Tribuna:

El concepto de Estado ruso

El desmoronamiento del sistema comunista en la URSS fue el resultado más indiscutible de la revolución de agosto, y, junto con una profunda transformación de Mijaíl Gorbachov, es prácticamente el único punto en el que puede trazarse una clara línea entre el antes y el después del 19-A. Este corte radical no puede aplicarse sobre otros importantes elementos de la política soviética, muchos de los cuales son asignaturas pendientes que existían como problemas a resolver antes del 19 de agosto.El fracaso del golpe marcó una división entre una primera y una segunda etapa de la ...

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El desmoronamiento del sistema comunista en la URSS fue el resultado más indiscutible de la revolución de agosto, y, junto con una profunda transformación de Mijaíl Gorbachov, es prácticamente el único punto en el que puede trazarse una clara línea entre el antes y el después del 19-A. Este corte radical no puede aplicarse sobre otros importantes elementos de la política soviética, muchos de los cuales son asignaturas pendientes que existían como problemas a resolver antes del 19 de agosto.El fracaso del golpe marcó una división entre una primera y una segunda etapa de la transición en la URSS e inauguró un proceso de inestabilidad donde los conflictos no resueltos durante la primera etapa, iniciada en 1985, no admiten ya demora. Gracias al golpe, los vencedores rusos han salido del otro lado del espejo y han abandonado el espacio en el cual podían invocar la acción de fuerzas incontroladas para justificar la propia incapacidad o impotencia ante los desafíos planteados. Entre las asignaturas pendientes que ahora deben afrontarse está la misma concepción del Estado (o Estados) que surgen en el territorio soviético, la reforma económica y política y la interrelación entre ambas.

En los días del golpe, los vencedores rusos dieron una idea de unidad que estaba lejos de corresponder a la verdad anterior y posterior a aquellas horas de tensión. Las discrepancias que existían en lo que se ha venido en llamar el equipo de Borís Yeltsin han emergido con más virulencia después del golpe, reflejan más una lucha personal por la influencia sobre el presidente de la Federación Rusa que una lucha de concepciones políticas. Alrededor de él se aglutinan personajes que, en algunos casos, tienen una visión puramente instrumental y utilitaria del líder ruso y tratan de hacerle encajar en el guión que ellos le han escrito.

.Las concepciones teóricas de quienes luchan por la influencia sobre Yeltsin son bastante confusas. De entrada, se dibuja una primera división entre los partidarios de que Rusia se convierta en la heredera universal de la URSS y los partidarios de que Rusia renuncie a ocupar el centro. En el primer caso, el centro personificado por Gorbachov se liaría innecesario. En el segundo, Rusia renunciaría a una herencia peligrosa para ser parte de una unión voluntaria de Estados soberanos que se autorregulan mediante la transferencia de algunas competencias a un centro supranacional.

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Este conflicto, cuya exposición más coherente ha sido realizada por el filósofo Alexandr Tsipkó, no está desarrollado del todo, y los elementos aislados que se derivan de una u otra posición (delimitación de fronteras, posesión de armas atómicas y sistema monetario) han surgido tan sólo como parte del juego político de tanteo entre las repúblicas para fijar su relación del futuro.

La dirección rusa personificada por Yeltsin no ha dicho su última palabra en lo que a concepción del Estado se refiere, y las señales que emite la Casa Blanca son contradictorias. Yevgueni Saburov, que presentó su dimisión como ministro de Economía de Rusia la semana pasada, ha sido confirmado por Yeltsin para seguir elaborando el Acuerdo de Comunidad Económica que defendiera en Alma Atá, un texto que menoscabaría los intereses de Rusia, según miembros del entorno presidencial como el viceprimer ministro Oleg Lobov; el consejero de Estado de Cuestiones Jurídicas, Serguéi Shajrai, y el secretario de Estado, Guennadi Burbulis.

Para la mayoría de los observadores políticos, las objeciones a la existencia de un banco central emisor, la formación del presupuesto y la inquietud por la reaparición de viejas estructuras del pasado no bastan para explicar el revuelo organizado en torno al tema ni parecen razón suficiente para alegar que los intereses de Rusia están en peligro.

El concepto de Estado ruso, hoy por hoy, es parte del juego político y un elemento de negociación, y no una herencia claramente expuesta en el testamento de un difunto que repartió propiedades y deudas entre sus descendientes. Los descendientes del difunto (la URSS como existía antes del 19 de agosto) aceptan de buen grado el activo, pero no el pasivo del legado.

La falta de claridad sobre el contenido concreto del concepto de Estado ruso para quienes teóricamente lo representan se puso de manifiesto la semana pasada cuando Guennadi Burbulis no supo responder a una pregunta que parecía elemental. En un coloquio televisivo, un periodista pregunto a Burbulis si Tatarstán es parte de la Federación Rusa. Burbulis guardó silencio y acabó sin decir ni ni no alegando que no quería dificultar el proceso de negociación con Tatarstán. De no haberse producido el golpe de Estado, esta república, en el corazón de Rusia, hubiera firmado el Tratado de la Unión el 20 de agosto independientemente de la Federación Rusa. La confusión de Burbulis revelaba las dificultades concretas con que se topan los discursos abstractos.

Cuando Burbulis se puso a explicar que la unión de Estados independientes y soberanos no era contradictoria con la posición de Rusia como heredera de la URSS, una de las periodistas asistentes al debate exclamó: "Nadie lo ha entendido". Tras el programa, Burbulis siguió explicando lo que había querido decir. "Fue caótico", me dijo una de las asistentes al día siguiente. Tras la desafortunada intervención televisiva, expertos en imagen han aconsejado a Burbulis que no vuelva a aparecer en directo ante la Cámara sin entrenamiento previo.

De no haber sucedido el golpe, el problema de la concepción del Estado se hubiera planteado a raíz del Tratado de la Unión que Yeltsin se había comprometido a firmar el 20 de agosto, saltándose al Parlamento ruso. Éste había decidido en julio que el texto debía ser presentado al legislativo antes de su firma. Los reformistas aglutinados en el movimiento Rusia Democrática se oponían a la firma del tratado, y Yeltsin recibió a una veintena de ellos el 14 de agosto. En aquella reunión, según uno de los asistentes, el líder ruso se comprometió a firmar el tratado por el plazo de un año. Este detalle pasó inadvertido entonces, porque el golpe lo hizo redundante. De este modo, la frustrada firma del Tratado de la Unión quedó archivada para la historia como la última oportunidad de preservar la unión, pero estaba lejos de serlo.

Los problemas que entonces se planteaban resurgen ahora en el Acuerdo de Comunidad Económica y en el nuevo Tratado de la Unión. En este panorama cobra fuerza la figura de Mijaíl Gorbachov, que se perfila como el único garante posible de un dificil equilibrio de intereses entre las Repúblicas de la URSS. Paradójicamente, su fuerza viene de lo que, tras el golpe, parecía su debilidad y tiene una nueva dimensión, un nuevo nivel. Las pequeñas y mezquinas intrigas por el poder afean a los dirigentes rusos y salpican a Yeltsin. A Gorbachov, por el contrario, la falta de poder, tal como éste se entendía antes del 19 de agosto, le embellece.

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