la isla, y la cuida, como si fuera el primer territorio del mundo, el lugar de la salvación y la metáfora del paraíso. En el frontis del garaje en el que habita también cuando cunde la tramontana han puesto un cartel: "Yonquis, no". Sobre la arena blanca, dos que han dejado hace poco de ser adolescentes lían con destreza envidiable un cigarrillo de marihuana y cerca del muelle imperfecto de la minúscula isla de Port Lligat espera balanceándose la barca que a nosotros nos devolverá al otro mundo y que también dejará solo a Juanito en la paz que quiso.

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