La actriz Lauren Bacall representa la memoria del cine en un campeonato de anticine

El calvario del concurso termina con otras dos películas pésimas

Flota alrededor de Lauren Bacall la peculiar e inexplicable aura de silencio que Norman Mailer descubrió en algunas raras personas dotadas de mucha intensidad interior o adornadas desde fuera por el hecho de haber vivido una leyenda o una gesta. Le basta a la bella actriz simplemente estar, para que todo gire calladamente en torno suyo. Ayer recibió el premio Donostia. Asociada a su rostro, pues éste es parte de ella, surge la memoria luminosa del cine, y esto, en un festival de oscuro anticine -las dos últimas películas en concurso fueron también pésimas- como es este, multiplica su fuerza de...

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Flota alrededor de Lauren Bacall la peculiar e inexplicable aura de silencio que Norman Mailer descubrió en algunas raras personas dotadas de mucha intensidad interior o adornadas desde fuera por el hecho de haber vivido una leyenda o una gesta. Le basta a la bella actriz simplemente estar, para que todo gire calladamente en torno suyo. Ayer recibió el premio Donostia. Asociada a su rostro, pues éste es parte de ella, surge la memoria luminosa del cine, y esto, en un festival de oscuro anticine -las dos últimas películas en concurso fueron también pésimas- como es este, multiplica su fuerza de irradiación.

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Y terminó el calvario del concurso con una anécdota y otros dos engendros. La anécdota fue la retirada de la totalidad de los críticos de cine españoles acreditados aquí del panel de calificaciones a los filmes en competición, panel que, bajo el patrocinio de la organización del festival, publica cada día la revista Moving Pictures.Algunas informaciones escritas y un alud de insinuaciones de boca a oreja, crearon ayer el rumor a voces de que la unanimidad de estos críticos cinematográficos españoles al calificar negativamente a las películas seleccionadas (salvo a tres o cuatro de ellas) no parecía un azar. Y era sospechosa pues contrastaba con algunas opiniones de los acreditados de la prensa extranjera, más benevolentes. Lo que encubre un rumor de este cariz es un asunto demasiado grave para jugar a desvelarlo, pues es materia de juzgado de guardia.

Y acto seguido, los dos engendros finales del concurso de películas. El primero llegó de Estados Unidos y está dirigido por un director con renombre: Barbet Schroeder. Su título es Soltera blanca busca y está protagoniada por Bridget Fonda, hija de Jane, y por ahora último relevo de la famosa familia fundada por su abuelo Henry. Es una película con aspecto de objeto muy vendible y que probablemente dará mucho dinero a sus productores. Comienza bien, engancha la atención, pues no en vano tiene detrás de la cámara a un hombre con oficio. Pero, una vez tragado el anzuelo, sigue un rosario de truquerías de suspense de laboratorio de marketing, que convierten a la esperanza inicial en un engaño manifiesto. ¿Qué hace este filme doblemente -pues está bien realizado- falsario en un festival de arte cinematográfico?

El segundo engendro llegó de Hungría y éste no dará a ganar ni un duro a nadie. Se titula ni más ni menos que Variaciones Goldberg -alguien debiera pedir excusas a la memoria indefensa de Juan Sebastián Bach por tamaña usurpación de título- y lo dirige el desconocido Ferenc Grünwalsky. Si en la anterior, Schroeder mentía locuazmente como un charlatán de feria, en ésta su director no miente, pues no es posible hacerlo con la boca cerrada. No dice nada. Esta cinematográficamente mudo. Carece de ortografía elemental para que su escritura alcance a decir lo que enuncia. Sus errores son básicos, del tipo de quien se aventura a escribir castellano sin averiguar que hombre se escribe con hache. No hay, por tanto, disentimiento ante su lenguaje. Pues no lo tiene, sino ante su gramática, que tampoco.

Por ejemplo, desconoce un viejo axioma de la gramática del cine que dice: "Si acercas demasiado la cámara al rostro del actor no fotografiarás lo que piensa, sino lo que suda". Pues bien, y con perdón, Variaciones Goldberg es un intento de cine interior -quiere contar lo que pasa en el cerebro de un padre al que se le suicida un hijo adolescente que se queda fuera, porque topa con una muralla impenetrable de poros y de pelitos de barba. La cámara persigue los ojos, la boca y las narices de los intérpretes con tanta cercanía que parece tener vocación de microscopio. ¿Qué quiere? Introducirnos en su dolor.

Pues bien, con ese método hasta el más torpón de los aficionados a hacer cine sabe que es materialmente imposible conseguirlo y que así, en vez de acercarnos, nos aleja de la interioridad mental buscada. Un actor puede transmitir un sentimiento hondo sólo cuando la cámara, en lugar de atosigarlo, le da campo, aire, espacio y, dentro de este espacio, libertad de gesto; cuando alejándose de él nos acerca a él.

Pura gramática. Abecedario del oficio. Pues bien, a la alta exigencia de los criterios de selección proclamada por el señor Barnet también se la salta -además de un consumado simulador de cine, con derroches de habilidad gramática, como es Schroeder- un simple analfabeto. Y la perplejidad, una vez más, viene no de que se hagan filmes como estos, cosa perfectamente comprensible, sino que sean elegidos para competir en un festival que presume de autoexigente. Es como si en la hilera de un concurso de catadores de vino se colaran una copa de cola y otra de zarzaparrilla disfrazadas de burdeos y los anfitriones les dieran el visto bueno de Baco.

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