Tribuna:

La verdad de lo falso

Un anuncio en el guardarropa del Museo de Arte Moderno de Nueva York informa al visitante de las cosas que no puede depositar allí: cámaras fotográficas, objetos electrónicos, abrigos de piel y abrigos de piel sintética. Hará unos seis años visité yo el museo en una gélida tarde de enero. Mientras guardaba cola para dejar mi gabardina húmeda y mi paraguas, llegó al mostrador una dama de andares italianos y aparatoso abrigo de largo pelo color gris cárdeno. No soy especialista de las pieles, ni siquiera del género humano, pero aquel abrigo me pareció arrancado de la carne del más bello a...

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Un anuncio en el guardarropa del Museo de Arte Moderno de Nueva York informa al visitante de las cosas que no puede depositar allí: cámaras fotográficas, objetos electrónicos, abrigos de piel y abrigos de piel sintética. Hará unos seis años visité yo el museo en una gélida tarde de enero. Mientras guardaba cola para dejar mi gabardina húmeda y mi paraguas, llegó al mostrador una dama de andares italianos y aparatoso abrigo de largo pelo color gris cárdeno. No soy especialista de las pieles, ni siquiera del género humano, pero aquel abrigo me pareció arrancado de la carne del más bello animal desconocido. Le llegó su turno a la italiana, y al ir a entregarle su abrigo, la encargada del guardarropa le señaló, no sin un triunfo en su sonrisa, el anuncio, que entonces sólo prohibía el depósito de abrigos de piel, sin más especificación. "Pero señora", le dijo la dama elegante, "¿no se ha dado cuenta? Mi abrigo no es de piel. Es sintético". Me volví, se volvieron tres escolares de la cola siguiente, se quedó estupefacta la empleada del museo. ¿Cómo podía ser aquella prenda rutilante y voluptuosa un falso? La encargada no la creyó, ni la creí yo, ni creo que la creyeron los escolares, pero la dama, que estaba decidida a visitar el museo sin el peso del largo abrigo, arrancó con nada de pena unas briznas de pelo de una manga y les acercó una cerilla encendida. El pelo ardió, el tufo artificial se extendió por el hall, la empleada aceptó la prenda, y no sé si a resultas de aquella demostración hoy el museo prudentemente rechaza también la custodia de productos que, pese a su falsedad, tan lujosos pueden parecer y tan caros deben de ser.Treinta y cinco calles más arriba del MOMA se visitan en estos días dos pequeñas y brillantes exposiciones que el otro gran museo neoyorquino, el Metropolitan, ofrece como plato suculento del otoño. La titulada Rembrandt, no Rembrandt ya insinúa desde el nombre su contenido, entre la erudición y el masoquismo. El museo dispone de una rica colección de rembrandts que en los últimos tiempos, siguiendo la boga del revisionismo artístico facilitado por las nuevas técnicas radiográficas, han sido puestos en tela de juicio por todas partes. De hecho, hoy el amante del gran pintor holandés acude a los museos donde hay obra suya con la angustia de no saber si se encontrará con que una de sus obras más célebres y admiradas ha dejado de pertenecer al maestro. El sábado pasado di un respiro en Nueva York: mi rembrandt favorito del Metropolitan, el melancólico y crepuscular Aristóteles con el busto de Homero, sigue siendo de Rembrandt, pero no así, ay, otra de sus pinturas más conmovedoras, la Mujer cortándose las uñas. El visitante emperrado, que desconoce el efecto de los rayos X sobre los antiguos maestros, se resiste a creer que ese cuadro opaco y sublime, turbador en su realismo descarnado, se le adjudique hoy al apacible y costumbrista discípulo Nicolas Maes. La Mujer cortándose las uñas, dirá en un desafío histórico el rembrandtiano no especializado, conserva, por mucho que lo niegue la cartela, la opulencia tétrica y el desnudo aparato natural de la verdad de Rembrandt.

A pocos metros de allí comienza la segunda exposición, Goya en el Metropolitan, más modesta en escala, pero no menos cuajada de obras magistrales. También en estas salas goyescas la niebla que separa lo falso de lo auténtico vuelve a envolvemos. La exposición reserva dos deslumbramientos. Uno es la (para mí) desconocida tela Ciudad sobre una roca, una fantasía de mano desconocida -se discute la autoría de Eugenio Lucas- que nunca podría haber pintado Goya, pero que tiene todo lo que se puede pedir de Goya. El segundo es la oportunidad de contemplar las Majas en un balcón verdaderas, provenientes de una colección particular, al lado de las ahora sólo "atribuidas a Goya" que pertenecen al Metropolitan; las dos pinturas son igual de hermosas y amenazadoras, pero en la segunda hay un segundo plano de embozados más goyescos que Goya.

Es el propio pintor aragonés quien zanja con un ejemplo el dilema. Nada es más falsamente velazqueño que las diversas pruebas mostradas en Nueva York de un grabado imposible que el joven Goya intentó del cuadro Las meninas, desvirtuado por la falta de colorido y trama especial, pero aun así, extrañamente patente y verídico. Y es que la sesgada verdad artística está en otra parte: en la burla del reino de las clasificaciones. Y también en la senda -la seguida por Rubens en sus copias de Tiziano, por citar otro ejemplo- que nos conduce al fin más cierto del genio, hacer de lo sintético la fibra de un producto que no admite pega, ni falsificación, ni desdoro: la obra de arte bella.

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