Tribuna:

Vestir de obrero

La delgadez denota un malestar interior y la moda reivindica el cuerpo fornido

Hasta hace poco la moda era estar delgado. Ahora nadie habla de ello. Lo que cuenta es estar fuerte. Hasta hace poco estar en forma era una vaga forma de no encontrarse postrado. Ahora estar en forma es estar robusto, musculado, con el aspecto de un trabajador de la construcción. Los gimnasios han reemplazado a los centros de adelgazamiento, cuestión que abandona aceleradamente el terreno de la fisiología y entra de lleno en la anatomía. La delgadez es una condición relacionada hoy con la crisis más que con el cuidado personal. Toda persona delgada anuncia un malestar interior que se relaciona...

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Hasta hace poco la moda era estar delgado. Ahora nadie habla de ello. Lo que cuenta es estar fuerte. Hasta hace poco estar en forma era una vaga forma de no encontrarse postrado. Ahora estar en forma es estar robusto, musculado, con el aspecto de un trabajador de la construcción. Los gimnasios han reemplazado a los centros de adelgazamiento, cuestión que abandona aceleradamente el terreno de la fisiología y entra de lleno en la anatomía. La delgadez es una condición relacionada hoy con la crisis más que con el cuidado personal. Toda persona delgada anuncia un malestar interior que se relaciona bien con un desarreglo genético o monetario. Lo que conviene a la situación, la idea del pensamiento positivo y la vida natural, es un cuerpo fornido.La idea se relaciona a su vez con la forma de vestir en boga. Armani, Donna Karan, Calvin Klein, entre los más sutiles, fabrican ropa para gente establecida en las cimas del dinero, no representativas de la vanguardia. El frente social vuelve a estar representado en las ropas que evocan el trabajo manual y sus mundos. La ropa de obrero, estibador, electricista, soldador, fontanero o peón albañil se reivindican al margen de las pasarelas. En Estados Unidos, los comercios dedicados a vender ropas de trabajo han aumentado sus ventas en un 26% por razón de las compras que efectúan ejecutivos, yuppies, publicitarios que quieren borrar, fuera de la oficina, su condición de oficinistas.

El mundo de los servicios, cuyo universo laboral llega a representar hoy un número de empleados superior a la suma de los trabajadores de la industria y la agricultura juntos, ha perdido su aura. Trabajar frente al ordenador se ha convertido en una función demasiado ordinaria. Tal como lo fue antes trabajar en una factoría y como hace un siglo trabajar en las faenas agrícolas. La distinción está ahora no en el traje correcto sino en las burdas camisas de franela, la camiseta de botones y las botas abruptas. Nuevas películas con actores prototipo, cómo Harrison Ford, Kevin Costner, Al Pacino, van dejando al lado sus trajes de Cerruti para adquirir el aspecto de estibadores con los pantalones caídos y el aire metalúrgico. Incluso la maldita imagen que conllevaba antes tener un vientre abultado ha sido condonada por el modelo worker, siempre que esta protuberancia se acompañe de una musculación en los dorsales y deltoides, por ejemplo. Se puede estar por encima del peso si entre los tríceps y los gemelos se distingue un acumulado perfil de actividad.

El grunge o el dirty style tiene algún parecido inmediato con esta línea, pero distan profundamente de ella. Se parecen en que en ninguno de los dos modelos es admisible la pulcritud, pero el grunge difiere del estilo worker en que la pretensión simbólica de aquél es exageradamente sórdida, sus declaraciones tenebristas, las figuras demasiado intoxicadas. De hecho, el grunge ha pasado a convertirse pronto en una ropa de los escenarios y los artistas del pop. La entrega, por ejemplo, de los últimos premios Grammy fue un agobio de figuras mal ataviadas, mal afeitadas, mal peinadas. Demasiado feo para ser real.

El worker, sin embargo, es una estética de base mucho más sólida, relajada y popular. No trata de imponer un manifiesto; sólo transmite un atributo del cambio social. Trabajar con las manos ha dejado de ser el odioso castigo divino para ser simplemente un castigo. Y, a veces, ejemplar: grupos ecologistas nos han enseñado los provechos físicos y morales de una actividad con el cuerpo, bajo el cielo. Los integrantes de misiones científicas al Antártico, los peacekeepers, los médicos sin fronteras, los arqueólogos sensibles a las piedras del pasado, los espeleólogos, los rescatadores de vidas, los supervivientes de los Andes y gentes de salud por el estilo, han ido creando la imagen de un héroe que sale adelante con el esfuerzo de sus manos, vestido de superviviente de este mundo, sin coordinar, con ropas espesas.

Parecer un trabajador corporal antes que un trabajador mental es encontrarse implicado en una actividad que ha enaltecido el nuevo bucle de la historia regresando al valor de la tangibilidad frente a la angustiosa disipación de la informática. El trabajador manual conserva la cadena de la causa y el efecto que hace visible la mecánica y elude la electrónica. El obrero de la construcción, el marinero, el mecánico, es una suerte de vestigio de la fe en la fuerza de los hombres y sus ropas el legado universal e indeleble del poder humano primordial. Agarrarse a él es como agarrarse a una fuerte identidad mientras el trabajo desaparece, bien esa gaseado en el interior del ordenador bien sea exterminado en el espacio del paro.

Volver a fumar tabaco, como está ocurriendo y no sólo entre los jóvenes, es otra manera de expresar el rescate del obrerismo y de su historia. Faltan seis años para terminar el siglo, media docena para perderel milenio. El trabajo manual es una de las categorías basales que tienden a convertirse en residuo del siglo XX. La sensación de vértigo que el desplome de este pretérito conlleva induce a abrazar sus ropas y gestos como alguien se agarra a los pliegues de aquello que perderá para siempre.

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