Tribuna:

Tantas veces Julio

Julio Cortázar es la memoria y es al mismo tiempo la vida de la memoria. Yo le conocí en Amsterdam un día de agosto de hace tantos años. Iba a pie, enorme y curioso como un niño, cerca de la Bolsa.Solitario y voraz del aire, parecía también un adolescente. De él conocía muchos libros y de su cara sabía por unas fotos de Antonio Gálvez, que entonces era el fotógrafo de todo el mundo en París. En aquel encuentro casual Cortázar estaba sin gafas, fascinado por el color del suelo, que él veía a tanta altura, y no me atreví a decirle cómo podría encontrarle en París cuando volviera. Así que tuve qu...

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Julio Cortázar es la memoria y es al mismo tiempo la vida de la memoria. Yo le conocí en Amsterdam un día de agosto de hace tantos años. Iba a pie, enorme y curioso como un niño, cerca de la Bolsa.Solitario y voraz del aire, parecía también un adolescente. De él conocía muchos libros y de su cara sabía por unas fotos de Antonio Gálvez, que entonces era el fotógrafo de todo el mundo en París. En aquel encuentro casual Cortázar estaba sin gafas, fascinado por el color del suelo, que él veía a tanta altura, y no me atreví a decirle cómo podría encontrarle en París cuando volviera. Así que tuve que rebuscar entre todos los nombres de la calle uno que fuera el de Julio. Y no estaba. Decidí, pues, llamar a todos los abonados de su casa y comencé por la mitad: el teléfono correspondía a un médico interno de hospital.

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Al otro lado, en ese primer intento, apareció como un milagro de la casualidad la voz inconfundible y rota de uno de los mejores fabulistas de este siglo. Años después le volví a ver sentado y con barba en el mismo hotel de Madrid donde una vez vino de incógnito el entonces ministro cubano de Economía Ernesto Che Guevara. La vida le da la vuelta al aire: ahora Cortázar era aún más famoso, pero más tranquilo aún: como si la apisonadora de la vanidad literaria le hubiera pasado al lado, ya era simplemente un ciudadano preocupado por los otros. Cinco años después regresó a España, y ya había sido vencido por la maldita historia que incluye en sus axilas la aguja implacable de la enfermedad. En esa ocasión vivió en un molino segoviano con un amigo magnífico, el editor Mario Muchnik, que entre otras pasiones cultiva la de la fotografía. E hizo una foto memorable en la que, además de retratar al último Cortázar con gafas de montura negra y rotunda¡ retrató su intensa melancolía. Acababa de morir Carol Dunlop, su última compañera, y él había regresado de la revolución y se instalaba al final en el cansancio, en la evidencia de que las escaleras se hicieron también para regresar. Moriría poco más tarde, pero sus amigos recuerdan que en aquellos días terminales de Segovia hubo un instante en que aquel juguetón extraordinario rió sin parar como si hubiera recuperado el ansia de la vida, el aliento. que le hizo hurgar en la palabra como si fuera a hallar en ella el elixir del entusiasmo, la propaganda más íntima de la felicidad. Aquel Cortázar les recordó a todos el Cortázar primerizo, el que viajó en los premios, el que inventó la isla al mediodía, el que le dio medicinas de mentira a Rocamador. Y pronto el autor de ese hermoso poema de amor que se llama Los autonautas de la cosmopista, el libro que escribió con Carol, se volvió a la melancolía como si ese paréntesis de risa y vitalidad hubiera sido sólo en homenaje al recuerdo y él tuviera que regresar al lado de lo inolvidable. Ahora que hace 10 años en que se disolvió una de las figuras más entrañables que haya pasado por este circo de palabras quisiera dejar en la memoria de los otros constancia de aquellos ojos que jamás dejaron de mirar como si hubiera acabado de nacer.

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