Tribuna:ANÁLISIS

Fidel ya no es aquél

Venezuela tenía mono de Fidel. El país caribeño observaba una abstinencia de tres décadas, a la que sólo la audacia calculada de Carlos Andrés Pérez, al invitar al líder cubano a su toma de posesión presidencial en Caracas, el pasado día 2, podía poner fin. Venezuela ha entregado durante casi una semana sus cámaras de televisión a Fidel, no exactamente a Castro; le ha perseguido durante las mejores horas de programación, sin que el comandante se hiciera de rogar; ha repetido en pases incansables todas sus intervenciones ante los medios de comunicación; y le ha dejado decir lo que le ha ...

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Venezuela tenía mono de Fidel. El país caribeño observaba una abstinencia de tres décadas, a la que sólo la audacia calculada de Carlos Andrés Pérez, al invitar al líder cubano a su toma de posesión presidencial en Caracas, el pasado día 2, podía poner fin. Venezuela ha entregado durante casi una semana sus cámaras de televisión a Fidel, no exactamente a Castro; le ha perseguido durante las mejores horas de programación, sin que el comandante se hiciera de rogar; ha repetido en pases incansables todas sus intervenciones ante los medios de comunicación; y le ha dejado decir lo que le ha venido en gana ante la audiencia nacional.Caracas sólo existe gracias a la televisión y el metro. Como una ciudad-dormitorio de sí misma, en la que toda la vida se hace bajo techado, el mensaje televisivo es el gran medio de comunicación entre sus habitantes. En ella alcanza todo su significado el serial de la coronación de CAP, como se conoce al líder venezolano, sostenido en un continuará de toda una semana. Pero, incluso en ese medio tan ajeno a la idea griega de la ciudad, cualquier vislumbre callejero de Castro materializaba una manifestación popular de entusiasmo y alucinación colectiva de los caraqueños. Ese aplauso en off incansable, no se hallaba, sin embargo, necesariamente nutrido por un público de marxistas-leninistas incorruptos de antes del advenimiento de Mijail Gorbachov, ni de izquierdistas revolucionarios mal clasificados a falta de líder, ni de guerrilleros bajados de la sierra en asueto de tregua. Muy al contrario, una buena parte de esos vitoreadores podían ser votantes de CAP, honrados socialdemócratas padres de familia.

La deuda

¿Qué es lo que aglutina entonces esa fascinación por el comandante de La Habana? De una parte está la deuda; la deuda exterior que está haciendo más por la futura integración de la América Latina que todos los enciclopedistas del XVIII, que todo el cemento fraternal y masónico del bolivarianismo, que toda la diplomacia del británico Canning al crear una diversión estratégica con la emancipación americana, cuando a comienzos del XIX amenazaba la hegemonía de la Santa Alianza en Europa. Esa deuda, que el ex presidente mexicano Luis Echeverría califica de nueva forma de la agresión anglosajona que comenzó con la depredación de la mitad septentrional de su país en la guerra de 1846-47, precisa de figuras políticas que recojan el mensaje de desafío e independencia contra lo que se ve como un mecanismo de extorsión internacional, por sociedad bancaria interpuesta. El socialista chileno Ricardo Lagos explica cómo Inglaterra derrotó a Napoleón en una guerra de cerca de 15 años, con un gasto nunca superior al 1,5% de su PNB anual, para preguntarse a continuación qué guerra mundial perdida, qué diluvio universal había devastado el continente americano, para tener que pagar el 10% de su PNB todos los años con el solo propósito de estabilizar esa deuda, sin tocar para nada el principal.

Tenemos, por tanto, la deuda como factor externo coagulante, pero en lo más hondo parece que hay una necesidad de articulación nacional que pide un lenguaje mágico como respuesta a un presente inmanejable. A lo mejor el empobrecimiento causado por la deuda está en la base, y no lo sabíamos, del boom de la literatura hispanoamericana. Fidel Castro no ganaría hoy probablemente unas elecciones libres en ningún país de la América Latina fuera de Cuba, pero su palabra, su dominio de los recursos del actor-político llenan un vacío para la imaginación. No hay dos líderes mundiales que en eso hayan tenido una concepción más parecida de su cargo que Castro y Reagan; otra cosa sería determinar para qué fines movilizan esa concepción.

El líder cubano es un antiguo dinosaurio de la revolución, como Reagan lo ha sido de la reconstrucción conservadora. Castro seguramente es, como dice Octavio Paz, un personaje arcaico, pero con el carácter de incunable, de archivo precioso de otra época que a lo mejor un día es oportuno rescatar, no para que gobierne o revolucione América Latina, sino para que exprese retóricamente una capacidad de rebeldía. Ese Castro necesario, recuperable porque ya no se nos aparece como una verdadera amenaza, es el que ha barrido en los escenarios del show-business político venezolano.

Carlos Andrés Pérez, veterano rutero de las combinaciones exteriores, tiene entre manos una versión caribeña del Gran Juego que apunta a una solución universal del problema centroamericano con una paulatina reintegración de la Cuba castrista al juego político de la zona. El propio presidente venezolano así lo admitió en la rueda de prensa inaugural de su mandato a un enviado de EL PAÍS, aunque abarrotando de cauciones, reservas, y declaraciones contrarias a la naturaleza del régimen cubano, "tan distinto del nuestro", el propósito fundamental de que sin Cuba la negociación centroamericana padece de cojera terminal.

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El plan sucintamente esbozado consiste en la democratización razonablemente plena de Nicaragua, lo que equivaldría a que los sandinistas admitieran que un día pueden perder el poder y no sólo el Gobierno por la vía de las urnas, a cambio de un plan de ayuda exterior en el que participaría la Comunidad Europea, y allí es donde entra Felipe González con su representación de la CE; al mismo tiempo, la guerrilla salvadoreña depondría las armas integrándose en la vida política del país con garantías suficientes de plena capacidad de acción y juego democrático. Para una y otra eventualidad nadie duda en Caracas, en Madrid, y en Centroamérica, que es preciso el concurso de Fidel. No tanto, quizá, porque sus deseos sean órdenes para guerrilleros o sandinistas, sino porque, como dice el presidente costarricense Oscar Arias, ni unos ni otros harían tampoco nada contra las preferencias del comandante cubano. Lo que cabe apreciar como una nueva actitud, un cierto reblandecimiento exterior de Castro, es el elemento final que Carlos Andrés Pérez cuenta utilizar para acometer esa audaz cuadratura del círculo centroamericano.

El líder cubano que se presentó en Caracas lo hizo sabiendo muy bien que iba a seducir, a apaciguar, a comprar respetabilidad de la mano del presidente venezolano. Castro tuvo palabras comedidas, alentadoras sobre lo que cabía esperar de la Administración Bush, deseos de concordia casi universales. Rodeado de una claque espontánea, que no se trataba ya de su propia comitiva de periodistas, sino de prensa local, y de los vecinos países latinoamericanos, Fidel Castro celebró una rueda de prensa en la que la nota lamentable la ponían los del patio de butacas aplaudiendo sus intervenciones, coreando su nombre, mientras una tras otra las preguntas complacientes, cribados los nombres de quienes las formulaban, se sucedían para su lucimiento. Pero lucimiento sí lo hubo, en muchos casos apayasado, de un actor que conoce bien a su auditorio, que hace los mutis y marca las pausas en el instante adecuado, que desempolva viejos chistes, y estrena nuevas ocurrencias en cascada, chapoteando como en un festín en su propia gloria del momento.

Volver a la OEA

En la rueda, Castro no dijo realmente que fuera a retirarse en vida, como se ha difundido de manera demasiado literal, sino que si se moría en el cargo era evidente que no habría tenido tiempo de retirarse; pero afirmó sobre todo que Cuba estaba dispuesta a reintegrarse, en las circunstancias apropiadas, en la Organización de Estados Americanos, aunque Carlos Andrés Pérez jamás dijo que pensara, al menos por ahora, trabajar por esa invitación.

Un Castro vigoroso, pero de 60 años, parece dispuesto a jugar el juego del presidente venezolano, haciendo valer una influencia que limite sus posiciones en Nicaragua y el Salvador, pero a cambio de que cese el estado de sitio, y de que Cuba entre a participar en la ceremonia general de la distensión entre el Este y el Oeste. Al mismo tiempo, el comandante de La Habana tiene un papel que jugar en esa reconstrucción de nuevos centros de poder latinoamericanos. Castro convertido en un cierto icono, el dinosaurio desdentado que vomita fuego en technicolor es necesario, mientras los que se consideran verdaderos líderes, Carlos Andrés el primero de ellos, quieren negociar un new deal para el continente. Es como si el torrencial socialdemócrata venezolano hubiera decidido que la América Latina necesitase un nuevo Bolívar del siglo XX, y ese personaje sólo pudiera serlo él mismo.

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